Elogio de la paciencia activa.

A los venezolanos que vivimos en Colombia con frecuencia nos preguntan dos cosas. La primera, la obvia, es ¿cuándo va a terminar la pesadilla? Es decir, cuándo vamos a ponerle fin al régimen narco político instalado en nuestro país cometiendo todo tipo de atrocidades. Y, la segunda, que nos la hacen generalmente algunos taxistas, es por qué no hemos sido capaces de asesinar al tirano. “Aquí ya nos lo hubiésemos volado”, agregan con toda naturalidad.

La segunda pregunta es fuerte. Pero más fácil de responder. “Porque el magnicidio, y en general el asesinato de políticos en funciones de gobierno, no está inscrito en la cultura política venezolana”, suelo explicar. 

Y agrego que lo más parecido a un magnicidio fue el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, quien hacía de presidente de la junta militar resultante del golpe de Estado propinado en 1948 a Rómulo Gallegos. Pero ese no fue realmente un asesinato por causas políticas sino por un confuso entramado delictivo.

El otro intento de asesinato de un jefe político ocurrió contra Rómulo Betancourt. Pero ese intento de asesinato, perpetrado en 1961, no fue una iniciativa venezolana. Fue ordenado desde República Dominicana por el dictador Rafael Leonidas Trujillo.

En cambio el proyecto de asesinar al presidente Carlos Andrés Pérez sí fue hecho por venezolanos. Por los militares golpistas de 1992. Por suerte no funcionó. Hugo Chávez, un militar con muy mala formación, no logró tomar por asalto el Palacio de Miraflores, y Pérez logró escaparse.

La otra razón, suelo añadir, y quizás la más importante, es que el grueso de la oposición venezolana es democrática. Y actuar de la misma manera como Chávez y su logia militar cuando intentaron tomar el poder por la fuerza, asesinando, sería una contradicción y un abandono de los principios. Así que no está en el horizonte venezolano un magnicidio. Que en el caso de Maduro sería un minicidio.

La primera pregunta es más difícil de responder. Los extranjeros no entienden cómo se mantiene Maduro en el poder. Si todos los estudios de opinión indican que solo lo apoya una minoría que no llega al 15%. La mayoría absoluta de los gobiernos democráticos del mundo desconocen su presidencia. Y en el continente americano un solo gobierno democrático, el de Evo Morales, lo respalda abiertamente. Cuba y Nicaragua son tiranías.

Menos aún entienden cómo la Asamblea Nacional, por la que los venezolanos votaron mayoritariamente a favor de los candidatos de la resistencia democrática, ha sido desconocida en sus funciones y sustituida por una Asamblea Constituyente inconstitucional, formada exclusivamente por militantes del PSUV, el partido de gobierno. 

Es el momento cuando suelo explicar que la única razón por la que Maduro sigue en el poder es por las armas. No por los votos. Que el chavismo degradado en madurismo es un cadáver insepulto que se mantiene con vida en la sala de terapia intensiva gracias a la respiración artificial que le dan los cañones de las armas de fuego de seis grupos dehombres armados.

En orden de importancia: uno, las Fuerzas Armadas constitucionales convertidas en guardia pretoriana y ejército de ocupación de su propio país. Dos, las policías políticas nacionales, como el Sebin, y las internacionales como el G2 cubano, que hacen las labores de espionaje, tortura y asesinato selectivo. Tres, los grupos paramilitares, hechos a imagen y semejanza de los camisa nera de Mussolini, utilizados para reprimir e intimidar a los activistas de oposición y a los trabajadores que salen a protestar por la defensa de sus derechos. Cuatro, la llamada milicia bolivariana, creada por Hugo Chávez, formada por millares de civiles que han sido sometidos a entrenamiento militar. Cinco, los grupos irregulares colombianos, la disidencia de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional que operan libremente en el país y hacen labores proselitistas y de terror a favor del régimen. Y, seis, las operaciones de intimidación internacional del ejército ruso que periódicamente hace escenas de intervención militar en el país. En esas fuerzas militares, explicamos, estriba el poder de sobrevivencia de un gobierno repudiado por los venezolanos y por la comunidad democrática internacional.

“¿Entonces, no hay otra salida que una acción de fuerza?”, nos pregunta nuestros interlocutores. Y nosotros respondemos que tampoco. Que una intervención militar extranjera, una especie de fuerzas democráticas aliadas como las que se crearon en la segunda guerra mundial contra Hitler, en las actuales condiciones internacionales no es factible. Y que tampoco nadie en Venezuela se ha propuesto –no todavía– armar un ejército de demócratas para enfrentar a las seis fuerzas armadas que sostienen al chavismo. 

Les digo que, aunque nos resulte largo y penoso, la resistencia democrática venezolana, los partidos políticos, las oenegés, las universidades, los sindicatos y gremios profesionales, junto a la presión diplomática internacional, la Unión Europea, la OEA, los gobiernos de Japón, Canadá, Estados Unidos y Suiza, hemos elegido el camino de la paciencia activa para no desangrar aún más a un país que los militaristas que nos gobiernan convirtieron en campo de ruinas.

Pero en Venezuela nadie se ha rendido. Ahora tenemos un gobierno, sin poder de fuego, es verdad, pero reconocido por los las economías más prósperas y los gobiernos más democráticos del planeta. Tenemos un liderazgo claro, el de Juan Guaidó, que unifica a las fuerzas más importantes, no colaboracionistas, de la oposición. Y una población comprometida con la democracia que responde masivamente cuando el liderazgo actúa con sentido. Mientras el poder rojo se muestra cada vez más degradado moralmente, acosado internacionalmente, violento y represivo, la resistencia democrática, aún diezmada y perseguida, no cesa en persistir en el camino hacia las elecciones libres. O, alguna otra sorpresa por venir.

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