El pasado domingo dejé en el aire una pregunta: “¿A quién beneficia que las elecciones convocadas por el CNE de Maduro sean realizadas con el visto bueno y la participación de todos los factores que, al menos de palabra, adversan al PSUV?”.
Comienzo respondiendo de inmediato: A mediano plazo, ¡a nadie! Al menos no en las condiciones inconstitucionales en las que se están convocando. Pero agrego, y esto es clave para que los diversos factores tomen sus decisiones, a corto plazo servirán si —¡y mucho!— para darle oxigeno al régimen que, mediante los desajustes institucionales y los actos de violencia que traerá consigo la elección de una nueva Asamblea Nacional (AN), logrará mantener ocupados a sus adversarios y desconcertados a los gobiernos y organizaciones internacionales que actualmente desconocen la Presidencia de Maduro y aceptan como legítimo el interinato de Guaidó.
Me explico. Si el gobierno, como parece inevitable —porque obviamente hasta hoy un sector mayoritario de la población opositora no asistirá a votar y porque las reformas en el padrón electoral lo hacen imbatible—, gana las elecciones, entrará con toda la fuerza demoledora al Palacio Federal expulsando a los parlamentarios actuales, quienes quedaran aún más expuestos, sin fuero protector alguno, a la cárcel o al exilio.
Y, ante una nueva directiva, auto propuesta como legítima, el grupo de sesenta países que apoyan la AN legítima actual, entrará en un gran dilema. ¿Qué hacer? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿Reconocer la nueva AN electa y devolverle a Maduro Citgo, Monómeros, las reservas de oro en el Reino Unido, las sesenta embajadas, los poco más de trescientos consulados, ¿y suspender las sanciones económicas?
O, ajustados a la jurisprudencia internacional, tendrán que negarse a reconocer la Asamblea, calificarla de espuria y, en consecuencia, dirimir a cuál instancia legítima confían la administración de propiedades y cargos diplomáticos hoy transferidas a manos del “atípico” gobierno Guaidó. ¿“Congelarlas” en espera de unas nuevas elecciones? ¿O preservar la AN presidida por Guaidó como el único poder parlamentario legítimo por lo que sus miembros tendrían que exiliarse en pleno y “gobernar” desde fuera del territorio venezolano?
Revisemos los hechos paso a paso. Desde las perspectivas de los intereses de la nación como un grupo humano con un destino común, las elecciones de diciembre no servirán para nada. Porque es demasiado obvio que no implican ni la resolución del conflicto ni facilitan el inicio de un proceso de transición.
¿Por qué lo afirmo con tanta seguridad? Porque estas elecciones no han sido convocadas para atacar las tareas más urgentes para la nación, que son cuatro: recuperar la democracia; superar la situación de Emergencia Humanitaria Compleja definida por la ONU; volver a la convivencia pacífica y libre entre todas las fuerzas políticas del país; y garantizar lo que es el clamor democrático internacional: unas elecciones presidenciales libres que permitan una transición no sangrienta, un arreglo pacífico que impida la guerra civil que, como ocurría en Siria a finales del siglo pasado, se avizora a lo lejos como confrontación inevitable de no producirse una transición.
Si una salida pacífica fuese su objetivo, el gobierno simplemente llamaría a elecciones con un arbitro verdaderamente neutral. Electo en acuerdo entre el PSUV de Maduro y la FAN comandadas por Padrino, de una parte, y, de la otra, las fuerzas políticas democráticas del país, incluyendo las electas como mayoritarias en las legislativas del 2015, reunidas en el G4; las no electas y minoritarias pero reconocidas como oposición por el CNE espurio; más los sectores diversos de la sociedad civil organizada.
Y para que el proceso resultara absolutamente creíble y transparente, el gobierno, en acuerdo con todos los factores de oposición, recurriría al apoyo y supervisión internacional, con representación equitativa de los dos bloques mundiales confrontados ante la situación venezolana: el democrático, formado por la OEA, el Grupo de Lima, la Unión Europea, los Estados Unidos, Japón y Canadá, de una parte; y de la otra, el de los autoritarismos orientales, con Rusia, China, Irán y Turquía al frente, reunidos en los que se conoce como Eurasia.
Así se abrirían las puertas de la transición. La mesa puesta de manera transparente. Nadie excluido y sin ventajismo oficial. Como se dice en las justas olímpicas luego de cortar la banda inaugural: ¡que gane el mejor! Y el que pierda le permita al otro gobernar.
Pero, obviamente, todas las evidencias lo demuestran, la salida electoral en condiciones justas no está en el plan de ruta oficial. Su única y verdadera intención es ¡ganar tiempo! Poner en práctica, otra vez, la metodología de conservación del poder que, desde el año 2003, cuando los factores de oposición decidieron convocar el referendo revocatorio establecido por la Constitución, los estrategas chavistas bajo el know how de la picaresca castrista han aplicado con éxito: retrasar los procesos de consulta electoral que saben tienen a priori perdidos; enmarañarlos, desgastar al adversario en una larga carrera de obstáculos o convocarlo de emergencia sin darle tiempo para preparase; hacer concesiones de última hora que parezcan una vuelta al camino del bien para,
cual tahúres expertos, volver a ganar la partida dejando “con los ojos claros y sin vista” al oponente. Lo que hicieron con el referendo revocatorio de 2004. Lo de las presidenciales del 2018.
Pero los defensores de las elecciones exprés que no son militante del PSUV —a la manera de caballeros analistas agudos como Jesús Seguías, de buenas maneras como Claudio Fermín, beatíficamente socialistas como Rafael Simón Jiménez, o ángeles caídos del infierno del Dante como Luis Fuenmayor— sostienen todo lo contrario.
Predican, primero, que si vamos unidos y con una tarjeta única, la derrota del chavismo es más segura que recoger un mango bajito. Segundo, que aún si perdemos por fraude, el hecho de haber participado masivamente movilizará políticamente a la población y nos permitirá denunciar con más fuerza la trampa. Y, tercero, que un estudio comparativo de las transiciones pacíficas a la democracia en Europa y América nos demuestra que el diálogo y la negociación son el único camino posible para comenzar de nuevo.
En el espacio que me queda, y en mi columna de cierre del próximo domingo, me propongo confrontar argumentalmente, ofreciendo hechos, facts en el sentido del periodismo sajón, y no suposiciones, cada uno de estos razonamientos con pies de barro.
Comenzaré por las transiciones. Para convencernos de que el diálogo, no importa en cuáles condiciones, es el único camino, desde diversos centros académicos se nos ha tratado de colocar como modelos en los que deberíamos inspirarnos decenas de experiencias internacionales exitosas en las que se ha vuelto a la democracia pacíficamente.
Pero no se nos ha explicado, en primer lugar, las diferencias profundas de esos proyectos políticos con el “Frankenstein” chavista con una institución militar condenada internacionalmente por su vocación delictiva. Tampoco se nos ha recordado, en segundo lugar, aquellos procesos en los que la transición a la democracia no fue pactada, porque no había diálogo posible, como en la Nicaragua de Somoza y la Venezuela de Pérez Jiménez. O, en tercer lugar, porque ocurrió solo luego de largos años de dominio y muerte, como en los 50 mil muertos de la Guerra Civil española y las 150 mil ejecuciones extrajudiciales posteriores durante las cuatro décadas de la dictadura franquista en España; de imbatibles ardides electorales, como los setenta años de dominio, en lo que Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta, del PRI en México; o, donde jamás hubo apertura al diálogo y sin embargo el modelo ha seguido con vida, como en esa anacronía llamada Cuba comunista o en China capitalista salvaje donde se cambió el modelo económico, pero se mantuvo, implacable, el dominio férreo del Partido Comunista por encima del resto de la sociedad.
Continuaré el próximo domingo.FacebookTwitterTelegramWhatsAppPinterest