Vargas Llosa y el Premio Rómulo Gallegos

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El 4 de agosto de 1967, Mario Vargas Llosa recibió en Caracas el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Un premio que nacía destinado a convertirse en referencia fundamental de la literatura escrita en el idioma de Cervantes. Un galardón bien pensado, rápidamente prestigioso que, al menos mientras duró la democracia en Venezuela, se mantuvo independiente de las ideologías políticas para concentrarse profesionalmente en la calidad de la creación literaria de las novelas y los novelistas laureados.

La primera edición se la llevó el joven escritor peruano de apenas 31 años por una novela, La casa verde, que corroboraba el talento narrativo de quien esta semana que hoy concluye ha entrado en el club de “los inmortales”, como llaman en el país de Flaubert y de Proust a quienes logran ocupar un puesto en su Academia.

Pero antes de tomar el asiento número 18 de la Academia Francesa —el mismo que ocupara alguna vez Alexis de Tocqueville, el autor de esa obra premonitoria titulada La democracia en América—, Vargas Llosa, que hoy va cruzando los ochenta años de edad camino de los noventa, ya había obtenido el Premio Nobel de Literatura, el Príncipe de Asturias, el Cervantes y, entre tantos otros reconocimientos, había sido incorporado a la Real Academia de la Lengua Española. Lo que quiere decir que, hace poco más de medio siglo, el jurado de aquella primera edición del Rómulo Gallegos, había valorado tempranamente un talento literario que la historia se encargó de ratificar.

Aquel premio anunciaba la profunda vocación cultural latina e iberoamericana de la naciente democracia venezolana, la misma que condujo, años después, a la creación de la Biblioteca Ayacucho, un fondo editorial que reúne una de las colecciones más completas de lo mejor de la literatura escrita en español y portugués.

El jurado de la segunda edición del premio, en 1972,  tampoco fue menos certero en su elección. Se lo otorgó al colombiano Gabriel García Márquez, con una novela, Cien años de soledad, ya convertida en obra emblemática de lo que por entonces se conoció como el boom de la literatura latinoamericana. Con el paso del tiempo, García Márquez, un autor de  leyenda, también obtuvo el Nobel de Literatura, premio que recibió en Estocolmo ataviado con un liquiliqui y no con el tradicional esmoquin que el protocolo oficial establece. De este modo, podemos decirlo hoy con certeza, el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos había nacido con buen pie celebrando dos novelas que harían historia y premiando a dos autores latinoamericanos que a la larga serían Premio Nobel.

Por suerte para el Premio, para la Historia, y para el propio Vargas Llosa, el acto de entrega de esa primera edición contó con la presencia del mismo don Rómulo Gallegos, quien además de novelista fundacional de la literatura venezolana del siglo XX, había sido presidente electo de la República en las primeras elecciones democráticas, universales y libres que se realizaron en el país en diciembre de 1947. No terminó su mandato, porque una logia de militares golpistas, liderada por el luego dictador Marcos Evangelista Pérez Jiménez, lo derrocó a pocos meses apenas de haber iniciado su mandato, condenándolo a un largo exilio en su mayor parte vivido en México.

Ahora que Vargas Llosa ya no es patrimonio solo de América Latina y de España, también de Francia, he estado hurgando en las fotografías que subsisten de aquel acto donde, efectivamente, en un austero presídium, vemos al expresidente Gallegos, observado por el también escritor Simón Alberto Consalvi, entonces presidente del Instituto de Cultura y Bellas Artes, haciendo entrega del diploma al autor de La casa verde.

En el discurso que Vargas Llosa realizó aquel día se perciben algunas certezas que le han acompañado desde entonces. Es cierto que ese día habló elogiosamente de la revolución cubana, pero también dejó claramente sentado que “la vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor”. Y añadió premonitoriamente que “la literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”.

Rómulo Gallegos murió un par de años después, en abril de 1969. Por suerte tuvo el gusto de haber visto nacer el premio que llevaba su nombre. Vargas Llosa consolidó su brillante carrera literaria y unos años después, a través de una carta también firmada por Carlos Fuentes, Jean-Paul Sartre, Susan Sontag, Luis Goytisolo, entre otros, a raíz de la persecución que se conoció como el caso Padilla, comenzó su ruptura radical con el comunismo, y en particular con el cubano, razón por la cual recibió las peores descalificaciones personales de parte de Fidel Castro.

El Premio Rómulo Gallegos continuó su trayectoria. Durante la era democrática su entrega era una destacada ceremonia que contaba, generalmente, con la presencia del presidente de la República. Entre sus premiados destacan nombre claves de nuestra literatura como, recordando al azar, Carlos Fuentes, Arturo Uslar Pietri, Roberto Bolaño, Javier Marías, Enrique Vila Mata y Elena Poniatowska.

Pero con la entrada de Hugo Chávez y el chavismo al poder, como producto de una política cultural, sectaria e ideologizada, el Premio fue perdiendo calidad, polémicas sobre la politización de su jurado fueron arruinando su prestigio y grandes autores se han negado a presentar sus obras a concurso o las han retirado por los sesgos ideológicos de los jurados.

Pero allí queda para el recuerdo y la honra de las políticas culturales de la democracia, aquellas fotos en donde dos grandes de la literatura estrecharon sus manos firmando el acta de nacimiento de un premio literario que ha honrado la memoria de Gallegos y la obra de grandes escritores de ambos lados del Atlántico.

Aún resuenan las palabras del ganador de la primera edición del Rómulo  “(…) demostrándome desde que pisé esta ciudad tanto afecto, tanta cordialidad (…), Venezuela ha hecho de mí un abrumado deudor. La única manera como puedo pagar esa deuda es siendo, en la medida de mis fuerzas, más fiel, más leal, a esta vocación de escritor que nunca sospeché me depararía una satisfacción tan grande como la de hoy”. La deuda está muy bien saldada.

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