Política y antipolítica

Desde que, terminando el siglo XX, se produjo la crisis de credibilidad en la democracia, sus partidos y sus instituciones, la anti política nos persigue a los venezolanos como una tentación diabólica. Entendiendo por anti política la tendencia a optar electoralmente por candidatos que se apoyan en la idea, generalmente falsa, de que no vienen de la política ni quieren hacer de políticos profesionales sino acabar con ellos para poner orden, eliminar la corrupción o terminar con la injusticia.

En 1998 Venezuela se debatía entre una ex miss universo, Irene Sáez, y un ex golpista, el que ya murió. Ninguno de los dos había pertenecido jamás a un partido. Él había llegado a la política por vía de las armas. A sangre y fuego en un golpe de Estado. Matando. Ella, exhibiendo su figura por las pasarelas. En reinados de belleza. Seduciendo.

Claro, ella tenía dos ventajas. Una, que cuando se hizo candidata a la presidencia de la República ya había ejercido un cargo público de elección popular. Había sido exitosa alcaldesa de Chacao. Y, dos, antes había estudiado ciencias políticas en la UCV. Él, ni siquiera la presidencia de un centro de estudiantes. O de un condominio. Y, además, había sido un gris estudiante de su promoción militar.

Pero las mayorías venezolanas, con suficientes razones, estaban desencantadas con la dirigencia política de los partidos que habían construido la democracia y querían elegir a alguien que ni remotamente estuviese vinculado a ellos. Y el golpista y la miss eso representaban. Inmaculados. Libres de pecado original. Ni un partido, ni siquiera un comité de lucha por algo, estaba en su hoja de vida.

Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Lo sabemos ahora que han pasado veinte años de “Socialismo del siglo XXI”. Comprobamos que la población electoral de un país siempre puede tomar las peores opciones y que declararse en rebelión contra los partidos, y gritar a todo pulmón que “todos los políticos son iguales”, no nos libera de los políticos.

Porque todo aquel a quien elijamos para gobernar, todo el que se postule por un cargo de elección pública, es un político. Solo que es preferible que lo sea realmente. Es decir que se trate de alguien entrenado para ejercer responsabilidades públicas. Que haya hecho carrera y ejercido cargos diversos. Que haya sido alcalde, gobernador, diputado, ministro o concejal y luego sí opte a la primera magistratura. Que no sea un advenedizo.

De lo contrario los electores se pueden encontrar con sorpresas. Como la de los peruanos con ese outsider totalitario llamado Fujimori. Los ecuatorianos ante esa figura caricaturesca de nombre Bucaram. Y los venezolanos gracias al retorno al paleolítico que representó un teniente coronel de cuyo nombre no queremos acordarnos.

Pero no es fácil. Aunque ya sabemos que el teniente coronel condujo al país a un proceso de destrucción inenarrable, nos cuesta entender que la política tiene que ser ejercida como un servicio. Que no hay salvadores de la patria. Ni improvisados, ni preparados. Y que solo la existencia de proyectos sólidos y dirigentes políticos bien entrenados protejen a los pueblos y las naciones de procesos de destrucción como el que ha vivido Venezuela en manos de la élite político militar narcotraficante que la mal gobierna desde hace veinte años.

Sin embargo, una parte importante de la propia población que se opone al gobierno militarista rojo vuelve con frecuencia a la anti política. Sigue aferrada a la esperanza de que aparezca un salvador de la patria. Y, algunas veces con ensañamiento emocional, cae en las trampas que le tienden los laboratorios oficialistas desde las redes sociales y, más que hacer críticas necesarias, se dedica a despotricar, difamar y, en casos extremos, defenestrar a la dirigencia democrática. A Henrique Capriles, primero se le celebró y luego se le dejó caer. Igual ocurrió con Leopoldo López. Y ahora existen muchos interesados en desatar un proceso similar contra Juan Guaidó.

A veces somos inconsistentes. Como aquellos hinchas de fútbol que apoyan a su equipo cuando gana, pero abandonan la cancha antes del final cuando va perdiendo. Con la diferencia de que en política no hay un equipo que juegue por nosotros. Nosotros somos también el equipo. Y en esta ocasión, en el gran juego macabro que se produce en el país, tenemos todas las de perder porque el equipo al que nos oponemos, la tiranía cívico militar, no juega limpio: tiene el árbitro de su lado y en vez de balones usa armas de fuego, encarcela, persigue, tortura y asesina a sus adversarios. Y cuando puede los saca de la cancha. Los condenan al exilio.

En eso pienso ahora, acá en Bogotá, desde donde escribo, cuando reviso la declaración hecha por el poco más de veinte diputados venezolanos en el exilio reunidos esta semana en esta capital. Los diputados opositores de la resistencia democrática son todos activistas políticos que han corrido, y siguen corriendo, riesgos personales extremos. Que han sido golpeados y apaleados en pleno palacio federal legislativo, encarcelados y torturados como Juan Requesens, o que han debido optar por el exilio para, como ocurrió con Julio Borges y centenares de activistas más, impedir que Nicolás Maduro los lleve a la cárcel.

La reunión de los veinte diputados exiliados nos habla, por una parte, de la vergüenza histórica de un proyecto político que ha intentado desmantelar, sin lograrlo plenamente, nuestro parlamento y se sostienen solo por la fuerza de las armas y la represión. Y, de la otra, de la resistencia política de los demócratas venezolanos que tienen en sus representantes constitucionalmente electos a la Asamblea Nacional, la única autoridad legítima del país en estos tiempos oscuros. Algo que no debemos olvidar cuando la desesperanza nos acosa y la antipolítica ataca de nuevo.

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