Teodoro o la honestidad antidogma

Todo lo que se diga  y escriba sobre Teodoro Petkoff será siempre insuficiente para valorar y agradecer en su justa dimensión el significado político e intelectual de este hombre, que de alguna manera hizo de contrapeso ético durante los 40 años de existencia de la democracia y los 20 que han transcurrido de retorno al militarismo. 

Porque, sus seguidores siempre lo supimos, Teodoro era un venezolano excepcional. Reflexivo. Valiente. Combativo. Austero. Infinitamente honesto. Trabajador disciplinado. Lector denso. Pensador acucioso. Comprometido con el país y su destino hasta el final de sus días. Y, lo más importante, incansable defensor de la justicia social y, en sus últimos años, caballero andante de la libertad de expresión contra el acoso de ese ayatolá del autoritarismo mediático llamado Hugo Chávez.

Pero en este momento, cuando el fantasma del fanatismo recorre de nuevo el mundo, la enseñanza más importante de Teodoro fue  precisamente el haber sabido deshacerse a tiempo de la ideología extrema, el comunismo, por la que había optado muy joven en su búsqueda personal de la justicia y la equidad, y haberlo hecho sin nunca traicionar sus principios personales. 

Es decir, Teodoro fue un hombre que entendió que lo importante no era ser fiel a una doctrina de pensamiento, menos a un dogma, sino a unos principios personales. Y si las doctrinas dejaban de ser fieles a los principios, pues entonces había que deshacerse de  las doctrinas. Por eso cuando la URSS invadió Checoslovaquia, de la misma manera como Estados Unidos lo estaba haciendo en Vietnam, y cuando se hicieron más que evidentes las dimensiones del genocidio estalinista, Teodoro no dudó en cuestionar la barbarie comunista desde las entrañas mismas del monstruo y montar tienda aparte sin renegar de la búsqueda de una sociedad más justa. Pero democrática.

 O seguimos siendo comunistas, o seguimos siendo defensores de la justicia social y la libertad. Pero no podemos ser las dos cosas a la vez. Esa fue su conclusión. Y se fue del Partido Comunista a montar tienda aparte con el MAS que contribuyó a fundar y del que se marchó también cuando el movimiento, en sus inicios renovador de la política venezolana, se convirtió en un partido instrumental de maletín y chequera.  

Así se hizo un fiel y lúcido  demócrata hasta el final de sus días. Lo suyo no fue un simulacro que consistió en aprovecharse de las libertades democráticas para luego saltar sobre ella a devorarlas, como lo hicieron el acomodaticio José Vicente Rangel y tantos otros izquierdistas anacrónicos aferrados a los esquemas marxistas de los años sesenta del siglo XX, hoy en el poder.  La izquierda que en Proceso a la izquierda, su libro clave, denominó “borbónica”, porque “ni olvida, ni aprende”. 

Y ese es el otro rasgo clave del pensamiento Petkoff, el alerta contra toda forma del dogmatismo. Como bien lo había sentenciado Ludovico Silva en su Anti-manual para uso de marxistas, marxólogos y marxianos, el autor de Checoslovaquia, el socialismo como problema, otro de sus libros claves, sabía también a ciencia cierta que “si los loros fuesen marxistas, serían marxistas dogmáticos”. 

A diferencia de los dogmáticos, quienes leen los pensadores políticos que los inspiran como si se tratara de escrituras sagradas irrebatibles, la ética intelectual de Teodoro se sustentaba en dialogar libremente con los hechos, ser más fiel a la realidad que a las citas librescas, hacerse preguntas nuevas de modo recurrente y no tenerle miedo al cambio, la duda, el movimiento. Por eso Alonso Moleiro tituló el libro de entrevista que le hizo con una frase teodorista: “Solo los estúpidos no cambian de opinión”.

Desde que asumió que solo dentro de las libertades democráticas se podría conquistar de mejor manera la sociedad justa y equitativa, respetuosa de los derechos humanos y de la libertad, que fue su norte, no hizo otra cosa que actuar y reflexionar para preservarla. Por eso pasó los últimos años de su vida perseguido, enjuiciado, hostigado, agredido y vilipendiado por el militarismo rojo que nunca le perdonó el haberse convertido en el gran símbolo de la resistencia democrática. La entereza personal y la honestidad y lucidez intelectual que contrastaba con la vacuidad logorreica, la ramplonería de pensamiento y la vocación delictiva de la nueva cúpula en el poder.

Se va en el momento justo cuando dirigentes políticos como él, a un mismo tiempo hombres de acción y de pensamiento, hacen más falta que nunca. Cuando la confusión ideológica es mayor y la emocionalidad en la política ha sustituido la razón. Cuando los radicalismos son un éxito y la sensatez un defecto. Cuando gente que detesta el militarismo para Venezuela, celebra que el domingo pasado haya arribado al Brasil. 

Con Teodoro probablemente se cierra el ciclo de los grandes políticos venezolanos que fueron  hombres de acción, líderes con autoridad moral y al mismo tiempo maestros de pensamiento. La opacidad es, por ahora, nuestro destino.

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