El Aristóbulo que ya se había ido

Columna en formato 3D Book.

I. Fui presidente de la Fundación para las Artes y la Cultura (Fundarte) durante el período 1993-1996 cuando Aristóbulo Istúriz era el alcalde del municipio Libertador de Caracas. Valoro aquella experiencia como una de las responsabilidades públicas con mejores resultados y utilidad social entre todas las que he asumido.

Es prudente recordar que Aritstóbulo era para entonces un demócrata comprobado, un operador político practicante de un excelente trato a sus adversarios y una gran capacidad para trabajar en equipo con otras autoridades de la ciudad, incluyendo a la alcaldesa Sáez y al gobernador Aguiar, que no eran precisamente de su misma tendencia política.

Tenía el pedigrí democrático de haber sido militante de la juventud de AD y haber estado cerca, en el MEP, de Luis Beltrán Prieto Figueroa. Y aún siendo un alcalde  de las filas de La Causa R, apoyó con sinceridad, incluso le rindió un homenaje al final, a Ramón J. Velásquez cuando a nuestro gran historiador, en su condición de presidente provisional de Venezuela, le correspondió llevar a puerto seguro el barco herido de la democracia.

Durante esos tres años de gestión Istúriz  mostró una sólida comprensión del papel de las artes y la cultura como instrumento de desarrollo social. Defendía con pasión los presupuestos del área en la Cámara Municipal. No solo el de Fundarte, también los de la Orquesta Sinfónica Municipal, que entonces dirigía con éxito el maestro Carlo Riazuelo.

Fundarte tuvo en ese período, gracias a su apoyo, una junta directiva y un equipo de trabajo absolutamente pluralista en términos ideológicos, porque por entonces Istúriz respetaba el pensamiento de los demás. Era, además, tolerante y alegre.  

Fue una gran época de la gestión cultural de la ciudad. Trajimos a Umberto Eco, entre muchos otros intelectuales de peso, a dictar una conferencia en la Cátedra de Imágenes Urbanas. Renovamos la línea editorial. Hicimos grandes exposiciones itinerantes de fotografía comunitaria y de historia de la ciudad. Y desarrollamos un programa pionero de financiamiento directo de proyectos culturales a las comunidades organizadas en parroquias y barrios pobres de la ciudad.

Istúriz acompañaba a su equipo. Rendía el tiempo para asistir a los eventos. Lo recuerdo acompañándonos a recibir a los grandes cantantes —Yordano, Rubén Blades, Soledad Bravo, Trina Medina, Pete Conde Rodríguez— que presentábamos gratuitamente en la Plaza Caracas. O acercarse de improviso a una sala de teatro de barrio donde se escenificaba el ensayo general del montaje de un grupo local.

Lo respeté como funcionario comprometido y lo estimé como persona. Muchas veces lo acompañé en sus tareas de alcalde no necesariamente culturales. Hasta altas horas de la madrugada reuniéndose con vendedores informales en conflicto, dando apoyo a familias damnificadas por las lluvias, o en trabajo de relaciones institucionales en reuniones con Miraflores o la presidencia de PDVSA.

Puedo dar fe, en ese período, de su austeridad sin límites. Predicaba la honestidad en el servicio público con su ejemplo. Comenzó su gestión como alcalde viviendo en un modesto apartamento de la avenida Panteón y en el mismo apartamento siguió hasta el final. Pero hasta ahí llega mi cuento digno.

II. Aristóbulo pierde las elecciones de la Alcaldía frente a Antonio Ledezma, en 1996, y entra en un período, llamémosle así, de desconcierto político. Andrés Velásquez, el candidato de La Causa había sido derrotado en las elecciones presidenciales de 1983, con lo que se había perdió una gran oportunidad de hacer los cambios urgentes que la democracia y el país exigían. La Causa R se divide y nace Patria Para Todos, adonde en su ya incurable nomadismo partidista, va a dar Aristóbulo,

Surge Chávez como fenómeno electoral, primero, y como gobernante autoritario que retrotrae a Venezuela al militarismo, después. Y, a pesar de sus dudas iniciales, como la famosa declaración de que “Chávez se fumó una lumpia”, Istúriz termina convertido en una ficha reutilizable que el teniente coronel golpista maneja a su antojo.

Lo que vino después lo conocemos bien. Aristóbulo fue ministro de Educación varias veces, por tanto, autor y cómplice de la destrucción del sistema educativo y el empobrecimiento de los docentes venezolanos que el gobierno rojo emprendió junto a tantas otras destrucciones. Nunca se dio por enterado de las violaciones de derechos fundamentales y los crímenes de lesa humanidad del gobierno del que era miembro que tanto los Informes de la presidenta Bachelet, como de otras comisiones internacionales de Derechos Humanos, advirtieron con pruebas enjundiosas. Tampoco se percató de los abusos de poder y de las persecuciones contra la libertad de expresión y de creación que su viceministro de Cultura, y luego ministro, Francisco Sesto, emprendió contra artistas e instituciones culturales que no pensaran en rojo.

Se volvió un hombre sectario y amargo. Al menos era lo que transmitía en sus intervenciones públicas. Fue perdiendo paulatinamente los gestos amables que le caracterizaban en la era democrática. También el respeto por quienes no pensaran como la cúpula de civiles ultra izquierdistas y militares golpistas que nos gobiernan desde hace dos décadas.

Abandonó el PPT. Entró al PSUV, su quinta militancia. Por supuesto, dejó atrás a sus amigos de partidos democráticos.  Yo, personalmente, más nunca lo vi. Y en la medida en que la leyenda del yate atracado en Puerto LA Cruz y otras propiedades mal habidas comenzó a crecer, me cuidé de no volver a defenderlo públicamente, como había hecho en los primeros tiempos de su ejercicio de ministro creyendo que seguía siendo el mismo ser humano que habíamos conocido a comienzos de los años 1990.

Pero, obviamente, me equivocaba. Ya no era el mismo. Era otro ser. Había vivido una transformación no solo de partido también de posturas éticas. Porque hay proyectos políticos, pensemos en el estalinismo y en el nazi-fascismo, que tienen la capacidad de sacarnos a los humanos lo peor que —como bien nos explicaron Freud y Dostoievski—, todos llevamos dentro. También Shakespeare nos advirtió de las constantes antropológicas del poder sin límites y los procesos de soledad, deshumanización y autodestrucción moral que los regímenes tiránicos traen consigo a quienes los conducen.

Al Aristóbulo Istúriz que yo conocí le dije adiós hace muchos años. Quizás dieciocho, más o menos a un año de su entrada en el mundo oscuro del poder absoluto que significa ser gobernante en un aparato totalitario. En aquel momento no sabíamos aún el apocalipsis que nos aguardaba, pero igual hice mi duelo no solo por aquella amistad también por el dirigente perdido para la causa democrática.  

Al que murió esta semana que hoy concluye, lo desconocía. No sé quién es. Ni de qué material estaba hecho. Igual respeto el dolor de su familia y rechazo los actos despectivos de quienes se burlan de su muerte o hacen mofa de su color de piel. Quienes en esas prácticas incurren, además de racistas, son tan chavistas y despectivos con el milagro de la vida como Hugo Chávez cuando tras la muerte del Cardenal Castillo Lara declaró en cadena nacional: “Me alegra que haya muerto ese demonio vestido de sotana… ojalá se esté pudriendo en el infierno”. O cuando hizo lo mismo ante el deceso del presidente Pérez: “Yo no pateo perro muerto… no habrá luto nacional”.

Conservaré en mi memoria el buen hacer del primer Aristóbulo. El que se fue antes. Al otro, el que murió el miércoles, que lo celebre el oficialismo militarista.  Su responsabilidad en la tragedia que hoy vivimos recibirá el juicio de la historia, el periodismo y las ciencias sociales libres con sus instrumentos analíticos, sus metodologías y la cartilla de los derechos humanos violados de por medio.

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