Un tirano mutante devorando un país

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Daniel Ortega es, hoy en día, el déspota más déspota de América Latina. Lo que es bastante decir. Su crueldad infinita y fría, casi que imperturbable; su arbitrariedad patológica alimentada por su esposa ”copresidenta”, Rosario Murillo; junto a su tránsfuga historia política personal, inauguran un nuevo espécimen en la estrambótica galería de “monstruos” políticos de nuestra región: el tirano mutante.

Porque Ortega no pertenece a la saga de clásicos dictadores latinoamericanos –ya sean premodernos como Trujillo y Somoza; urbanos y de academia prusiana, como Pinochet o Galtieri; o guerrilleros marxistas vestidos de uniforme verde oliva, como Fidel Castro– que desde el primer día en el poder mostraron su vocación autoritaria.

Todos los anteriores, a quienes habría que añadir unas decenas de nombres más, fueron una tipología de tiranos que siempre estuvo del lado de la fuerza bruta. Entraron en escena por la puerta de la violencia, aplastando o impidiendo el surgimiento de la democracia. Y así se mantuvieron, inamovibles en sus credos, hasta que la muerte, un balazo, o una transición pactada, los separó del poder.

Ortega no. Ortega entró en la escena pública como parte de un movimiento político que alentaba esperanzas. Además de luchar contra una larga dictadura, se proponía –y en buena medida lo logró en un principio– crear un modelo de socialismo que no aplastara las libertades, convocara a elecciones libres, respetara la prensa independiente y garantizara la alternancia de poderes. Al punto que recién comenzando la etapa democrática, luego de la guerra con la “contra”, los sandinistas perdieron las elecciones presidenciales, y aunque dieron cuenta de su voracidad personal con la operación dolosa conocida como “La piñata”,  entregaron el poder.   

Explicable la gran solidaridad convocada por el Frente creado para derrocar a la dinastía Somoza. Una coalición internacional que logró reunir el apoyo de gobiernos tan diferentes como el de Olof Palme, en Suecia, Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, y Torrijos en Panamá. Por solo nombrar algunos. Fue una esperanza.

Pero de aquella esperanza hace mucho que ya  no queda nada. La sonrisa se convirtió en mueca. El enamoramiento inicial en desencanto trágico. Y el héroe libertario, luego presidente electo de su país, en figura criminal. Lo advirtió tempranamente Sergio Ramírez en su libro de memorias Adios muchachos en donde se despidió a tiempo del proceso –ya degradado– del que había formado parte e hizo de vicepresidente en su primer gobierno.   

El devenir político de Ortega ­y – el del sandinismo que quedó en sus manos– se ha desarrollado como una película en la que a mitad del relato los buenos se vuelven villanos. Los policías pulcros, como aquellos personajes que encarnan a Eliot Ness y su esquipo en Los intocables, terminan convertidos en infames delincuentes a imagen y semejanza de Al Capone. Y, además, se dedican a perseguir con saña implacable a sus antiguos compañeros de lucha contra el crimen que no quisieron mudarse de bando.

Ya la pareja Ortega-Murilo, a la usanza de los personajes de Shakespare poseídos por la maldad infinita que genera el hambre de poder sin límites, habían dado pruebas suficientes de estar dispuestos a llenarse las manos de sangre con tal de mantener a Nicaragua secuestrada  en sus solas manos.

A cargarse sin titubeos todo rastro de libertades democráticas y respeto de los derechos humanos. Y, a arremeter sin miramientos, contra cualquier institución o persona –las universidades, los partidos políticos, los sacerdotes de base y la jerarquía eclesiástica, las empresas de medios y los periodistas, los escritores y los artistas– que no acatara sus designios.

Pero lo ocurrido estas últimas semanas ha rebasado todo lo previsible. Ya era larga la lista de atrocidades –asesinatos masivos de jóvenes manifestantes, acoso y eliminación de partidos políticos y oenegés, encarcelamiento de pre candidatos presidenciales opositores, persecución y ensañamiento contra otrora figuras claves en la lucha contra la dictadura somocista– cuando apareció como noticia internacional el retiro de la nacionalidad de 222 presos de conciencia tras haber sido deportados de su país más el retiro, a continuación, de la misma nacionalidad a otras 94 personalidades. Y, como añadido delincuencial, la apropiación de todas sus propiedades por parte del aparato de gobierno.

El asombro internacional no cesa. Declaraciones de organismo de derechos humanos, manifiestos firmados por grandes figuras de las letras y el periodismo internacional, comparaciones con antecedentes escalofriantes del hecho como los emprendidos por Hitler y Pinochet, califican el acto como “una monstruosidad jurídica” y “una forma de barbarie” que viola convenciones internacionales sobre apatridia, por supuesto, flagrantemente, la Constitución nicaragüense.

Dos hechos, sin embargo, llaman poderosamente la atención. Primero, el silencio retumbante de los gobiernos de América Latina que con la excepción del presidente chileno Gabriel Boric, no se han manifestado frente al exabrupto. Y, segundo, la manera como esta escalada contra las libertades y la institucionalidad democrática –que tiene su punta de lanza en el triángulo Venezuela-Cuba-Nicaragua–, se ha ido convirtiendo, peligrosamente, en paisaje cuasi natural en la región latinoamericana aceptado de manera por demás cómplice por lideres y gobiernos que en sus países no han traspasado aún, de ese modo, la barrera de las libertades democráticas.

Mientras escribo esta nota leo en las redes una nota del escritor y editor colombiano Mario Jursich en las que nos recuerda lucidamente que la imagen central de la arriba citada Adiós muchachos es la de Saturno devorando a sus hijos, la extraordinaria por terrorífica imagen de Goya.  

Jursich se pregunta:”¿Tendrá que ser así forzosamente?(..)¿Qué el mural pintado por Goya en su quinta de Carabanchel se convierta en el cuadro postrero, en el paisaje final de las revoluciones?”. El destino de Sergio Ramírez, Gioconda Belli, Dora Téllez, entre tantos otros luchadores demócratas contra la dictaduras centroamericanas, parece confirmarlo.

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