La imagen de Sergey Andreev , el embajador ruso en Polonia, con los ojos cerrados como si estuviese llorando y el rostro absolutamente embadurnado de pintura roja, con la que abrió en primera plana, el martes pasado, El Tiempo de Bogotá, y otros diarios del mundo, será recordada, estoy casi seguro, como uno de los símbolos más contundentes del descontento, o la perturbación, mundial que ha generado la invasión genocida de Putin y su ejército a la República ucraniana. Algo muy parecido a lo que generó en los años 1960 el movimiento pacifista en contra de la invasión estadounidense a Vietnam.
El ministro de Exteriores polaco, Zbigniew Rau, calificó el incidente como “muy deplorable“, es lo que recoge la prensa. Y le ha recordado a los polacos que los diplomáticos gozan de una protección especial “sin importar las políticas buscadas por los gobiernos a los que representan”.
Pero ya era tarde. El incidente, extremadamente violento, ocurrió en un cementerio a donde el embajador ruso y su comitiva había acudido a celebrar el “Dia de la victoria” depositando flores en el cementerio de Varsovia, donde reposan los restos de solados del ejército soviético que hace exactamente 77 años, en la Segunda Guerra Mundial, lucharon para derrotar el ejército nazi.
Para entender lo que el lugar significa para los rusos hay que recordar que el cementerio-mausoleo de los soldados soviéticos ocupa 19 hectáreas de Varsovia y se estableció poco después del final de la Segunda Guerra Mundial para albergar los restos de más de 20.000 soldados del Ejército Rojo muertos entre 1944 y 1945.
Pero todo cambió. De ejercito libertario, el soviético, es visto ahora por una buena parte de los polacos como un ejército asesino y la rusofobia ha ido en aumento. Tal y como lo cuenta El Tiempo, frente a las representaciones diplomáticas de Varsovia y Cracovia, donde hay un consulado ruso, son cada vez más frecuente los grafitis contra la invasión de Ucrania, y las pancartas y carteles que representan a Vladimir Putin como un engendro o una clonación de Hitler.
El odio va in crescendo. Los manifestantes no solo bañaron de pintura al embajador Andreev sino que le arrebataron la corona de flores que iba a depositar en el Mausoleo y la pisotearon hasta hacerla trizas.
Las imágenes son muy fuertes. Primero, porque no se trata de azul cielo, ni de verde aguamarina, la pintura que le lanzaron a la cara al embajador es roja, recordando el origen comunista de Vladimir Putin que se entrenó en su capacidad de matarife como agente de la KGB.
Segundo, porque el baño de pintura roja es también un recuerdo del desangre que Putin y los suyos han perpetrado contra la población civil ucraniana. El rojo en el rostro de Andreev es a un mismo tiempo el del comunismo y el de la sangre de civiles derramada en Donetsk, Lugansk, Zaporiyia o Jersón.
Obviamente, la invasión de Rusia a Ucrania es un termómetro ideológico sin igual. Dime a quien apoyas y te diré quién eres. Mientras la guerra unifica a Occidente, y ahora hasta Finlandia y Suecia, tradicionalmente neutrales, quieren ingresar a la OTAN, los regímenes más anti occidentales y tiránicos de América Latina, como los dictadores de Venezuela, Nicaragua y Cuba, y los intelectuales hijos de Las venas abiertas de América Latina, por supuesto que le echan la culpa a Ucrania y a Volodímir Oleksándrovich Zelenski, por haber provocado a Putin tratando de acercarse a la OTAN. Pecado original.
Los que acusan a Ucrania de haber provocado la invasión –y en Venezuela hay varios opinadores asalariados que lo hacen– actúan como aquellos jueces de los pueblos atrasados del sur de Estados Unidos que en casos de violaciones tratan de demostrar que la niña violada usaba faldas muy cortas, se pintaba los labios con excesos y caminaba moviendo las caderas. ¿Cómo no la iban a violar?
Las cifras de personas asesinadas en Ucrania, de ucranianos que han tenido que emigrar a países como Polonia, de civiles –niños, mujeres, ancianos– masacrados por el efecto de las bombas, las mujeres violadas, los edificios patrimoniales destruidos, las ciudades derruidas, las amenazas de centrales nucleares a punto de estallar, el cinismo de Putin contando historias falsas sobre el número de sus tropas que ha perdido la vida, dan cuenta de una tradición expansionista, criminal, genocida, que no ha cesado en la secuencia zarismo, estalinismo y, ahora, putismo.
Hay dos guerras paralelas. La que curre con tanques, metrallas y misiles y la de la información. Mientras la OTAN, el presiente Zelenski y los voceros de los Estados Unidos sostienen que 1.230 de soldados ucranianos han muerto y 24.700 rusos han sido eliminados, los voceros de Putin aseguran que solo de su lado han muerto 1.352, pero de los ucranianos ya se fueron al más allá 14.000. Las cifras son estrepitosamente confusas.
Es parte del nuevo ecosistema de un mundo donde ya la prensa creíble no existe. Donde las redes sociales como un ágora enloquecida presentan escenarios absolutamente incongruentes. Pero todavía quedan imágenes contundentes. El rostro en primera plana del embajador de la Federación rusa en Polonia es, con la modestia del caso, el equivalente al Guernica de Picasso. Tal vez el autor del action painting no sea un artista plástico.
Quizás no sea un creador del tamaño de Jackson Pollock. Pero ese retrato de Sergey Andreev, con el rostro manchado de sangre, mientras hipócritamente deposita flores a los soldados rusos muertos en la Segunda Guerra Mundial, en el cementerio de Varsovia, en el 77 aniversario de aquel conflicto militar internacional, es políticamente incorrecto pero también es una poética de la defensa de la paz, los derechos humanos y la convivencia pacífica que este alucinado llamado Vladimir Putin viola flagrantemente. El arte es una liberación, incluso cuando ocurre sin nombrarlo.