La estrategia Guaidó ha desilusionado a muchos que vieron en su emergencia una salida rápida. Ya fuese por el camino de la invasión militar de los aliados extranjeros, ya por una presión popular incontenible, Maduro y su cúpula militar –era la esperanza– caerían muy pronto. Pero, en apariencia, nada ocurrió.
Muchos creen que le ha faltado fuerza. Que como la democracia ya no existe y el gobierno agonizante se mantiene con vida, no por un mandato electoral sino por la respiración artificial que le dan las Fuerza Armada Nacional convertidas en guardia pretoriana, lo único que se debe hacer para restituir el orden democrático es enfrentar y derrotar militarmente a esa fuerza para así convocar de inmediato a elecciones.
Las dos premisas iniciales son absolutamente objetivas. Hechos incontestables. Pero la conclusión es solo un deseo. Una aspiración. Una tesis mil veces repetida que hasta ahora no ha pasado de ser solo un gran deseo.
Entre otras razones porque a pesar de que muchos dirigentes políticos, analistas y tuiteros han insistido en los últimos años de chavismo en la frase “esa gente solo sale del poder a tiros”, que se sepa nunca ha existido, en ninguna de las tendencias del abanico político democrático venezolano, la intención de organizar una milicia, un ejército popular o una guerrilla insurgente, decidida a enfrentar a la guardia pretoriana y a los ejércitos irregulares –los colectivos paramilitares, las células de Hezbolá, y las guerrillas del ELN y la disidencia FARC– que la refuerzan. La oposición democrática ha insistido en la salida electoral.
Los únicos proyectos verdaderamente armados para acabar con la pesadilla roja han sido intentos de golpes de Estado proveniente de sectores de la misma Fuerza Armada. Pero ninguna de esas asonadas ha sido exitosa. Entre otras razones, porque el nivel de control e infiltración logrado por el esquema de inteligencia y espionaje del G2 cubano, que vigila cuerpo a cuerpo a la oficialidad castrense, hace prácticamente imposible cualquier levantamiento triunfante contra el régimen.
Los otros intentos fueron los de convocar a rebelión popular, amparándose en el artículo 350 de la Constitución. Pero tanto “la salida”, convocada en 2015, y el levantamiento popular que duró casi tres meses en 2017, salvo piedras, ladrillos, y las barricadas conocidas como “guarimbas”, nunca tuvieron armas de fuego. Y terminaron en un dramático historial de asesinatos –un poco más de trescientos jóvenes perdieron la vida abaleados por los pistoleros del régimen – presos, heridos y torturados nunca antes vistos en la historia contemporánea de Venezuela.
La invasión militar de fuerzas aliadas extrajeras tampoco ocurrió. El apoyo de Rusia, Irán y Turquía, más los grupos armados irregulares del terrorismo internacional instalados en Venezuela, surten su efecto y los cálculos en muertes que deben poner los ejércitos que hipotéticamente se arman para restituir la democracia serían tan numerosas como los de la invasión de Estados Unidos a Irak o a Afganistán.
Venezuela es en lo esencial una nación secuestrada. La actividad política opositora ha sido sistemáticamente minada por vía de la represión. Incluidos el exilio, la prisión, la tortura y el asesinato. Y la ciudadanía común por vía de la lucha diaria para sobrevivir, la falta de electricidad y las largas colas para adquirir alimentos y gasolina.
Por eso la iniciativa constitucional de nombrar un gobierno interino para impulsar la transición hacia la democracia fue una jugada genial. Enero de 2019 significó un renacer de la esperanza. Tener un gobierno paralelo que, aunque no tuviese el poder real, fuese reconocido por las más importantes naciones y gobiernos democráticos de Occidente, y a través de un cerco diplomático y un sistema de sanciones aplicadas por Estados Unidos y la Unión Europea, pudiese producir un efecto de asfixia sobre el régimen, le devolvió el aliento a la ciudadanía democrática.
En un país que se ha acostumbrado a la idea de tener salvadores de la patria, Juan Guaidó, casi que de la nada, se convirtió en un nuevo héroe popular. Pero igual, al pasar de los meses y ante el hecho evidente de que Maduro no terminaba de caer, ni Estados Unidos y sus aliados ejecutaban la invasión por muchos esperada, entonces también sobre Guaidó comenzaron a caer los rayos implacables de la crítica, la desconfianza y el descreimiento.
Ahora el juego pareciera estar otra vez trancado. La estrategia liderada por Guaidó suscita en la población adversa al régimen, la mayoría nacional, sentimientos encontrados. De una parte están los muy impacientes, quienes piensan que de nuevo todo se perdió y que la jugada ha sido un recurso inútil e ilusorio, en tanto que es una presidencia sin poder real y no conduce a lo fundamental: la caída de Maduro y del régimen rojo.
Y de la otra, quienes creemos que el plan aún no ha fracasado. Que la estrategia está en marcha. Que no había salida rápida. Que la presión internacional ha surtido efecto debilitando el régimen y sus apoyos internacionales. Que el número de países aliados, ahora con Bolivia, Haití y República Dominicana, ha crecido. Y las sanciones comienzan a horadar la moral de la cúpula gobernante y sus familias.
Por ser Venezuela una nación secuestrada por las fuerzas armadas y por no tener al servicio de la resistencia democrática un poder de fuego que pueda liberarnos del secuestro, el cerco diplomático y tener un gobierno paralelo con apoyo de las más importantes democracias de Occidente es la única posibilidad de debilitar a los secuestradores y mantener con vida una resistencia política que, ya lo dijimos, el gobierno rojo ha venido exterminando sistemáticamente.
La estrategia Guaidó no representa –aún no– una amenaza definitiva al régimen, pero sí la única resistencia hasta ahora posible. Es como si en el cautiverio donde se hallan confinadas las víctimas hubiese una ventana desde donde los rehenes pueden enviar señales de auxilio y hacerse escuchar. No es poca cosa mantener viva la lucha que el poder desea ver definitivamente muerta.