El jueves 21, el día del Paro Nacional, en Bogotá, hubo dos Colombias. Paralelas. Una, mayoritaria, que salió a la calle a protestar con el rostro descubierto, de manera pacífica, incluso festiva. Sin ser reprimida, ni siquiera refrenada en momento alguno, por las fuerzas del orden público. Y al final, a eso de las dos de la tarde, se reunía triunfante, desbordando la Plaza de Bolívar, en una congregación multitudinaria.
Y, otra Colombia, minoritaria, que desde tempranas horas de la mañana salió a la calle, también a protestar, pero con el rostro oculto bajo capuchas y pasamontañas, con el claro propósito de generar disturbios, propiciar violencia y crear caos, que al final lograron empañar la que sin duda había sido una jornada cívica de protesta ejemplar.
La marcha pacífica mostró una gran coordinación. Pero los actos de violencia estuvieron igual sincronizados. Nada al azar. A las siete de la mañana, cuando la pacífica aún no había cobrado calle, estallaron los primeros brotes en una población llamada Suba.
A media mañana, un piquete de encapuchados salido de la Universidad Nacional tomaba alevosamente una vía no acordada entre organizadores de la marcha y el gobierno. Violando los acuerdos querían llegar a toda costa al Aeropuerto El Dorado, y como fueron contenidos por la policía, dieron inicio a la destrucción de estaciones de Trasmilenio –la columna vertebral del transporte público bogotano- y comenzaron las lluvias de bombas molotov, obviamente preparadas con antelación, contra la fuerza pública.
A medida que la tarde avanzaba, las pantallas de televisión eran saturadas por los violentos. La manifestación pacífica se esfumaba. Al final de la tarde la operación destructiva era indetenible. En los barrios populares comenzaron los saqueos. La Plaza de Bolívar también se hizo escenario de la tromba. Edificios patrimoniales, incluyendo la recién inaugurada Cinemateca distrital, mas grandes y pequeños negocios de la séptima avenida fueron también vandalizados.
Ahora queda claro que la estrategia central de los organizadores de la violencia – porque es obvio que, al menos la inicial, fue milimétricamente organizada- era dejar la ciudad paralizada. En apenas cinco horas de actuación coreográfica, las células violentas, entrenadas en una eficiente ingeniería del motín, con avanzadas técnicas para hacer trizas vidrios de seguridad con solo el toque de una especie de bujía, quizás láser, lograron literalmente destruir la mitad de estaciones del Transmilenio. Al final del día del total de 138 estaciones 68 habían sido descuartizadas. Y al mediodía siguiente ya 79 autobuses estaban ardiendo.
Llegada la noche del 21, el país democrático, especialmente quienes habían manifestado pacíficamente, contemplaba impotente a los violentos destruyéndolo todo a su paso, incluso, como ocurrió en Cali, intentando atacar urbanizaciones privadas.
A eso de las 8 de la noche, cuando el espíritu cívico colectivo estaba a punto de decaer ante la vorágine destructiva, casi de manera espontanea, por todos los costados de la ciudad, comenzó a producirse esa modalidad de protesta que en Venezuela ya es una tradición nacional anti chavista: un “cacerolazo”. Al que se incorporaron todas las barriadas de la ciudad, sin distingo de clase social ni ubicación geográfica.
Entonces la noche tuvo final feliz. El civismo había triunfado, o por lo menos hecho acallar, sobre los violentos. La sociedad democrática había retomado la protesta pacífica haciéndose escuchar.
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Pero al día siguiente, el 22, el ambiente era dual. Al mismo tiempo que se celebraba lo que los analistas consideran la más grande manifestación de masas que se recuerde en Colombia, el inventario de daños, era también descomunal. Y la violencia continuaba. Como en una guerra cuidadosamente planificada en el territorio urbano. Sin que las policías pudiesen contenerlas. Esperanza y perplejidad tomadas de la mano.
El viernes amaneció otro país. Quedó claro para la élite gobernante y para la clase política –ellos sabrán si lo atienden o no- que Colombia vive sobre un barril de pólvora. Sobre una profunda insatisfacción que desde ya debe ser respondida con nuevas maneras de gobernar, oficiar la actividad política, y responder los reclamos populares.
Pero también, que hay una ultra izquierda organizada –cuyos modos de actuar conocemos bien los venezolanos-, con una gran capacidad de destrucción que, no debe quedar duda alguna, llevan el sello evidente del chavismo, el sandinismo de Ortega, el comunismo cubano y el llamado Foro de Sao Paulo, organización que bien sabemos ha concebido técnicas urbanas de subversión en motines, como las efectivamente aplicadas, con similar eficiencia, en el Metro de Santiago de Chile.
A esto hay que agregarle la existencia en Colombia de modalidades de delincuencia organizada, bolsones de masas urbanas empobrecidas y discriminadas socialmente que se convierten en turbas de delincuencia común que en esta situación de motín masivo han disfrutado un espacio inestimable para también actuar. Dispuestas a todo.
Sin olvidar que el gobierno de Maduro encuentra en la democracia colombiana en general, y en el gobierno de Duque en particular, con quien desarrolla un conflicto de baja intensidad, un enemigo principal al que necesita desestabilizar orgánicamente. Y, obviamente, no va a desperdiciar ninguna oportunidad.
Ni, debo dejar de incluirlo –porque muchos en la calles lo sostienen, y hasta el senador Roy Barreras, una de las voces más mediáticas de la política colombiana también-, hay formas de terrorismo de Estado que podrían estar complicando la situación.
Así que mi hipótesis personal, basándome en los estudios que hicimos sobre El Caracazo, cuando aún no existía el Foro de Sao Paulo –publicado en La violencia en Venezuela, editado en Caracas, por Monte Ávila, en 1992–, es que la violencia generada desde el Paro del 21 en Bogotá –ojo: la violencia no la protesta y el descontento- tiene su punto de partida en un delicado Plan elaborado seguramente por fuerzas política locales, inspirados en los métodos del Foro de Sao Paulo, sin excluir su presencia directa a través de actores extranjeros.
Y que este diseño centrado, como en Santiago de Chile, en el sistema de transporte masivo, para perturbar la paz de la ciudad, cobró su propia fuerzas huracanadas con la entrada de actores no articulado al plan de violencia original pero si previstos gracias a los mecanismos de contagio sicológico que, desde los tiempos de Masa y Poder de Canetti fueron descritos como comportamiento de las multitudes que convierten la impotencia individual en omnipotencia colectiva. En turba vengadora.
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La situación colombiana, y en general de América Latina, es altamente delicada. El gran descontento y la protesta social deberían conducir a promover las reformas políticas necesarias para construir sociedades menos desiguales, más productivas y democráticas.
Pero el descontento mal llevado, lo sabemos bien los venezolanos y los nicaragüenses, puede propiciar la emergencia de un estado de caos y de líderes populistas y autoritarios que, inspirados en la retórica igualitarista y justiciera heredada del comunismo cubano y la mitología guerrillera, generen formas de subversión y caos, de destrucción del aparato productivo privado, que terminen haciendo que la democracia desaparezca.
Es necesario subrayar que el quiebre de las democracias hoy en día ya no se produce a través de golpes militares y otras usurpaciones por medios violentos. Como lo han advertido claramente Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias. En la actualidad el retroceso democrático comienza en las urnas. Las democracias pueden fracasar ya no necesariamente en manos de generales “sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros, que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder”.
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Lo de Colombia estos días es una montaña rusa. Lo que hoy sábado 21 por la noche, mientras escribo estas notas, muestran City tv y Capital los canales metropolitanos que transmiten desde el jueves los hechos, se parece más a un carnaval que una protesta. A las 9 de la noche, la gente, desde ancianos hasta niños muy pequeños, cacerolean, cantan, bailan, se disfrazan, beben cervezas, en las mismas calles, plazas y avenidas saturadas ayer de adoquines y gases lacrimógenos. Igual mantienen la protestas.
Para los venezolanos resulta incomprensible que cada quien dice estar allí por una causa distinta: unos piden que cese la caza de ballenas y tiburones, otros educación pública gratuita de calidad, algunos la renuncia de Duque, otros los derechos LGTB: la condena a la matanza de lideres sociales, la reducción de las pensiones que discute el parlamento y otros, exóticos ellos, que se aumenten los gramos de marihuana que se pueden llevar libremente.
Las redes hacen de las suyas. En Cali crearon pánico anunciando que los pobres de Agua Blanca ya estaban a punto de entrar al Valle de Lili uno de los barrios opulentos de la capital del Valle. “Anoche en Cali todo nos hicimos paramilitares defendiendo nuestras casas”, me dice una poeta venezolana no uribista que reside en la ciudad.
En Bogotá, algunos, hacen culpables del vandalismo a los venezolanos: “Si Pablo Escobar estuviese vivo ofrecería un millón de pesos por cada cabeza de un veneco”, sentencia un tuit. Y muchos venezolanos están en pánico creyendo que turbas chavistas podrían llegar a buscarlos mañana en la noche.
La conocida periodista de derecha Salud Hernández, ahora en Semana, en una columna titulada “Petro se salió con la suya”, afirma que con la ola de violencia en Colombia Humana “están decidido a conquistar en la calle lo que les negaron en la urnas”. Obviamente refiriéndose a la derrota sufrida por la organización en las recientes elecciones regionales.
Mientras que amigos cercanos, en privado, y el senador Roy Barreras, sostienen exactamente lo opuesto: que todo es obra de Uribe, Duque y el Centro Democrático que han “inducido el vandalismo para deslegitimar la propuesta pacífica”. Según ellos, los violentos serían uribistas a sueldo.
Si Erasmo de Rotterdam estuviese por estos días, de visita, mirando Bogotá desde las altas torres de La Macarena, en su cara se dibujaría una sonrisa cómplice pensando en mandarle un correo a su amigo Tomás Moro.