Una coincidencia. De esos cruces del azar que a algunos les gusta llamar “sincronías”. Jueves 17 de agosto. Por la mañana me entero, un día después, de la masacre que las fuerzas de seguridad del gobierno venezolano han ejecutado en Puerto Ayacucho. 37 presos comunes asesinados. Al mediodía, en la biblioteca donde suelo ir a trabajar, termino de leer Patria, la novela de Fernando Aramburu. Y, unas horas después, ya en casa, contemplo estupefacto las imágenes de los ataques terroristas ocurridos en Cataluña. Imposible no establecer una conexión entre los 3 hechos.
Patria es un extenso texto de casi 700 páginas que indaga en las implicaciones de la actividad terrorista de ETA a través de la cotidianidad de dos familias en una pequeña población del País Vasco. Familias que se quieren, se frecuentan y los niños crecen juntos hasta que un miembro de una de las dos se convierte en activista de ETA. Es decir, en terrorista. Luego ocurren cosas que dejan a ambas familias adoloridas y rotas para siempre.
Desde las primeras páginas comencé a establecer similitudes con Venezuela. Somos también un pueblo que ha visto cómo familias, amistades, hermandades se rompen y se fragmentan por el empecinamiento de un pensamiento fanático que auspicia el odio ideológico y métodos de acción que nada o poco tienen que ver con la democracia. Un colectivo también víctima de una banda de fanáticos que se siente con derecho de perseguir, intimidar, incluso asesinar, en nombre de una causa política supuestamente libertaria.
Pero Patria también tiene que ver con el horror de Las Ramblas. Los chicos de Ripoll que cometieron el atentado son tan fanáticos y pervertidos éticamente como los etarras de la novela. Solo que los primeros matan por fanatismo religioso y los segundos por exacerbación nacionalista. Los de ETA prefieren hacerlo con bombas y disparos, mientras los de ISIS se sienten más a gusto atropellando con vehículos.
Y, al final, la asociación entre la novela Patria, el atentado de Las Ramblas y la matanza de Puerto Ayacucho también es obvia. Primero, porque no hay diferencia alguna entre atropellar con un vehículo a una multitud indefensa o entrar fusiles en mano en una cárcel y darle muerte a casi cuarenta personas desarmadas. El primero es un acto de terrorismo civil. El segundo de terrorismo de Estado.
Pero donde los tres responsables de los hechos –ETA, ISIS y el gobierno chavista devenido en madurista– se articulan plenamente en su apoyo mutuo. Todos sabemos que, cuando ya todo el mundo había entendido que ETA no era un proyecto político sino una banda criminal, o mejor, un proyecto político criminal, el gobierno de Chávez le daba tanto apoyo que hasta fue invitado oficial al Foro Social Mundial realizado en Caracas en el año 2006. Recuerdo una tarde en el centro de la ciudad, donde uno de ellos daba un mitin y gritaba “¡gora Euskadi askatuta!”, los presentes, la mayoría miembros de la izquierda Rayban, aplaudían enternecidos.
También hay noticias de las conexiones del chavomadurismo con el terrorismo. No podemos olvidar los paseítos personales de Chávez con Saddam Hussein, ni el apoyo público de Maduro al régimen de Gadafi, ni la leyenda urbana que vincula a El Aissami con ISIS y Al Qaeda. Tanto que en declaraciones recientes, Mike Pompeo, el director de la CIA, un tipo de funcionario que nunca es inocente ni desinformado, afirmó que “la presencia en Venezuela de cubanos, rusos, iraníes y el Hezbollah es un gran riesgo para la seguridad de Estados Unidos”.
Al final el pensamiento fanático tiene un sustento común. Es una reducción del mundo a esquemas morales simplistas. Una suspensión del libre albedrío. Eliminación de la complejidad de lo real para llevarlo a ideas elementales. Maniqueas. A un blanco y negro que justifique el odio a los diferentes. Y su asesinato. Ya sea el de un modesto vecino de un pueblo vasco, el de un grupo de turistas en Cataluña o el de casi cuarenta presos comunes. La línea roja del fanatismo siempre conduce a la barbarie.