La decisión de no perder elecciones

Mientras escucho hablar a Sergio Ramírez, en el lobby de un hotel en Bogotá, pienso que los demócratas nicaragüenses y los venezolanos padecen modelos políticos autoritarios, picarescos y ambiguos. Impúdicamente crueles e implacables. Pero cuidadosos al momento de ocultar sus vísceras delictivas.

A Ramírez, además de su obra literaria, le confiere una gran credibilidad haber sido actor clave en la derrota de la dictadura somocista, vicepresidente de su país y haberse hecho luego disidente, crítico severo y perseguido político de quienes algunas vez fueron sus compañeros de esperanza. Y en el presente motivo de vergüenza y desilusión.

El hombre que habla escribió Adiós muchachos, una autobiografía de la “revolución” sandinista de la que participó. Allí escribió su credo político personal y un mapa de alertas sobre los extravíos y la perversiones que el uso amoral y ambicioso del poder generan aún en medio de las causas más nobles.

Apareció en 1999, el mismo año cuando comenzó el gobierno de Hugo Chávez. Describía con precisión los atajos por los cuales un proyecto político de cambio libertario puede degenerar en una anacronía reaccionaria.

Pero, dicen, no se aprende con escapulario ajeno. Así que, sin que nadie lograra impedirlo, el chavismo transitó caminos, menos épicos, pero de infortunio similares al sandinismo. Un entusiasmo de masas terminó en tragedia humanitaria.

II

En las páginas finales de Adiós muchachos, Sergio Ramírez concluye que el sandinismo no hizo la revolución socialista prometida, pero en cambio –lo que no estaba en los planes– llevó la democracia a Nicaragua.

Mientras lo entrevisto, le pregunto si diecinueve años después podría sostener esa afirmación. Sin titubear, responde que no. Que el sandinismo original, explica, le endosó la democracia a su país. Pero que el otro sandinismo, el que se quedó como franquicia propiedad de Ortega, unos años después se la quitó.

¿Y cómo lo hizo? A través de una operación de alta cirugía electoral. Después de aceptar a regañadientes ir a elecciones, Ortega perdió tres veces consecutiva las presidenciales. Con Violeta Chamorro, primero; Arnoldo Alemán, sobreviviente del somocismo, después, y; Enrique Bolaños, la última vez. Fue en esa elección cuando Ortega se percató de que su votación se había estancado y que jamás superaría el 35% histórico.

Entonces tomó la decisión de más nunca permitirse perder una elección. Para lograrlo se propuso reformar la Constitución. La meta era legalizar que las elecciones se podían ganar en primera vuelta con solo 30% de los votos. Luego, reelegirse indefinidamente.

Lo logró asociándose con Alemán, un corrupto de siete suelas cuyo destino era la cárcel. Alemán tenía en el Parlamento los votos necesarios para aprobar la reforma. Ortega controlaba el Tribunal Supremo. El matrimonio que prometía. La reforma fue aprobada. Alemán no fue a la cárcel. Ortega sí a la Presidencia. Para nunca más abandonarla. Un gánster llamado hizo el resto. Puso el Consejo Electoral al servicio de Ortega, quien hoy lleva más años en la Presidencia de la República que Tachito, el último dictador de los Somoza.

III

Ortega no aprendió del chavismo. Ocurrió al revés, Maduro aprendió de Ortega. Chávez sabía y podía ganar elecciones. Tenía carisma y petróleo caro. Actuaba con ventajismo, pero se medía contándose. La oposición se hizo fuerte participando en elecciones. Pasó de minoría precaria a mayoría electoral absoluta. Le ganó a Chávez el 2-D y la derrota oficialista en las legislativas de 2015 hay que cargarla también a su cuenta.

En ese momento fue cuando Maduro decidió lo mismo que Ortega: “No nos podemos permitir perder una elección más”. Y actuó en consecuencia. Desconoció el resultado de 2015. Sustituyó el Parlamento y al árbitro electoral por el Tribunal Supremo. Y convocó unas elecciones espurias en las que la unidad democrática ha decidido no participar.

La unidad democrática no se abstiene, como equívocamente lo hizo en 2005. Se niega a aceptar una convocatoria inconstitucional. Sin el carisma de Chávez y el petróleo barato, la vía electoral se cerró. Como en Nicaragua. Ya encontraremos otra. A menos que los rojos vuelvan a la legalidad electoral.

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