El Club de los Electores Muertos

Un “elector muerto” es el que sabe de antemano que su voto no cambia nada y, sin embargo, se empeña en ejercerlo. Foto cortesía.


Luego de haber intentado, hasta el agotamiento, convencer a los venezolanos de que era posible ganarle limpiamente a Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales de 2018; de haber manoseado sin descanso el argumento, en apariencia inconsistente pero poderosamente autohipnótico, de que si todos los opositores salíamos a votar, el chavismo sería, no derrotado, sino aplastado; y, de haber acusado de “abstencionistas tarifados” a quienes se negaron a aceptar unas elecciones a todas luces inconstitucionales; Henry Falcón, con menos del veinte por ciento de los votos escrutados a su favor, apareció la noche del 20 de mayo ante la opinión pública denunciando –como quien descubre de improviso la redondez de la Tierra– que había sido víctima de un fraude electoral. Anunció 120 mil denuncias de irregularidades documentadas y 90 mil testigos a quienes  les impidieron actuar en las mesas.

El entonces candidato presidencial descubrió el engaño entre las 5 de a tarde y las nueve de la noche. Después de que el CNE había cerrado las mesas de votación y minutos antes de que cantara los resultados electorales que toda cabeza medianamente sensata había previsto.

¿Por qué no antes? Porque a Falcón y su equipo cercano le habían resultado poco sólidos los argumentos de los países –sesenta en total, todos gobiernos democráticos, todas economías libres– que desde mucho antes habían alertado la estafa, y anunciado que no reconocerían al gobierno que resultara electo, simple y llanamente porque esas no eran unas elecciones de verdad. Ni democráticas, ni confiables. Sino una farsa y simulacro.

Falcón, y lo que se conoce como “el progresismo”, lo sabemos bien todos, había preferido ponerse del lado de ese clan de los “chicos malos” del planeta, las potencias reunidas en torno al bloque conocido como Eurasia –Rusia, Irán y China– que, a contracorriente del mundo occidental, están dispuestas a reconocer todo lo que el chavismo invente, así sean billetes de setenta y tres dólares, con tal de mantener una punta de playa y un aliado que cuide sus interes en pleno corazón de América.

Es decir, en un acto paradójico y una ética con pies de barro, los “eleccionistas”, para distinguirlos de los “anti eleccionistas” –que es muy distinto a ser “abstencionistas” – se negaron a escuchar a países que hacen elecciones, creen en la alternancia de gobierno y donde nadie cuestiona los resultados de su árbitro electoral. Alemania, Canadá, o Costa Rica, por citar solo tres ejemplos diversos.

Pero, en cambio, apoyaron las posturas de otros en donde no hay alternancia, como China, en la que desde 1949 gobierna solo el Partido Comunista; Rusia, donde se hacen elecciones pero todos saben que es un sistema electoral amañado y Putin se prepara para cumplir veinte años de gobiernos; o Irán, donde todavía, como en Europa medieval, no se ha producido la separación entre religión y política. Un país donde los ayatolas igual conducen rezos a Mahoma, dirigen el consejo de ministros u ordenan la tortura de opositores.

Dos años y casi dos meses después de aquel día cuando la democracia venezolana terminó de hacer aguas, Venezuela tiene dos gobiernos. Uno, controlado por los militares y apoyado por los colectivos paramilitares y aviones Sukhoi rusos, reconocido como legítimo por Eurasia, Nicaragua y Cuba. Y otro, con embajadas aceptadas por las democracias occidentales.  Pero igual Maduro sigue en el poder.

¿Qué significa esto? De una parte, que los “eleccionistas” de 2018 no lograron derrotar al tiranuelo, sino que más bien le agregaron unas décimas a la credibilidad cero que suscitaban sus elecciones-farsa. Y de la otra, que los “anti eleccionistas”, quienes apoyamos la estrategia-mantra que terminaba en elecciones libres, liderados por Juan Guaidó, en alianza con EEUU, la Unión Europea y el Grupo de Lima, tampoco hemos logrado la meta de ponerle fin a la barbarie.

Con una diferencia. A los “eleccionistas” no les quedó nada, salvo la amargura de haber sido estafados y quizás dos puestos sin ventaja en el nuevo CNE, otra vez espurio. En cambio la estrategia Guaidó –sin desconocer los errores cometidos por el liderazgo en su conducción– logró reavivar por un tiempo prudente una resistencia opositora que estaba desaparecida, retomar la calle, y constituir un gobierno que ya no es solo simbólico, al que Estados Unidos le ha entregado el manejo de la petrolera Citgo, Colombia el de la petroquímica Monómeros y, ahora, el Reino Unido las reservas en oro de la nación. Grandes mordiscos en los glúteos del régimen que si no existiese el gobierno de Guaidó hubieses sido imposibles de accionar.

Pero ahora, mediados del 2020, volvemos otra vez al mismo guion que –aparte de las armas de las FAN, las guerrillas colombianas y los rusos– ha mantenido en el poder al chavismo: convocar a elecciones espurias, a través de un CNE no electo por los canales constitucionales; luego de una intervención judicial de los partidos políticos; con casi setecientos presos políticos; una parte importante de la dirigencia democrática  en el exilio; sin llamados a la observación internacional y, como guinda; con el gobierno modificando el patrón electoral y los sistemas de representación establecidos en la Ley.

Y otra vez, como el guion es el mismo, vuelve la misma ingenuidad, o los mismos arreglos tras bastidores –ya no sabemos qué pensar–, a darle oxígeno a un cadáver insepulto que, sin embargo, respira ayudado.

Es lo que me gusta llamar el CEM, el Club  de los Electores Muertos, un grupo de venezolanos, algunos de buena fe, otros asalariados; unos ansiosos de cambio, otros de poder; que no son capaces de entender el sentido profundo de aquella conseja popular que afirma que una mujer no puede estar “medio embarazada” por las mismas razones que no puede haber elecciones “medio democráticas”, ni se puede jugar al póker con un contrincante que tiene las cartas marcadas, a ver “si se le medio gana”.

No hablo de aquel al que un vivo resucita usando su cédula para votar en su nombre. No. Para mí un “elector muerto” es el que sabe de antemano que su voto no cambia nada y, sin embargo, se empeña en ejercerlo. El  Club de los Electores Muertos ataca de nuevo, ya aparecerá, el 6 de diciembre por la noche,  el gerente de turno anunciando un nuevo fraude del CNE de Maduro.

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