Para los venezolanos de la resistencia democrática, el dilema hamletiano de “ser o no ser” no se resume en votar –o no hacerlo– en las elecciones legislativas ofrecidas por el régimen para el cercano diciembre. Porque participar o no en el acto electoral convocado por el CNE de Maduro es, para decirlo con otro lugar común, solo la punta del iceberg. Lo urgente, no lo decisivo. Lo evidente, no lo esencial.
Ahora, en el año 2020, vigésimo primero del continuismo chavista y sexto de la dictadura Maduro, sabemos que los rojos –como Enver Hoxha en Albania en su momento, o como el castrismo en Cuba, todavía hoy–, están dispuestos a todo, incluso a la represión más feroz, al aislamiento mundial y el empobrecimiento colectivo acelerado, con tal de preservar por las armas el poder que por los votos ya perdieron. Hay que ser ingenuos, u onanistas, para no verlo.
Ya no hay engaño posible. Las cartas de los rojos fueron puestas sobre la mesa sin pudor alguno: la Asamblea Nacional legítimamente electa fue allanada en sus competencias; los setecientos presos políticos inventariados por el Foro Penal están allí, arrumados, en infames calabozos, condenados al olvido; los miles de exiliados que huyeron de la persecución política aguardan en el extranjero por una amnistía que nunca llega; los partidos políticos más importante han sido intervenidos vía terrorismo judicial de Estado; el 17 por ciento de los venezolanos han quedado convertidos en parias que se dispersan como hormigas desconcertadas por los cinco continentes; los medios de comunicación independientes están casi extinguidos: una sola voz, monocorde, se escucha en todo el territorio nacional; los informes Bachelet sobre violación de derechos humanos señalan a Maduro, El Carnicero, con un dedo acusador del tamaño del Everest; y, como corolario, el no reconocimiento al régimen por parte de la comunidad democrática internacional unifica en un solo bloque a ya sesenta países a los que se le han unido recientemente Bolivia y República Dominicana.
Ante ese panorama sombrío, ahora que todas las puertas se han cerrado; que ya agotamos todos los recursos pacíficos y democráticos imaginables para liberarnos de la tiranía; que disciplinada y constitucionalmente fuimos a elecciones y referendos, y cuando los ganamos nos los arrebataron; que protestamos por millones pacíficamente en las calles por años y décadas sin otra respuestas que las bombas lacrimógenas y los balazos; que lo hicimos también de manera violenta intentando una rebelión popular que solo dejó muertos y heridos de nuestro lado, porque nosotros teníamos piedras y ellos tanques de guerra; que decenas de uniformados disidentes hoy están en el cementerio o en la cárcel luego de haber intentado varias asonadas militares que fueron infiltradas por delatores entrenados por el G2 cubano; que los marines que algunos ilusos esperaron con ansia nunca llegaron a llevarse a los narcos locales como años atrás se llevaron a Manuel Antonio Noriega de Panamá; entonces, ahora que Venezuela es una nación posapocalíptica porque ya nada peor puede venir, nos queda un solo y único dilema: ¿seguimos resistiendo o aceptamos resignados el fin de la democracia, el reino del estatismo junto al secuestro militar, y entramos en un régimen de colaboración como la Francia de Vichy, el nombre con el que informalmente se conoce el instaurado por el mariscal Philippe Pétain en apoyo al ejército de ocupación nazifascista en medio de la Segunda Guerra Mundial?
Si optamos por el segundo camino, si la mayoría de la población opositora, que es la mayoría del país, quiere el régimen de colaboración, no hay nada que debatir. Vamos a elecciones, no importan las condiciones en las que hayan sido convocadas; se negocia un mínimo de arreglo entre los bandos; se hacen los ajustes de poder necesarios para la nueva convivencia; se logran algunos cargos gubernamentales para los dirigentes opositores que creen que eso es una transición, también la libertad de algunos presos políticos y se le pide al Grupo de Lima, a los Estados Unidos y Canadá, y a la Unión Europea que reconozcan el gobierno de Maduro y a la nueva Asamblea Nacional que resulte electa en diciembre. Y ya. Nos quedamos tranquilos y seguimos andando tratando de enderezar la carga tomados de las manos entre Capuletos y Montescos, militaristas y demócratas. Bajo las órdenes de los Capuletos, claro.
Pero si la mayoría de la población sigue creyendo que es indispensable recuperar la democracia y el país; que sin la salida de los militares narcos y los civiles de ultraizquierda del poder –y si no sacamos la mano en el pastel de los cubanos, los rusos, los chinos, los iraníes, Hezbolá, el ELN y las disidencias de las FARC–, no hay posibilidad de salir de la situación de Emergencia Humanitaria Compleja en la que nos encontramos sumidos, entonces la opción es mantener la resistencia, ¡no podemos ir a ciegas a las elecciones!.
Si la opción es resistir e insistir en un cambio de régimen –no en cualquier transición, no solo en un maquillaje–, entonces tendríamos que debatir entre “opositores electoralistas” –los que votarán no importa como se convoquen las lecciones– y “constitucionalistas” –los que solo aceptan elecciones libres– alrededor de una sola pregunta: ¿A quién beneficia más ir a elecciones en la condiciones actuales?
¿A las filas del gobierno que–independientemente de los resultados– con una Asamblea en teoría legítimamente electa encontrarían una justificación para intentar recuperar el reconocimiento internacional y, en consecuencia, el oro depositado en Londres, los activos de Citgo, Monómeros y otras empresas, así como la apertura de embajadas y consulados en todos los países donde los perdió, sin poner en riesgo su continuidad en el poder?
¿O, en caso de que ganara la mayoría de la AN, y su funcionamiento fuese efectivamente reconocido por el general Padrino y las Fuerzas Armadas Nacionales, a las filas de la oposición que con la legalidad de su lado podrían convocar a elecciones presidenciales libres y así salir del gobierno de facto?
O, en cambio, tendría razón la oposición reunida en el G4, reconocida como gobierno legítimo por el Grupo de Lima , la Unión Europea y la OEA, al considerar que en las condiciones en que han sido convocadas la elecciones no hay ninguna garantía para iniciar la transición y es preferible resistir e insistir por la vía de la asfixia internacional hasta que el régimen militarista pierda todo el oxígeno.
Sobre este acertijo y la alternativa más realista para resolverlo hablaré el próximo domingo.