Daniel Ortega se ha convertido en una vergüenza histórica. Entre más tiempo transcurre y menos apoyo popular recibe, más deplorable es su figura y despreciable su presencia. De ser un jovenzuelo héroe libertario pasó a convertirse en viejecillo déspota. Con una Lady Macbeth tropical de cabecera.
Para quienes éramos jóvenes en la década 1970, y desde Venezuela recogíamos dinero en nuestras universidades públicas para enviarlo a la revolución sandinista, Daniel Ortega era un héroe, tanto como Ernesto Cardenal o Tomás Borge. Ahora no. Ahora es un recuerdo vergonzante. Una puñalada en la memoria. Un certificado de equivocación juvenil.
Ortega viene a ratificar el grave daño que los héroes guerrilleros y las guerrillas de inspiración marxista le han infligido a América Latina. Ya fueran pro soviéticos como el Che Guevara, maoístas como Abimael Guzmán y Sendero Luminoso, o fidelistas como los de las FARC y el ELN, en Colombia y Venezuela, donde siguen poniendo bombas, extorsionando campesinos y traficando cocaína.
En los dos únicos lugares, Cuba y Nicaragua, donde triunfaron, terminaron imponiendo regímenes de terror. Un estatismo comunista en Cuba y, desde 2007, una autocracia bananera en Nicaragua. Y en la mayoría de los países donde llegaron a tener fuerza, como El Salvador y Perú, fueron protagonistas de auténticas guerras civiles contra ejércitos institucionales igual de asesinos que, entre ambos, dejaban como victimas a miles de indígenas y campesinos inocentes.
Pero lo de Daniel Ortega es, junto al chavismo, quizás lo más vergonzoso porque ya ni siquiera simula ser fiel a la ideología que alguna vez profesó. Para regresar a la presidencia de la república luego de sucesivas derrotas electorales, se alió con Arnoldo Alemán, lo más corrupto de la derecha nicaragüense. Y al regresar al poder en 2007, con la jefatura absoluta del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en sus solas manos, articuló un régimen que, a contracorriente de su retórica revolucionaria, se soportaba en una alianza informal con las élites económicas tradicionales de su país, reunidas en el Consejo Superior de la Empresa Privada, el COSEP, y con las élites religiosas de las iglesias católicas y evangélicas.
Y desde entonces no ha hecho otra cosa que librar una batalla de fuerza para mantenerse en el poder cueste lo que cueste, incluso persiguiendo y reprimiendo a quienes alguna vez fueron leyendas revolucionarias como el sacerdote Ernesto Cardenal.
El día cuando el poeta Cardenal era despedido amorosamente en una iglesia de Managua, se hizo más que evidente el odio profundo –la maldad sin límites, deberíamos decir– que carcome el corazón, la mente y las vísceras del tirano Ortega. Cardenal, quien fuera figura clave y legendaria en la lucha contra la dictadura de Somoza, se había convertido en el oscuro objeto de persecución de la pervertida pareja Ortega-Murillo.
Los tiranos en general –pero los bananeros como Ortega, Somoza y Trujillo aún más– no soportan la disidencia, su vanidad descomunal se los impide. Y Cardenal, tan valiente como siempre fue, a sus noventa años se había convertido en un crítico implacable del tirano sandinista. Entonces la pareja sicópata decidió perseguir al poeta incluso después de muerto.
Lo vilipendiaron. Le abrieron un juicio que terminó imponiéndole, en el más puro estilo de Diosdado Cabello, una multa que superaba los cien mil dólares. Y para cerrar su odio ferviente, ordenó a las turbas sandinistas, el equivalente a los “colectivos” –los grupos paramilitares del chavismo – para que sabotearan los funerales de quien fuera ministro de cultura nicaragüense.
Las turbas corearon consignas insultantes, atropellaron y amenazaron a los asistentes, incluyendo a Gioconda Beli y Sergio Ramírez, dos de los mas grandes escritores de nuestra lengua. Y al final sus fieles seguidores tuvieron que sacar la urna con los restos mortales del poeta místico por la puerta trasera de la iglesia para impedir más agresiones.
Pero no es únicamente asunto de un solo hombre. La tesis de que hay que mantenerse en el poder, cueste lo que cueste, sin permitir la alternancia propia de la democracia es doctrina oficial de la cúpula que quedó al frente del sandinismo.
Tal y como lo han recordado en un artículo en la revista Nueva Sociedad, titulado “El precio de la perpetuación de Daniel Ortega”, sus autores Salvador Martí y Mateo Jarquín, cuando el FSLN regresó al poder, uno de sus fundadores, Tomás Borge, quien murió en 2012, declaró: “Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder… Habrá Frente Sandinista gobernando hoy, mañana y siempre… lo único que no podemos es perder el poder”.
Y así lo han hecho hasta hoy. Reprimiendo las protestas juveniles sin escrúpulos, destrozando la institucionalidad democrática, convirtiendo la Policía Nacional en una guardia pretoriana, hostigando a la prensa independiente, y ahora –ante la inminencia de nuevas elecciones presidenciales– persiguiendo y encarcelando a toda figura pública que ponga en riesgo su reelección.
Con argucias judiciales, similares a las utilizadas en Venezuela, la pareja satánica ha encarcelado a José Pallais, ex canciller de la República nicaragüense, al ex diplomático Arturo Cruz, al politólogo Félix Madariaga, y a los dos precandidatos presidenciales Juan Sebastián Chamorro y Cristiana Chamorro.
Ortega, tirano, practica el mismo guion que Hugo Chávez instauró en Venezuela. Saca del juego a los adversarios políticos más notables, los inhabilita políticamente, acusa a sus opositores de “organizarse con financiamiento de potencias extranjeras para ejecutar actos de terrorismo”. Detiene a Pallais acusándolo de desestabilizar el país por solicitar “intervenciones extranjeras en los asuntos internos”.
Según el conteo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al igual que su mellizo venezolano, el carnicero Nicolás Maduro, el régimen de Ortega ha asesinado a más de trescientos nicaragüenses en actos de represión de manifestaciones masivas. Siguiendo el mismo guion chavista, en el año 2011 Ortega ordenó un fallo judicial para permitir su reelección de manera inconstitucional. Ahora se prepara, en pocos meses, para las elecciones de noviembre de 2021.
Igual que en Venezuela, con los candidatos opositores con más posibilidades en prisión, con una oposición fragmentada y dividida, con un aparato proselitista y clientelar que confunde el Estado con el FSLN, es muy poco probable que haya elecciones libres que puedan derrotar a “Tirano Ortega”.
Ortega ya no es la esperanza de algo, sino la ratificación de la condena latinoamericana a ser sometida por hombres fuertes, no importa si son de derecha, como la tiranía Somoza, o de izquierda, como la vergüenza sandinista. Al final, el asesinato, la tortura, y la represión valen igual, no importa si son hechos en nombre de la burguesía o en el del proletariado, en nombre de la economía de mercado o de los derechos de los campesinos, los indígenas o los afros. Duelen igual.
Lo preocupante es que Tirano Ortega no está solo. Forma parte del retroceso latinoamericano donde cada vez más autócratas y más gobiernos de facto – de derecha o de izquierda, aunque los términos ya no digan nada – viven enmascarados por su origen electoral.
La sentencia de Tomas Borge resuena fuerte ¿Habrá en Nicaragua FSLN por muchos años más? ¿Está condenada a América Latina a morderse la cola? ¿A volver una y otra vez a gobiernos de facto creados por déspotas que, cuando eran jóvenes, habían prometido el cielo en la tierra luchando contra otros déspotas?