Hoy, domingo 6 de junio, Perú se debate electoralmente entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori. Por decir algo sencillo, hoy los peruanos tendrán que elegir entre el Covid-19 y el Ébola. O entre dos cepas igualmente mortales del Covid-19. Entre un maestro de escuela rural xenófobo, izquierdistamente populista, y una mujer, hija de un expresidente con tradición delincuencial, igual populista, pero de derecha. El país está al borde del abismo y hoy dará un paso adelante.
También hoy, México estará en elecciones, pero no presidenciales, enfrentándose a una amenaza de retroceso. Debatiéndose entre la posibilidad de avanzar en el camino iniciado hace muchos años hacia un sistema electoral limpio y transparente o la de retroceder a los tiempos cuando las elecciones manejadas durante 70 años por el PRI eran un artificio manipulado groseramente desde el poder.
Ahora López Obrador juega al ventajismo electoral desde la Presidencia. Ardid que tanto cuestionó en las elecciones cuando resultó derrotado. Así que México votará ahora entre la consolidación de la hegemonía personalista y autoritaria de López Obrador mediante el control del Congreso Nacional o la opción de un parlamento que realmente ejerza su función de contrapeso al poder ejecutivo autocrático.
Recientemente, el pasado 17 de mayo, Chile también se sometió a una elección decisiva para su futuro. Escogió a los 155 miembros de la Convención que redactará la nueva Constitución que se supone liberará a la nación de aquella escrita todavía bajo la presencia sombría del general Pinochet.
Los resultados de esta consulta, que se realizó luego de un largo ciclo de protestas violentas a finales del 2020, terminaron siendo un plebiscito devastador para la clase política tradicional y, especialmente, para el gobierno de Piñera.
Los grandes triunfadores han sido los independientes, no inscritos en listas de partido alguno, que sorpresivamente lograron casi un tercio de los escaños. Y los grandes derrotados, la derecha oficialista que terminó con solo 37, y la centro izquierda –formada por miembros de la ex Concertación que gobernó a Chile entre 1990 y 2010– con 25. Lo que significa que no llegan al tercio necesario para influir en los contenidos de la nueva Constitución que será decidida por la suma entre independientes y la alianza de izquierda formada por el Frente Amplio y el Partido Comunista. Una señal de que algo profundo cambió en la cultura política del país del sur.
Igual de devastadora para los dos partidos políticos tradicionales –Arena, la derecha militarista, y el Fmln, la izquierda pro cubana–, resultaron las elecciones legislativas el pasado 28 de febrero en El Salvador. El partido Nuevas Ideas del presidente Bukele, acusado también de autoritarismo, se hizo con la mayoría absoluta de una Asamblea Legislativa arrasando literalmente con las viejas estructuras políticas que crearon la democracia, pero perdieron el apoyo popular.
En Colombia no hay, ni ha habido por estos tiempos, elecciones, pero la caída en picada de la popularidad del presidente Duque y su gobierno, el Paro Nacional, y las manifestaciones pacíficas multitudinarias y persistentes que, junto a los desmanes vandálicos, han dejado pérdidas millonarias en todo el país y más de sesenta muertos, evidencian un profundo descontento e insatisfacción con el modelo democrático existente y con sus liderazgos tradicionales.
En el país no hay consenso. Algunos analistas solo ven en la larga protesta una operación violenta y subversiva comandada por Petro y la mano negra del chavismo internacional. Otros, cuestionan la respuesta represiva de las fuerzas de seguridad del Estado y advierten un regreso a la militarización uribista. Mientras los más optimistas aprecian la emergencia de una cultura política renovadora, de nuevas sensibilidades y reclamos –juveniles, feministas, indigenistas, afro y ecologistas– que viene a cambiar, desde esquemas que eluden la polarización entre “demócratas” y “comunistas”, una democracia también agotada por no renovarse.
No se puede completar el panorama latinoamericano si no se pasa la vista por los tres gobiernos de facto. El comunismo cubano, donde luego de seis décadas de continuismo nada ocurre o por lo menos no de manera visible; la autocracia nicaragüense, donde la abominable pareja Ortega-Murillo cruza diariamente la raya amarilla de la institucionalidad democrática para impedir su salida del poder; y la dictadura de Nicolás Maduro, que solo juega a alargar cuanto le sea posible su gobierno espurio y su condición de cadáver insepulto que sobrevive solo por la respiración artificial que le dan las armas de las fuerzas armadas pretorianas.
Queda claro que el paisaje político desde el sur del Río Grande hasta la Patagonia no es nada halagüeño. Que luego del optimismo de finales del siglo XX, cuando salvo la cubana, todas las dictaduras habían caído –ya no había somozas, pinochets, trujillos, stroessners, ni galtieris–, ahora entramos en una era de grave incertidumbre en donde los gobiernos autoritarios han regresado, pero maquillados de legalidad electoral.
Figuras como Fujimori, primero, y Hugo Chávez, después, que horadaron desde adentro la misma institucionalidad democrática que le había permitido llegar al poder, se hacen cada vez más frecuentes. Las ansias por reelegirse y perpetuarse en la presidencia de la República han atacado por igual a las derechas –es el caso de Uribe en Colombia y Óscar Arias en Costa Rica–, que, a las izquierdas, como a Evo Morales en Bolivia y Ortega en Nicaragua. Y la persecución desenfrenada contra el periodismo libre no solo ha sido parte del esquema chavista también del gobierno de Correa en Ecuador, por supuesto, de nuevo, de Ortega en Nicaragua y ahora de Bukele en El Salvador.
Si no hubiese sido por el cáncer, seguramente Hugo Chávez hubiese ganado la apuesta de permanecer veinticinco años en la Presidencia de Venezuela. Ortega ya ha gobernado más años que los dos períodos presidenciales que Anastasio Somoza Debayle estuvo de presidente dictador. Y Morales, de no haber sido depuesto el año pasado, hubiese gobernado muchos más años que Hugo Chávez y mucho más tiempo que Banzer, el dictador que gobernó a Bolivia entre 1971 y 1979.
El surgimiento de líderes ultraderechistas retrógrados, homofóbicos, racistas y militaristas, cual Bolsonaro en Brasil, como reacción popular compensatoria al fracaso de los gobiernos de izquierda del Partido de los Trabajadores, es otro síntoma desalentador. Pareciera que en América Latina no hay, por ahora, espacio para los moderados.
Como ocurrió en los Estados Unidos con Donald Trump, las sociedades latinoamericanas de la era de las redes sociales, se sienten atraídas por figuras estrambóticas, personalistas, seductoras, movilizadoras de resentimiento sociales profundos, demagogas e histriónicas, y no por proyectos políticos razonables de profundización de la democracia y recuperación económica del bienestar colectivo.
La muerte de la democracia ya no ocurre, como en el siglo XX, por obra de golpes militares. La operación se hace ahora desde adentro. No son generales bombardeando palacios presidenciales quienes destruyen la institucionalidad. Son gobernantes electos democráticamente quienes se encargan de dinamitar desde adentro la misma institucionalidad que les permitió hacerse elegir.
América Latina ha entrado en una inestabilidad amenazante y sería una lectura simplista creer que es solo por obra de los Petro, los chavistas y el Foro de Sao Paulo. Que también juegan rudo, y sucio, por supuesto. Pero en el fondo de todo están unas sociedades que no logran superar las profundas desigualdades sociales que llevan dentro, y tampoco –ni las izquierdas, ni las derechas para seguir usando un esquema que no sirve, pero sobrevive–, superar la cultura autoritaria, de tiranuelos bananeros, inscrita en nuestro ADN político desde los tiempos coloniales.
Si las élites no entienden lo que está pasando, el tsunami que se está formando, el Nevado del Ruiz que se nos viene encima, en muy poco tiempo este será, otra vez, un continente de tiranías y guerras intestinas.
O, quién sabe, si se aprovechan las lecciones venezolanas y nicaragüenses, si podamos vivir la experiencia de producir cambios profundos en cada país, pero democráticos, sin tener que atravesar por las desgracias del apocalipsis chavista. La amenaza mayor de estos tiempos.