En la década de 1970, Pedro León Zapata publicó una caricatura donde el perfil de una cara rectangular y plana, irrenunciablemente picassiana, le dice, lacónicamente, a otra similar que tiene al frente: “Se odian como un izquierdista a otro”. Si el más grande de los ilustradores estuviese aún con nosotros, aderezándonos los días, publicaría hoy una parecida pero que rezara: “Se odian como un opositor a otro”.
Aquella de los 70 era una imagen punzante. Retrataba una Venezuela donde existían decenas de partidos, sectas y grupúsculos de izquierda que vivían las veinticuatro horas dedicados no a derrotar a AD y Copei sino a una pelea interminable, endogástrica, entre ellos mismos.
Había maoístas, gramscianos, trotskistas –de la III y de la IV Internacional–, reformistas, eurocomunistas, cristianos, foquistas, gadafistas, kimilsungianos, obreristas, estalinistas y hasta un grupo llamado Chocolate. Eso sí, tenían dos cosas en común: todos, juntos, cuestionaban el capitalismo y la democracia bipartidista; y todos, igual, se odiaban unos a otros, se atacaban, cuestionaban, incluso agredían físicamente, con saña extrema. Como Caín y Abel.
El odio mayor, por supuesto, era el que destilaban y aún destilan –ahora desde la propia presidencia de la República–, los militantes de ultraizquierda que nunca terminaron de aceptar la democracia: alargaron obsedidos los escarceos guerrilleros convertidos en divertimentos personales; siguieron haciendo, bajo la batuta de Silvio Rodríguez, loas a Marx, Fidel y el Che; o cometiendo actos delictivos, como el secuestro del ejecutivo estadounidense William Niehous, cuando ya la participación democrática y la convivencia pacífica era un acuerdo nacional.
Odiaban especialmente, con toda su fuerza, a quienes se habían pacificado, reconocido que la guerrilla había sido un error, y aceptado que era más justo tratar de arreglar el mundo por votos que por balas. “Acomodaticios”, “traidores”, “vende patrias”, eran las descalificaciones más comunes con los que la izquierda violenta despachaba con supremacía moral a la izquierda democrática.
II. Aquel fenómeno lo viví de cerca en mis tiempos de estudiante y primera militancia política en la UCV. Por eso, aunque me duela profundamente, y la desilusión me ataque, no me sorprende en absoluto la epidemia de odio endogámico, ira fraternal y –si me permiten la licencia verbal– la intolerancia incestuosa, que reinan, equitativamente distribuidas en el seno, el corazón, la hiel y las circunvoluciones cerebrales de los venezolanos que adversamos al militarismo chavista.
Es como una epidemia. El odio entre las diversas tribus –tanto las nómadas como las sedentarias–, de la oposición venezolana se ha vuelto una pulsión incontrolable. Como las adicciones. O como el racismo, un sentimiento irracional. Una condición anímica sin muros de contención, como el nacionalismo o el fanatismo deportivo extremo. Porque en asuntos de debates entre opositores todos nos hemos vuelto Hooligans.
“¡Odia al otro opositor, como a ti mismo!”, parece ser el primer mandamiento que estamos dispuestos a cumplir. “¡Desconfía del otro opositor, recuerda que no piensa ni siente exactamente como tú!”, el segundo. “¡Atribúyele al otro opositor, y a su bando, ya sea un político profesional o tu vecino, la responsabilidad plena de que la barbarie chavista después de veinte años siga en el poder!”, el tercero. Entonces: ni pan ni agua al opositor que no eres tú mismo. Ni siquiera dialogues con él. No lo merece.
Basta echar un ojo en las redes para entender lo que digo. Nadie se salva de la furia. Ni los más presentes: Guaidó y Leopoldo López, Capriles y Borges, Machado y Ledezma. Ni las figuras notorias de la llamada sociedad civil, incluyendo los obispos católicos, los rectores o ex rectores y los directivos de oenegés. Ni los militares que han intentado golpes y ahora están presos o muertos. Ni los que se sientan en la Mesa grande ni los de la pequeña. El ventilador está prendido para todos los (dis)gustos: dardos envenenados, dudas profundas, desprecios obscenos, leyendas urbanas, mentiras replicantes, críticas hechas con ácido de batería, pedradas en vez de ideas, vómitos en vez de palabras. Si Santa Teresita de Jesús fuese de oposición alguien del mismo bando la acusaría de pecadora encubierta.
III. El chavismo, hay que aceptarlo, triunfó allí donde más duele: en el desarreglo estratégicamente promovido, a la usanza cubana, de la conciencia, la emocionalidad y la confianza mutua de los opositores. En el descreimiento cuidadosamente alimentado entre una dirigencia que no logra dirigir y unas bases siempre al borde de un ataque de nervios, pidiendo la sangre de los gladiadores en las tribuna del coliseo. Entre unos liderazgos que condenan al gobierno por su negativa al diálogo pero ni siquiera entre ellos mismos, que se supone viajan en el mismo tren, pueden sentarse a compartir juntos un café y un par de cachitos.
No hay nada peor para la salud mental de un colectivo humano que la desesperanza, el fracaso y la derrota asumidas con resignación amarga. Como destino inalterable. “Trinita los de la oposición se odian como si fueran izquierdistas de los años 70”, tal vez diría un Zapatazo del siglo XXI.
Y, claro, agrego yo, es razonable, porque hoy pasa más o menos lo mismo. Somos un grupo de partidos, sectas y grupúsculos que, como Caín y Abel, tenemos más energías para pelear entre nosotros mismos que para ponernos de acuerdo en cómo hacerlo contra el carcelero. Es la metodología del “locus externo”. La más fácil para, en apariencia, mantener la conciencia en paz. Yo no soy responsable de nada de lo que me pasa. El carcelero tampoco. El culpable es mi compañero de celda. Con quien puedo enfrentarme de igual a igual. Con el carcelero no.
Por eso, propongo para terminar por hoy, que abandonemos la manía politológica de insistir en inventariar la experiencia de países que hicieron la transición pacífica a la democracia y comenzar, mejor –quizás resulte más provechoso–, a indagar en las razones de aquellos que no lograron hacerla. Y aprender de ellos.
Preguntarnos no tanto por lo que hicieron, o dejaron de hacer, los opositores sino por la naturaleza ética, los escrúpulos –o mas bien su ausencia– y las estrategias de poder de las largas tiranías. No preguntarnos por qué los cubanos no han logrado sacarse al castrismo de encima, sino por qué el castrismo no se dejó sacar. No por qué y cómo los mexicanos se tragaron los 70 años de continuismo del PRI, la dictadura perfecta según Vargas Llosa, sino por qué y cómo el PRI resistió. O por qué a los Sung en Corea no le entra ni polilla y no por la cobardía o docilidad particular de los coreanos. Y por qué los alemanes no pudieron hacer transiciones “educadas”, como la chilena, con Hitler. Ni los nicaragüenses “pactos de la Moncloa” con Somoza. Y ahora tampoco lo pueden con Ortega.
Creo que, por el pedigré castrista del chavismo, aprenderíamos más estudiando a fondo los regímenes “teflón” –aquellos que se atornillan en el mando burlando por décadas las presiones de cambio–, que si lo hacemos con las transiciones pacíficas a la democracia –aquellas que, como la de España y Chile, fueron posibles pacíficamente porque contaron con la anuencia o la aceptación resignada de la alianza en el poder y, por tanto, de las fuerzas militares que las defendían. Son los casos del franquismo y del pinochetismo que –a diferencia del chavismo–, aceptaron ceder el paso sin echar un tiro.
Si lo entendiéramos tal vez nos odiaríamos menos. Y aprenderíamos a lamernos juntos las heridas. Con la humildad prudente de los derrotados. Como se las lamieron por décadas los republicanos españoles en el exilio. Y la izquierda chilena, por diecisiete años, también
Nosotros pronto cumpliremos veintidós.