Del total de 5 millones de migrantes venezolanos repartidos por el mundo, casi dos millones están en Colombia. Pero esa cifra deja por fuera otras dos formas de migración: La pendular y la de tránsito. Para aquellos que van y vienen está la Tarjeta de Movilidad Fronteriza que la poseen cerca de 4 millones de venezolanos. El Permiso Especial de Permanencia tiene casi un millón de inmigrantes registrados; y el Estatuto de Protección Temporal decretado por Iván Duque agruparía, según la cifra oficial, a 1.750.000 connacionales. Números que hablan de regularizar la diáspora tratando de legalizar su presencia.
El fenómeno migratorio venezolano, que ya a arriba a cinco millones de nuestros compatriotas dispersos por el globo, es la prueba más contundente del fracaso extremo del modelo político -delincuencial y militarista-, autodenominado “Socialismo del siglo XXI”.
Un fenómeno que comenzó a darse de manera “goteada” desde un poco antes de la llegada del chavismo al poder. Se aceleró a partir de 2003 cuando Hugo Chávez ordenó la purga y expulsión de 20 mil trabajadores de PDVSA y muchos venezolanos entendieron que había llegado la hora de partir porque el panorama se tornaba oscuro. Mutó a huida masiva, a partir de 2015, convirtiéndose en el segundo fenómeno migratorio más grande del siglo XXI, después del sirio causado por la guerra civil que ha desolado a aquella nación desde el año 2011.
Hasta que, en el 2017, pasó a ser un verdadero éxodo, cuando Venezuela comenzó a sentir los efectos de las pésimas políticas económicas y sociales de los tres gobiernos de Hugo Chávez y el acelerón del fracaso que significó la presencia de Nicolás Maduro en el poder. La de Venezuela fue declarada por la ONU como una “Emergencia Humanitaria Compleja”, y cada año que se sucedía la cifra de emigrantes literalmente se duplicaba.
En 2015 había 670 mil venezolanos fuera, y ya se estudiaba el fenómeno como una diáspora que en solo dos años se multiplicó en 300% cuando llegó a cerca de un millón 700 mil. En 2018 subió a cerca de dos millones 800 mil, hasta alcanzar 4.307.930 en el 2019. Para el presente se calcula que comenzamos el año con cinco millones afuera. Y algunos estudiosos del tema prevén que al terminar el 2021 estaremos arribando a los 6 millones de venezolanos en el destierro.
De ese total de cinco millones actualmente, casi dos millones están en Colombia. La cifra oficial es 1.750.000, pero corresponde a finales del 2020 y, muchas organizaciones de ayuda humanitaria sostienen que el número es mayor. Lo que significa que de cada cinco venezolanos que emigran dos se van a Colombia.
Pero esa cifra deja por fuera otras dos formas de migración que no son la de destino: La migración pendular y la migración de tránsito. La migración de tránsito es aquella que atraviesa Colombia (la mayoría en autobús, pero desde hace dos años, muchos a pie) camino de Ecuador, Perú, Argentina y Chile. Entran por el oriente de Colombia –La Guajira, Norte de Santander, Arauca e Inírida– y salen mayoritariamente por el Puente de Rumichaca, Nariño, sur occidente, en la frontera con Ecuador.
La pendular, en cambio, es aquella migración que protagonizan venezolanos que entran a Colombia solo por un día o pocos días, y regresan a sus hogares. Vienen a comprar alimentos y bebidas, a vender o contrabandear mercancías diversas, incluyendo ahora gasolina colombiana, o hacer trabajos temporales diversos como braceros, vendedores ambulantes e, incluso, hay que decirlo, prostitución. La cifra algunos fines de semana puede alcanzar las 50 mil personas con mayor afluencia entre San Antonio y Villa del Rosario y entre Paraguachón y Maicao.
Con el cierre oficial de la frontera y la prohibición del paso vehicular, la migración pendular se hace básicamente por los caminos verdes conocidos como “trochas”. Lo que ha generado una nueva economía, la de los “trocheros”, quienes, trabajando conjuntamente con la Guardia Nacional venezolana, y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), más la vista gorda de las autoridades colombianas, se encargan del traslado “seguro” de los venezolanos que necesitan entrar a Colombia.
“De cada cinco venezolanos que emigran dos se van a Colombia”
Por lo menos entre Táchira y Norte de Santander hay distintos tipos de servicio. Desde los más económicos -los que se emprenden atravesando a pie, mojándose en las aguas del río Táchira– hasta los traslados VIP, que se hacen sin mojarse ni caminar, en una cómoda camioneta de doble tracción, aire acondicionado y asientos de cuero, generalmente manejada por un militar venezolano y cuidada por un “eleno”, -como llaman en Colombia a los guerrilleros del ELN-, que coloca al pasajero en una finca del otro lado, donde un taxi lo recoge y lo lleva a su destino final, que puede ser un hotel, una clínica o el Centro Comercial Ventura. El valor de estos traslados VIP oscila alrededor de los 100 dólares por ida y vuelta.
La migración pendular es tan grande que, desde hace muchos años, antes de que se produjera la “estampida” de 2018, el Gobierno creó un documento para regularizarla. Se denomina la Tarjeta de Movilidad Fronteriza (TMF) que la poseen cerca de cuatro millones de venezolanos.
A diferencia de otros de Suramérica, que han puesto trabas diversas para el ingreso de venezolanos, los gobiernos colombianos, tanto el de Juan Manuel Santos como el de Iván Duque, se las han ingeniado para regularizar el flujo de inmigrantes tratando de legalizar su presencia.
Con ese propósito crearon el Permiso Especial de Permanencia (PEP), un documento de trámite fácil que -sin llegar a ser una visa o una cédula de extranjería- le confiere al inmigrante venezolano una segura condición de legalidad permitiéndole trabajar, tener una cuenta bancaria, utilizar la salud y la educación pública, y algunos otros beneficios adicionales. En el presente lo tiene casi un millón de inmigrantes.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos del gobierno central colombiano, no todo es color de rosa para los inmigrantes, sobre todo para los de escasos recursos. Hay grandes dificultades para conseguir trabajo, especialmente para la mano de obra no calificada, pero también para muchos profesionales: he encontrado a posgraduados en Administración de Empresas vendiendo café en un terminal de pasajeros o a médicos manejando un Uber. Sin dejar fuera el elevado número de parejas jóvenes con hijos que mendigan echadas en las aceras de las urbanizaciones del Norte de Bogotá, la zona de las familias acomodadas de la ciudad.
La otra amenaza es el reclutamiento de jóvenes inmigrantes venezolanos que son seducidos con ingresos y protección para ellos y sus familiares por las dos guerrillas ubicadas en la frontera venezolana -la disidencia de las FARC y el ELN-, las bandas criminales (las Bacrim) y los carteles de la droga. También por el crimen organizado para la explotación sexual de las venezolanas o el trabajo sub pagado y en algunos casos de esclavismo moderno en haciendas ubicada en tierras lejanas.
En compensación, es muy justo ponerlo en valor, en casi todas las regiones hay ONG dedicadas al apoyo de los venezolanos de menos recursos, la defensa de sus derechos humanos y el desarrollo de procesos de integración. Muchos organismos internacionales, universidades y embajadas desarrollan programas similares que incluyen campañas contra la xenofobia, que es otra de las amenazas que sufre la migración venezolana.
Aunque en Colombia no habían ocurrido brotes xenofóbicos instigados desde el poder político, como en Perú y Panamá, actuaciones como la de Claudia López, la alcaldesa de Bogotá -quien ha intentado asociar el crecimiento de la inseguridad a la migración venezolana-, los ataques de los adversarios a la política exterior del actual gobierno, especialmente por el cierre de relaciones diplomáticas con el régimen de facto presidido por Maduro, y la oposición al Estatuto de Protección Temporal decretado por Duque, hacen pensar que la xenofobia y el rechazo hacia los venezolanos pueda convertirse en un tema utilizado como objeto de la campaña que se avecina.
Una verdadera amenaza para el futuro y bienestar de los migrantes en un país que, a diferencia de Venezuela, nunca había vivido la experiencia de recibir grandes oleadas de extranjeros. Aunque decirse extranjero entre colombianos y venezolanos es cultural e históricamente relativo.