Javier Marías fue el primer autor español en ganar el Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”, para ese momento el más prestigioso reconocimiento literario de Hispanoamérica, que luego el aparato cultural del chavismo se encargó de degradar por sectarismo político.
El “Rómulo” tenía como antecedente glorioso el hecho de que, en un acto premonitorio, sus dos primeras ediciones las habían ganado Mario Vargas Llosa, con La ciudad y los perros en 1964, y en 1971, Gabriel García Márquez, con Cien años de soledad. Dos jovenzuelos que entonces ni siquiera podrían soñar con alguna vez hacerse del Premio Nobel de Literatura. Luego el mismo Premio lo obtendrían Carlos Fuentes, con Terra nostra, y Arturo Uslar Pietri, con La visita en el tiempo.
Recuerdo con exactitud las dificultades que tenía el jurado para tomar la decisión última en esa entrega de 1995. Porque los otros dos finalistas eran, nada más y nada menos, que el gran escritor colombiano Álvaro Mutis y el argentino Adolfo Bioy Casares, otros dos maestros de la escritura en nuestra lengua.
En un acto de auténtica sinceridad, el día que recibió la noticia, Marías declaró: “Me da cierta vergüenza saber que le he quitado el premio a dos escritores que se lo merecen más que yo”. Era también una forma de respeto, no solo a la obra y a la larga trayectoria de los otros dos finalistas, también a la edad. Marías tenía apenas 43 años, Mutis ya pasaba de los 72 y Bioy Casares de los 80.
Pero la novela de Marías —recordemos que el “Rómulo Gallegos” premiaba la novela, no la trayectoria del autor ni la filiación política—, era y es realmente una pieza extraordinaria. Su inicio es tan impactante y sorprendente como el momento aquel cuando el general Buendía, a punto de morir, frente al pelotón de fusilamiento, recuerda el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Mañana en la batalla piensa en mí, la novela ganadora, comienza con una situación por lo demás extraña y sorprendente. Su protagonista, un escritor de relativo éxito, tiene una cita en su casa con una atractiva mujer casada, madre de un niño de dos años. El encuentro genera una ambigua tensión sexual porque el marido ha viajado a Londres. Pero empezando la velada, ella comienza a sentirse mal, y poco a poco, con el escritor como testigo —Víctor, se llama–, el personaje femenino, Marta, agoniza y muere a su lado, en la cama matrimonial. El pequeño hijo duerme en una habitación cercana. La pregunta inevitable del lector, “¿Y ahora, qué va a hacer Víctor frente a esta situación inesperada que lo descoloca por completo?”, hace que no podamos despegarnos del relato.
Javier Marías, hijo del importante filósofo Julián Marías, autor de un libro clave para entender España —Ser español, se titula—, había comenzado a escribir desde muy joven —a los 19 años debutó con una novela titulada Los dominios del lobo— y para el momento de ganar el “Rómulo Gallegos” se había colocado entre los grandes con el éxito de su novela Corazón tan blanco, publicada en 1992,y por el hecho de haber obtenido en 1986, a los 33 años, el Premio Herralde, uno de los más importantes otorgado por la industria editorial en España, con la novela El hombre sentimental. Para 1995, con la misma Mañana en la batalla… había obtenido el Premio Fastenrath, concedido por la Real Academia Española.
Marías sostuvo, sin reposo, una carrera literaria exitosa, cargada de premios y reconocimientos, de éxitos editoriales y de una disciplina extrema para mantenerse como docente en la Universidad Complutense y como articulista persistente del diario El País de Madrid y otras publicaciones internacionales.
Algunos hechos fueron decisivos en su formación. La prohibición que tenía su padre de dar clases en la España franquista hizo que se mudaran a Massachusetts, cerca del prestigioso Wellesley College, a la casa del poeta Jorge Guillén, donde tuvo como vecino a Vladimir Nabokov a quien, tal como lo ha reseñado el diario El País en una nota póstuma, retrató en el volumen Vidas escritas, una recopilación de los escritos que publicara en la revista Claves fundada por Fernando Savater.
Siempre me atrajeron en grande los títulos de las obras de Marías: Los dominios del lobo, Todas las almas, Corazón tan blanco, Tu rostro mañana, Así empieza lo malo, entre otros, y por supuesto el más extenso y sugestivo, Mañana en la batalla piensa en mí, que se supone el autor tomó de Ricardo III, una obra de Shakespeare.
Tendré para siempre entre mis mejores recuerdos haberle conocido en la entrega del Premio Rómulo Gallegos, en el auditorio del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg), una de las grandes instituciones creadas en la era democrática venezolana.
Como he hecho con muchos otros, incluyendo el de su coterráneo Vila Matas, guardo en mis archivos su discurso de aceptación del premio que fue un texto inolvidable. Una pieza muy breve y de colección en la que, debatiendo amorosamente con Ciorán, que ya para entonces había muerto, hace una defensa incondicional de la novela como constructora de realidades en ocasiones más verosímiles y recordadas que la realidad real. Lo citamos:
“Quizá ocurra más bien que las novelas suceden por el hecho de existir y ser leídas, y, bien mirado, al cabo del tiempo tiene más realidad Don Quijote que ninguno de sus contemporáneos históricos de la España del siglo XVII; Sherlock Holmes ha sucedido en mayor medida a la reina Victoria, porque además sigue sucediendo una vez y otra, como si fuera un rito (…). Una novela no solo cuenta, sino que nos permite asistir a una historia o a unos acontecimientos o a un pensamiento, y al asistir, comprendemos”.
Ahora Javier Marías ya no está. Se ha ido para nuestra sorpresa y tristeza. Pero en mi memoria queda resonando aquella frase final de su discurso en Caracas cuando leyó:
“…recibir un premio como el Rómulo Gallegos supone, además de un honor y una gran alegría, una especie de recordatorio benévolo para el futuro. Cuando escriba mi próxima novela (…) podré pensar que una vez, muy lejos de mi país, hubo unos lectores generosos y atentos que no solo comparten la lengua en la que me expreso, sino que lograron interesarse por lo que yo inventé e incorporé al cúmulo interminable de lo que a la vez no sucede y sucede, o lo que es lo mismo, de lo que pudo y puede ser”.
Gracias, Javier Marías, te damos tus lectores de este «lejano país», mientras te decimos adiós.
Artículo publicado en El Nacional