Durante mucho tiempo, podríamos decir que durante casi dos siglos, la espada de Simón Bolívar había sido un objeto casi sagrado que resumía la veneración cívica por el prócer de la Independencia. La entrega de su réplica era uno de los mayores honores que podían ofrecer en la República.
Hasta que llegó Hugo Chávez a la presidencia de la República con su estilo populista, y su propensión de jeque saudita, a regalar las riquezas patrias. La espada –o por lo menos sus réplicas– ha sido convertida en una baratija tan fácil de obtener como las la de Luke Skywalker, el brillante guerrero de La guerra de las galaxias o la del Zorro, el enmascarado justiciero del sur de Nuevo México.
De seguir así, las réplicas de la espada de Bolívar, –la que recibió como regalo luego de la Independencia del Perú, hecha de una vaina de oro macizo de 18 kilates, que lleva en la empuñadura diamantes, rubíes y esmeraldas–, pronto se podrá adquirir en Amazon, o en las tiendas de disfraces para el caranaval, y los jerarcas chavistas cobrarán los royalties correspondientes.
Es cierto que la tradición de otorgar réplicas de la espada de Bolívar a estadistas y otros personajes destacados que visitaban a Venezuela comenzó antes. Pero desde que Chávez inició su gestión de gobierno, el dislate de regalarle a cualquiera una réplica de la espada le ha arrebatado su valor simbólico de reconocimiento excelso a un buen amigo de Venezuela o a alguien que ha realizado una labor extraordinaria por la democracia y la libertad.
No solo ha entregado muchas réplicas. Sino que, en abierta negación a la gesta libertaria de Bolívar, se la ha entregado a maestros de la tiranía y del terrorismo internacional como Muamar Gadafi, quien desgraciadamente murió asesinado con su propia medicina. A presidentes de naturaleza obviamente tiránica y antidemocrática como Valdimir Putin y Raúl Castro. A tiranos sangrientos y crueles como Daniel Ortega. Igual a Robert Mugabe, el hombre que sometió durante treinta años a Zimbabue. Y a Bashar al-Ásad, el jefe militar que desde hace largos años desangra a Siria en una guerra civil que pudo haberse contenido.
Por supuesto que todo el grupo de presidentes que formaron su combo de alabanzas durante la llamada “marea rosada” recibió el souvenir: Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Kirchner, Lula Da Silva, Leonel Fernánndez.
Pero, es justo recordar que la prostitución de la espada de Bolívar, convertida en fetiche histórico, la habían iniciado años antes las fuerzas guerrilleras del M-19 cuando se robaron otro ejemplar, distinto al de Caracas, que reposaba en la apacible Casa de Bolívar ubicada en el centro de Bogotá.
La espada fue recuperada en 1999, pero el M-19 nunca se hizo responsable por la vaina, ni por los espolines del Libertador que aún hoy se hallan desaparecidos. Y desde entonces la espada reposa fuertemente custodiada en las bóvedas del Banco de la República en Bogotá.
Lo chistoso, como dicen los colombianos de este robo, es que Sebastían Marroquín, como se conoce al primógenito de Pablo Escobar, ha mostrado en Instagram una foto de su infancia en la que se le ve posando con la espada original que, se supone, el M-19 le había llevado a su padre, el capo terrorista, quien soñaba con la grandeza eterna de tenerla en sus manos.
Hugo Chávez, hombre de poder y alucinaciones como Escobar, tampoco cedió al hechizo fetichista de la espada libertadora. El periodista colombiano, Nelson Freddy Padilla, cuenta en una crónica publicada en El Espectador, el 13 de febrero de 2010, cómo durante una entrevista que le hizo a Chávez, entonces candidato presidencial, este se puso de pie e improvisó un discurso de media hora, frente a un óleo donde Simón Bolívar luce el arma, en el que aseguró que empuñaría esa espada –entonces en manos del Banco Central de Venezuela– para “liberar a Venezuela de la oligarquía”.
Lo peor, dice el periodista, es que lo cumplió. En febrero de ese año exhibió en público la espada, admitió que la hizo sacar de la bóveda “porque no soportaba más la tentación de tenerla conmigo”, y en un acto público la levantó para tomarle juramento a 2.400 jóvenes reunidos para condenar las crecientes marchas estudiantiles de entonces en su contra. Levantó la espada y exclamó: “Si nos buscan por el camino de las armas, aquí estamos con la espada de Bolívar dispuestos a abrirnos por la revolución”.
El manoseo proselitista de la espada, pone en el mismo nivel la represión a unas manifestaciones de protestas estudiantiles con las batallas de Carabobo o Pichincha, fue el inicio de la degradación total del símbolo. La espada le fue otorgada a un grupo de trabajadores de Corpoelec que, según el gobierno, había dado una gran batalla contra el saboteo de la red eléctrica. También la recibieron decenas de funcionarios que habían sido sancionados por los Estados Unidos. Héroes en la guerra contra el imperialismo, fueron declarados.
Tarek William Saab, en ese entonces Defensor del Pueblo y ahora Fiscal designado por la Asamblea Nacional Constituyente; Elías Jaua, exministro de Relaciones Exteriores; Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral; y Néstor Reverol, ministro de Interior, entre otros funcionarios prófugos de la justicia internacional recibieron el mismo tratamiento, la misma distinción, que Nelson Mandela.
Pero la degradación mayor, el arribo al grado cero del valor histórico de un símbolo, ya ni siquiera lo entrega el presidente de la República. El pasado 23 de febrero, en San Antonio del Táchira, ciudad frontera con Colombia, Freddy Bernal le entregó otra réplica más de la espada prostituida al presidente de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), Diosdado Cabello, como reconocimiento, perdónenme una carcajada, a su conducta heroica al dirigir el bloqueo de la entrada dela ayuda humanitaria a Venezuela, el pasado 23 de enero de 2018.
No parecía un acto oficial. Semejaba una ópera bufa. Un sketch de aficionados. Ya nadie grita, con ritmo de consigna: “Alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina”. Ahora la pobre espada, devaluada, prostituida, manoseada, ya no camina. Se arrastra por América Latina.