De ejército libertador a espaldero de narcos

Columna en formato 3D Book.

Así podría titularse un film documental sobre la historia institucional de las Fuerzas Armadas venezolanas. Narrada entre dos grandes escenas. Una, de apertura, ocurre en el campo de Boyacá, cerca de Tunja, Colombia, 1819. Otra, la de cierre, en los llanos de La Victoria, estado Apure, Venezuela, 2021.

En la primera, centenares de soldados venezolanos y neogranadinos, conducidos por los generales libertadores Simón Bolívar y Carlos Soublette, celebran entusiastas el triunfo sobre las tropas de la Corona española que marca la Independencia de la Nueva Granada.

En la segunda, un puñado de soldados venezolanos, conducidos a distancia por un general de apellido Padrino y otro Riverol, ambos incurso en crímenes de lesa humanidad, huyen derrotados, del fuego cerrado que les disparan las tropas del comandante guerrillero colombiano Gentil Duarte, jefe de una de las dos disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que actúan libremente en territorio venezolano.

El documental se llama así por razones obvias:  en la primera escena, la Batalla de Carabobo, nuestros soldados actúan como ejército libertador de una de las cinco naciones en cuya independencia participó. En la segunda, conocida en la prensa como la Guerra de Apure, actúan en calidad de agentes defensores de uno de los dos bandos de las FARC que se pelean el negocio del narcotráfico en nuestro suelo: como espalderos de narcos.

La historia también podría llamarse “El legado de Hugo Chávez”. Porque este proceso de degradación —esta regresión histórica que nos hace vivir la vergüenza de pasar de un ejército que salía del país, no a invadir, sino a libertar naciones hermanas, a otro que ni siquiera defiende la soberanía nacional, sino los negocios turbios de una guerrilla devenida en banda criminal—, es obra fundamental del líder desaparecido.

El comandante eterno, como lo llamaba su aparato de propaganda, se tomó en serio la idea de que las FARC estaban llamadas a conducir una revolución socialista en la vecina Colombia y que era, por tanto, su deber y el del socialismo del siglo XXI, apoyarla de manera incondicional.

Con ese proyecto en mente, apenas se hizo presidente de la República comenzó a apoyar sus operaciones transfiriéndoles armas de nuestro ejército, dólares de nuestro patrimonio nacional, ofreciéndoles cobijo y protección y, lo peor, permitiéndoles usar nuestro territorio y las bases aéreas militares para el tráfico de cocaína, que, junto al secuestro y la extorsión, eran la principal fuente de ingresos de las guerrillas colombianas.

Así se terminó de generar la irreversible degradación de nuestras Fuerzas Armadas. Al retroceso civilizatorio que había significado los dos intentos de golpes de Estado de 1992; la perversión del sistema de méritos para los ascensos sustituido por la fidelidad política como baremo único; la corrupción desbocada e inducida a través del Plan Bolívar en el año 1999, cuando los generales manejaban cifras millonarias de bolívares cash sin contraloría alguna; y la sinvergüenzura rutinaria que fue convirtiendo a oficiales de menor grado y soldados rasos en vulgares cobradores de peaje; se le sumó, como veneno decisivo, el negocio del narcotráfico y la asociación política con las FARC, primero, y con el ELN y las disidencias de las FARC, después, una vez que aquellas entraron en el proceso de paz.

Entre los legados de Hugo Chávez, entre las grandes patologías que su régimen deja como herencia, destaca  uno de los procesos de corrupción más grande que fuerza militar alguna haya experimentado en la accidentada historia de América Latina. Y, seguramente, la primera red de narcotráfico de la región latinoamericana cuyo nacimiento no lo emprendieron individuos civiles, actuando a su cuenta y riesgo, sino militares activos y civiles desde dentro mismo del aparato de Estado y la institución militar.

De allí lo vergonzoso y criminal de la Guerra de Apure, el enfrentamiento entre la Fuerza Armada Bolivariana con el llamado Frente Décimo, dirigido por Gentil Duarte. No solo por lo que tiene de bochornoso que un conflicto bélico se desate en el propio territorio venezolano con un grupo irregular que hasta hace poco operaba libremente con el visto bueno de las autoridades venezolanas, sino porque es obvio y claro que las tropas venezolanas no tienen la fuerza o el entrenamiento requerido, o las dos cosas a la vez, para actuar rápida y eficientemente contra el frente guerrillero.

He conversado telefónicamente con habitantes de Arauquita, la población de Colombia que literalmente colinda con La Victoria, y sus relatos son dramáticos. La manera como han visto huir despavoridos a casi seis mil venezolanos atravesando el río Arauca, cargando unos con sus enseres domésticos, otros con cerdos y gallinas, algunos con las pocas provisiones que han podido salvar; el esfuerzo que hacen las autoridades locales para darles techo, alimentación y salud a tantos refugiados; el retumbar de los bombardeos que comienzan a las cinco de la mañana y se reproducen durante todo el día haciendo vibrar las ventanas de vidrio y las paredes mas endebles de las casas de la pequeña población vecina, crean juntas un escenario de auténtica guerra. “Ni en la peor época del enfrentamiento entre guerrilla y ejército colombiano vimos algo tan espantoso”, agregan.

En un agudo reportaje escrito en el portal La silla vacía de Bogotá, la periodista Ana León describe gráficamente el trasfondo delincuencial de esta degradación: “…más que un favor de Maduro a Iván Márquez”, escribe León, “la guerra de Apure se desató porque el Frente Décimo incumplió acuerdos sobre el control de rutas de narcotráfico y contrabando en esa zona. Acuerdos en los que participan el ELN, la otra guerrilla con mucha influencia en la frontera, y también la fuerza pública venezolana”. 

El venezolano es, sin duda, un Estado forajido, una amenaza para la paz de la región –especialmente para Colombia–, un foco delincuencial que ya comienza a ser víctima de los propios grupos irregulares que ha contribuido a mantener con vida. Lo describe con precisión el título del reportaje publicado por La Silla Vacía, en el que une la guerra de Apure a otro hecho, el presunto asesinato de Jesús Santrich, uno de los jefes de la  disidencia llamada Nueva Marquetalia: “Una disidencia de las FARC pierde a Santrich, otra le va ganando la guerra a Maduro”.

En el principio eran libertadores, dos siglos después, narcos. Pobres soldados. Pobre país.

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