De diásporas, éxodos, parias y Colombia solidaria

Hubo una época, yo diría que en los primeros 15 años del siglo XXI, cuando la migración venezolana era denominada colectivamente bajo el nombre de “la diáspora”. Para entonces nuestra migración aún no era un fenómeno masivo y estaba muy lejos de superar numéricamente, como hoy en día, a la migración siria que encabezaba todas las estadísticas.

Quienes migraban eran, en su mayoría, miembros de la clase media. Iban básicamente a Europa y Estados Unidos. Partían en avión. Y algunos destacados científicos sociales, como nuestro amigo el sociólogo Tomás Páez, detectaron que un porcentaje importante tenían formación universitaria de pregrado y posgrado.  

Ante la preocupación de que se estuviese produciendo lo que se conoce como una “fuga de cerebros”, el mismo Páez y otros investigadores respondían serenamente que el fenómeno no era necesariamente negativo porque les abría a los profesionales venezolanos nuevos horizontes, experiencias y capacidades y le daba a Venezuela renovados vínculos institucionales.

Un ejemplo interesante de ese período ocurrió en Colombia, donde la llegada de numerosos profesionales de la industria petrolera que habían sido expulsados por la purga ideológica que Chávez en persona emprendió en PDVSA, permitió que Ecopetrol, la estatal petrolera, contratara a muchos de ellos y rápidamente se sintiera el impacto de su experiencia en la creciente eficiencia de la empresa.

Pero en 2018, el día que el puente Internacional Simón Bolívar, el que une a Táchira con el Norte de Santander, amaneció abarrotado de punta a punta por miles de venezolanos desesperados por atravesar hacia Colombia, comprendimos que el fenómeno migratorio se había convertido en otra cosa.

Que se había desbordado. Ahora era un asunto de multitudes. Exilio de masas. Que ya no se trataba de una mera diáspora en la acepción sociológica de “acción o resultado de dispersar o dispersarse de una comunidad o un pueblo”, sino algo más parecido a un Éxodo. En el sentido de huida forzada de un grupo humano tal y como narra la biblia hicieron los judíos conducidos por Moisés huyendo de Egipto para liberarse de la esclavitud.

No es casualidad que ese fin de semana, el sábado 10 de febrero de 2018, las tres publicaciones más importantes de Colombia abrieron con la misma imagen, tres fotografías tomada con drones del Puente a reventar de personas que huyen desesperadas con sus pocas pertenencias al hombro, y titularon con una sola palabra: “Éxodo”.

Lo que comenzó en ese momento fue un fenómeno que aún no se ha detenido. Y cada año el número venezolano huyendo al exterior comenzó a crecer dramática y exponencialmente hasta superar el número de sirios que escapan de la guerra civil que desde el 2011 destroza su país.

La cifra arribó 670 mil en 2015.  Y en solo dos años se multiplicó al 300 por ciento en 2017, cuando llegó a cerca de un millón 700 mil.  En 2018 subió a 2.757.893 y así hasta alcanzar 4.307.930 en septiembre de 2019. En el 2020 ya éramos cinco millones. Y es muy seguro que al finalizar el 2021 estemos arribando a 6 millones. De los cuales, en el presente casi dos millones están en Colombia, y a finales de este 2021 debemos estar, si se mantiene el flujo en unos dos millones quinientos mil. Lo que significa que de cada 3 venezolanos que emigran por lo menos uno se viene a Colombia.

Esa segunda oleada ya no salía en avión, a Europa o Estados Unidos. Ni se tomaba la foto de despedida frente al mural de Cruz Diez en el aeropuerto de Maiquetía. Ahora viajaban en autobús. Y su destino era básicamente Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Brasil y Argentina.

Ya no llegaban a puerto seguro con dólares suficiente para iniciar una nueva vida, sino que se iban aventurando a la busca de empleos: cualquier empleo. Pero todavía era una migración que mostraba capacidad para incorporarse en el mercado laboral de los países adonde llegaba. Había profesionales universitarios, peluqueros, cocineros, mesoneros, choferes, plomeros y muchos que aprendieron rápidamente las técnicas de los vendedores ambulantes y en Colombia fueron copando el trabajo de repartidores de lo que aquí se llama “domicilios”: el envío de compras diversas a casa, generalmente transportadas en bicicletas.

Pero en el 2019 el número de venezolanas que migraban huyendo del infortunio de su país (acelerado por los horrores económicos del tirano Nicolás Maduro y por el crecimiento de la persecución por razones ideológicas), creció exponencialmente y el nivel social y educativo de quienes huían descendió dramáticamente. 

Ahora los venezolanos no salían siquiera en autobús, atravesaban Colombia a pie y se creó la figura apocalíptica de “Los caminantes”. Grupos de quince a veinte personas caminando por el hombrillo de las carreteras con sus hijos y maletas a cuestas hasta durante una semana para llegar a alguna ciudad incierta. Ya no solo no eran profesionales, sino que muchos siquiera habían logrado terminar la primaria. Y ya no solo eran irregulares en el país receptor, sino que no tenían cédula de identidad, menos aún pasaporte, porque en su país dejaron de expedirlos o resultaba muy costoso obtenerlo.

Fue cuando las calles de Bogotá comenzaron a llenarse de venezolanos mendigos, y el número de “venecos” involucrado en delitos creció de manera alarmante, haciendo que algunas autoridades generalizarán injustamente la condición delictiva cuando porcentualmente era insignificante con relación al total de nuestra migración.

Fue también el momento cuando el ELN y los carteles de las drogas colombianos comenzaron a reclutar jóvenes inmigrantes venecos para renovar sus fuerzas envejecidas y diversas ONG’s locales a denunciar de manera sistemática la utilización de mujeres venezolanas para diversas formas de explotación sexual. Así dejamos de ser una diáspora, o un éxodo, para convertirnos en los parias del siglo XXI.

Salvo en Colombia, donde – a pesar de contadas excepciones de brotes xenofóbicos y aporofóbicos y de mala utilización política del tema– Estado, gobierno y sociedad, han asumido responsablemente el fenómeno y actuado generosa y solidariamente con nosotros, en muchos países la migración venezolana se volvió incómoda y los migrantes más pobres han sido sometidos a formas diversas de hostilidad y discriminación

En Chile, recientemente, militarizaron la frontera con Perú para impedir el paso de venezolanos. En Perú, el fujimorismo ha utilizado políticamente la xenofobia popular para tratar de aprobar una ley que impide la entrada de más migrantes venezolanos y la presencia de bandas criminales organizadas que se enfrentan con bandas locales ha agravado la situación. En Pacaraima, Brasil, una turba enardecida, dos años atrás, quemó un campamento de migrantes venezolanos y haitianos. En Ecuador aprobaron la necesidad de una visa de turista para que los venezolanos puedan transitar.

En ese contexto el reciente decreto del presidente Duque, el llamado Estatuto de protección temporal para iniciar un proceso de regularización de todos los inmigrantes venezolano por un plazo de diez años, se convierte en un gesto extraordinario, una decisión que ha sido celebrado incluso por el Papa Francisco, dando un ejemplo a los demás países de la región que se niegan a reconocer lo que la Agencia de la ONU para los refugiados, ACNUR, viene planteando de desde el 2020.

Que es necesario que la migración venezolana sea declarada por los Estados y gobiernos en condición de refugiados y no de migrantes. Porque no es un desplazamiento voluntario, producto de una decisión individual de salir a buscar mejores condiciones de vida en otro país. Es una migración forzosa, resultante de una catástrofe social producida por un Estado fallido y un modelo político conocido como “socialismo del siglo XXI”.

Somos, tal y como lo definen los acuerdos internacionales, personas cuyos derechos fundamentales, y sus propias vidas, corren peligro y no pueden ni deben regresar a su país de origen hasta que no cambien las condiciones.

Él presiente Duque, Colombia, su población, y buena parte de su sociedad civil organizada han dado un ejemplo y los venezolanos estaremos eternamente agradecidos.

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