Visité la Quinta San Pedro Alejandrino en la ciudad de Santa Marta, Colombia. Al entrar me dirigí a un pequeño cuarto y miré un solitario y decolorado catre de campaña donde se supone murió el Libertador. En el lugar del colchón, una bandera de Venezuela. Y ya. Y pensé que, si a Bolívar le había ido mal en los últimos días de su vida, a su memoria en estas últimas décadas le había ido peor; porque le pusieron su apellido a una república en el preciso momento cuando los mismos que así la bautizaron se propusieron destruirla. Y lo lograron.
Es tan fuerte para los venezolanos el mito Simón Bolívar que siendo aún adolescente me inventé la teoría de que la Quinta San Pedro Alejandrino era un set imaginado por un cineasta local para que la película sobre el Libertador tuviese, si no un happy end, por lo menos un final épico.
Con el paso del tiempo, cuando ya era un joven lector, comprendí que todos los relatos, incluyendo los escritos por historiadores probos, son invenciones humanas, por lo tanto ficciones. Entonces reconocí la potencia dramática de este final de vida del gran caraqueño.
Que un héroe del siglo XIX, libertador de cinco naciones, que ha tenido todo el poder político en sus solas manos, y logrado derrotar en duras guerras al gran imperio español, tenga que salir huyendo de Bogotá, envejecido precozmente a los 47 años, derrotado y enfermo, a tomar un largo viaje por el río Magdalena camino al exilio en Europa y termine -por su grave estado de salud- refugiado en una hacienda de la costa Caribe, y a los pocos días de llegar a la plantación donde los esclavos bailan cumbia, cultivan caña, y producen ron, se encuentre con la muerte, es una historia insuperable.
II
Escribo estas notas luego de visitar, en una mañana de sábado soleado, la Quinta San Pedro Alejandrino en la ciudad de Santa Marta, Colombia. Y debo aceptar que, aunque nunca he sido, y obviamente ya no seré, uno de esos venezolanos que rinden culto a la figura del Libertador, ya en ancas de la moto que me lleva a la Quinta me invade una cierta emoción al saber que en pocos minutos estaré en el lugar donde el prócer murió.
La noche anterior había revisitado en mi laptop la famosa pintura en la que Bolívar yace, famélico, en una cama. A la izquierda un médico le toma la mano como averiguando la tensión, y un sacerdote denegra sotana lee una biblia abierta entre las manos. A la derecha, siete oficiales de alta graduación contemplan compungidos, pero con mucha entereza, al venezolano agonizante. Salvo uno que, desconsolado se cubre los ojos con su mano izquierda. Seguramente para ocultar el llanto.
Pero lo que encuentro en San Pedro no tiene ni una pizca de la mise en scéne de aquel lienzo. Encuentro una casa de hacienda que de tantas refacciones no conserva nada, o solo poco, creo, de la arquitectura caribeña del siglo XIX. Una casona extraviada en medio de un bosque de grandes árboles en estado de sequía total.
Encuentro a una señora que, como un monje budista en meditación, se haya concentrada en las uñas de una mano que se lima disciplinadamente mientras se supone que cuida, sin mirar a quienes llegan, la entrada a la casa. No hay otro visitante más que yo. A la izquierda me dirijo a un pequeño cuarto y miro un solitario, pequeño, y decolorado catre de campaña donde se supone murió el Libertador. En el lugar del colchón, una bandera de Venezuela. Y ya.
Lo demás, baratijas. Litografías varias de Bolívar. Un arcabuz enmohecido. Dos balas de cañón. Y afuera, en el patio, un largo mural de un pintor peruano que a fuerza de años, lluvia y sol ya no es obra de arte sino confesión de olvido.
Salvo unas iguanas gigantescas, de casi un metro, que con su porte de animales prehistóricos y unos hermosos tonos amarillos verdeceos en sus crestas, corretean asustadizas entre los árboles, como si ensayaran para un documental de National Geographic, todo lo demás es un largo bostezo.
III
Fui emocionado y regresé triste. Descorazonado. Hasta en el museo del chorizo santarrosano que alguna vez visité en una población del eje cafetero, también aquí en Colombia, me divertí mucho más.
Tanto, que Jefferson, el mototaxista que ese día me “colaboraba” -como dicen bonitamente los bogotanos- transportándome por la ciudad, subrayó lo triste del lugar. “Lo visité cuando era un sardino y era una belleza”, comentó. Y agregó “Lo abandonaron”.
En silencio nos fuimos a la famosa Playa El Rodadero. “Le aseguro que allá se le va a quitar la tristeza”, dijo optimista el Jeffer. Y así fue. Me senté en un restaurante playero llamado el Don Pipe. Y entre el verde esperanza que brotaba del mar, las palmeras borrachas de sol, la alegría de las -bien diseñadas por sus padres- turistas paisas sentadas en la mesa de al lado, y los coqueteos cítricos del ceviche de camarón con pulpo que acababan de servirme, logré sonreír.
Pero apenas me quedé solo (porque Jefferson fue a buscar un parqueadero seguro para la moto) volví a recordar el minicatre, desangelado y triste. Entonces, una gran melancolía se sentó en mi mesa. Y pensé que, si a Bolívar le había ido mal en los últimos días de su vida, a su memoria en estas últimas décadas le había ido peor.
Hice el inventario de porqué lo llamaron “el hombre de las dificultades”: Uno, huérfano y viudo precoz; dos, rodeado de enemigos que intentaban con frecuencia matarle; tres, incapacitado para tener hijos; cuatro, moribundo sin familia fuera de su país. Como mucho para una sola persona, me dije. Solo le faltaba ser del Real Madrid.
Pero ahora, con casi dos siglos de muerto, tampoco le va mejor. Pensé en la frase “revolcándose en su tumba”. Revolcándose porque le pusieron su apellido a una república en el preciso momento cuando los mismos que así la bautizaron se propusieron destruirla. Y lo lograron.
Revolcándose también, por el triste destino de su espada. Primero, la manchó de horror la guerrilla colombiana que secuestró uno de los dos ejemplares originales en Bogotá. Y después cuando el teniente coronel de Sabaneta comenzó a repartir, como si fuesen tequeños en un brindis, réplicas entre los dictadores del siglo XX que habían logrado llegar al XXI: Una espada-tequeño para Mugabe; otra para Daniel Ortega; una para Saddam Hussein; otra para Gadafi; una para el hijo de Putin; otra para Ahmadinejad. Y así sucesivamente.
Después vino la consigna “Alerta que camina/la espada de Bolívar/por América Latina”. Y por donde quiera que pasara la espada las tragedias se repetían. Lula, el metafísico brasileño preso por corrupción. Correa, el ecuatoriano de Harvard, huyendo de la justicia de su país. Morales, el boliviano que habla en arameo antiguo, derrocado por su empeño en reelegirse. Zelaya, secuestrado en la madrugada, en pijama, por unos militares que nadie aún sabe si son peores o iguales que él. Y Cristina de Kirchner, la “Evita Perón” hecha en Taiwan, acusada de corrupta por su propio secretario.
Pero igual me quedo esperanzado. En el 2030 se cumplirán doscientos años de la muerte de nuestro héroe y vía WhatsApp estoy animando a Jefferson, un muchacho sensible que antes de despedirnos me confesó que está enamorado de una “venequita” -“bella” dice él-, para que organicemos el “Comité pro defensa del catre de Bolívar”. Calculo que si reunimos cuatrocientos mil pesos, poco más de cien dólares, podemos darle una mano de pintura a la camita enana y desnutrida y, tal vez, nos alcance para restaurar el mural peruano.
Me gusta imaginar al “Hombre de las dificultades” sonriendo desde la eternidad gracias a ese gesto de cariño samario en su memoria. Porque, digo yo, hasta los próceres deben relajarse y no autoflagelarse ad æternum pensando que araron en el mar.
Ilustrativa triste, y de gran arrechera.
Excelente Tulio. Me encanta estas dos últimas relecturas que he hecho, está hoy resulta de total actualidad. Un abrazo. Ka.