Estaba fuera de sí. Destilaba odio y desprecio en su mirada, palabras y gestos. Era tan soez, agresivo y obsceno, que en la transmisión del video que hizo NTN24 la pasada semana, tuvo que introducir por lo menos diez veces el pitido de censura que se usa para que las vulgaridades no salgan al aire en las transmisiones de radio y tv.
“Hijo de puta”, “concha de tu madre”, “como todos los venezolanos, no tienes huevos”, “son mariquitas”, “regrésense a su país a comer plátanos en los árboles”, “aquí mandamos los chilenos, no ustedes”. Fueron algunas de las más suaves palabras que el xenófobo chileno pronunció contra nosotros los venezolanos. Obviamente, no había leído la Gramática de Andrés Bello, el venezolano rector fundador de la Universidad de Chile y senador por Santiago entre 1837 y 1864 por tres periodos consecutivos.
El xenófobo del cono sur había entrado en ese estado de conmoción despectiva solo porque uno de los dos trabajadores venezolanos, que en ese momento atendían una tienda de alimentos en un barrio de Santiago de Chile, acababa de pedirle que retirara su perrita del almacén porque las normas del local prohibían la entrada de mascotas.
Entonces el hombre, obviamente enfermo de supremacía racial, entró en regresión satánica, como el personaje aquel representado por Linda Blair en El Exorcista, poseído por el demonio. Claro, el xenófobo chileno no expulsaba baba verde. Ni la cabeza le giraba sobre los hombros sin control. Tampoco emitía una voz cavernosa y torva como la del demonio,. Pero, aun así, aunque no fuese Otelo representado por Pavarotti, aquel hombre, aunque no corpulento, era feroz. Brutal. Violento. Amenazante. Una especie de Hulk con voz de soprano.
Por suerte los trabajadores venezolanos no cayeron en sus provocaciones. Ni aceptaron la invitación de salir a la calle a defenderse “como hombres, no como mariquitas”. Porque, además de racista, el xenófobo chileno era obviamente homofóbico.
A cambio, uno de los empleados lo grabó de comienzo a fin, registrando cada una de sus expresiones, la manera violenta como trató de golpear a los dependientes, y rápidamente el video se hizo viral no solo en Chile y en Venezuela, sino en toda Suramérica y en los cinco continentes por donde se hallan dispersos siete millones de venezolanos.
Días después, el xenófobo de Santiago volvió a las redes a ofrecer disculpas. Dijo que pedía perdón por lo dicho, que se había tomado unos tragos de más, que ningún ser humano se merecía ese trato. Pero, como dice un refrán de Venezuela, “tarde piaste, pajarito”. Un análisis del discurso elemental, sin que tengamos que ser Roland Barthes o Charles Pierce, sabe que la ebriedad no puede inventarse de un momento para otro una narrativa tan bien estructurada como la del xenófobo austral.
La saga de improperios había sido suficientemente masticada como un puzle bien armado –mariquitas, monos, extranjeros– y lo preocupante es que esta concatenación de prejuicios y estigmas expresa un razonamiento colectivo, que obviamente no todos los chilenos no deben compartir, pero tampoco es un acto individual.
Además de la persecución del régimen chavista, que acusa a quienes lo adversan y a quienes emigran de “traidores a la patria”, muchos de los siete millones de venezolanos que hoy viven fuera de Venezuela han sido víctimas, en diversos países latinoamericanos y caribeños, de distintas formas de hostilidad, discriminación, incluso de violencia física y descalificaciones como las protagonizadas por el chileno xenófobo.
Es cierto que hay países como Argentina y Uruguay donde la receptividad es amplia y generosa. Y otros como Colombia, que ha desarrollado sólidas políticas de Estado para regularizar y facilitar la presencia de la migración venezolana. Pero en muchos otros, incluyendo Panamá y Costa Rica, donde antes se entraba libremente, ahora los venezolanos deben tener visa. En lugares como Perú, algunos políticos han utilizado la crítica a la migración venezolana como parte de sus campañas electorales, y en muchos otros, como en varias islas del vecino Caribe, cada vez se hace más difícil el acceso a los venezolanos emigrantes.
La xenofobia es una de las tantas patologías del tratamiento de la alteridad que se repiten a lo largo de la historia. A pesar de que el desplazamiento masivo y en general la migración son una constante de la humanidad desde sus orígenes, la estigmatización y los prejuicios hacia los emigrantes ocurren una y otra vez. El cine americano ha producido piezas ya clásicas sobre el fenómeno, desde West Side Story hasta Pandillas de Nueva York, pasando por Gran Torino.
Que los migrantes son una invasión, que vienen a quitarle los puestos de trabajo a los locales, que los hombres son delincuentes y las mujeres prostitutas, que no pagan impuestos, que son maleducados, que crean crisis en los servicios públicos, que traen enfermedades, son algunos de los estigmas ya muy bien estudiados que se le aplican a los migrantes en distintos momentos y distintas naciones. A los italianos en la Alemania nazi, a los africanos en Europa, a los latinoamericanos en Estados Unidos.
En Colombia, distintas organizaciones, internacionales y locales, han hecho un trabajo educativo sólido para neutralizar los brotes xenofóbicos. Me pregunto si en Chile el gobierno de Boric y las oenegés de derechos humanos estarán haciendo algo semejante. Porque no basta con que el chileno xenófobo ofrezca disculpas, es necesario un trabajo educativo y de sensibilización responsable para recordarle a los locales que migrar es un derecho humano universal e inviolable, que existen acuerdos internacionales que protegen al migrante, y que ningún país o pueblo sabe cuándo le tocará vivir esa dura experiencia.
El video del chileno xenófobo seguramente se convertirá en una pieza clave para explicar pedagógicamente la fealdad patológica, la desgracia ética, el déficit de humanidad, el atraso civilizatorio, que representa esa patología perversa de satanización del extranjero migrante.