23 de enero y 4 de febrero: comienzo y fin.

Leer en otro formato.

Después de un largo silencio de semanas –un reposo necesario y un tiempo dedicado a los temas de ciudad y cultura que había abandonado temporalmente–, vuelvo hoy a la escritura semanal en Frontera Viva, poniendo en paralelo dos temas sobre los que mucho se ha escrito en estos días: la conmemoración por parte de los demócratas venezolanos de la insurrección popular del 23 de enero de 1958 y, por parte de los militaristas, del fallido golpe de Estado del 4 de febrero de 1992.

Del primero se cumplieron 64 años y muchos de sus protagonistas hace tiempo que no están. Incluyendo dos figuras entonces legendarias, Rómulo Betancourt, el líder civil, y Wolfgang Larrazábal, el conductor militar que no necesitó disparar ni un solo tiro porque el tirano huyó por los cielos de Caracas con su maleta cargada de dólares sin hacer resistencia militar alguna.

Del segundo, han transcurrido 30 años, y muchos de sus ejecutores,  son leyendas que ejercen el poder político de manera ininterrumpida desde 1999.

Son dos fechas de significados exactamente opuestos en la historia política venezolana. El 23 de enero de 1958 representa uno de los momentos más felices que haya experimentado la nación. El fin de otra dictadura militar. Una fiesta de calle. El retorno de la libertad. Un día para la esperanza. El momento fundacional de la democracia que se había interrumpido con el golpe de Estado contra Rómulo Gallegos en 1948, el primer presidente electo democráticamente, por votación directa y universal, en la historia de Venezuela.

El 4 de febrero de 1992 es, en cambio, una fecha luctuosa. Trágica. De retroceso histórico. Es el momento cuando los militares vuelven a la escena tratando de tomar el poder por la fuerza, protegidos por la oscuridad de la medianoche, a cañonazos y metralla. El inicio del fin de la democracia que había logrado preservarse por 34 años ininterrumpidos y que seguiría con vida unos años más una vez derrotada la asonada militar que puso a Hugo Chávez y su club de golpistas en el camino al Palacio de Miraflores.

El 23 de enero se le dijo adiós al militarismo. El 4 de febrero fue el anuncio de su regreso.

El 23 de enero es épico. El 4 de febrero trágico. El 23 de enero es un inicio, una apertura. El 4 de febrero un final, una clausura. El 23 de enero es un día transparente, de la esperanza democrática. El 4 de febrero un madrugonazo enmascarado, de fracaso nacional.

Las fotografías del 23 de enero son de rostros sonrientes, gente en las calles, banderas ondeando, hombres y mujeres abrazados, militares y civiles celebrando juntos la expulsión del tirano Marcos Evangelista Pérez Jiménez, ciudadanos comunes liberando presos políticos de los barracones de la Seguridad Nacional.

Las del 4 de febrero son de caras largas. Expresiones de desconcierto y amargura. Soldados muertos. Calles ensangrentadas. Tanques de guerra intentando tumbar sin éxito las puertas de entrada a Miraflores. Nada que celebrar. Y al final convoyes llevándose presos a los que dejaron a Caracas oliendo a pólvora y sangre derramada. En estas fotos no hay pueblo civil solo militares matándose entre sí.

Las del 23 de enero son fotos que hablan de una alianza entre hermanos: entre ejército, pueblo común, partidos políticos y empresarios para intentar dar una segunda oportunidad a la democracia. Las del 4 de febrero y los días subsiguientes hablan de Caín y Abel, de luto y de traición, de oficiales medios violando su juramento a la Constitución de 1961, de luto y muerte, de jóvenes militares muriendo acribillados a balazos en las calles de Caracas por otros militares de su misma formación y sus jefes rindiéndose y llevados a prisión.

Los protagonistas del 23 de enero terminan conquistando la libertad y liberando a los presos políticos de la Seguridad Nacional. Los del 4 de febrero terminan en la cárcel de Yare y años más tarde, especialmente a partir de la llegada de Nicolás Maduro a la Presidencia, volviendo a llenar de presos políticos, como cuando Pérez Jiménez, las cárceles del país.

El 23 de enero permitió que los exiliados políticos regresaran a Venezuela a reunirse con sus familias. El 4 de febrero significa el inicio del más grande fenómeno migratorio existente en la historia de Venezuela y, seguramente, el más grande en la historia de América Latina. El que ya nos tiene a siete millones –una población equivalente a las de Madrid, Barcelona y Roma juntas–, fuera de Venezuela.

A pesar del esfuerzo ideológicamente manipulador, de los Goebbels cubanos que dirigen el aparato propagandista chavista, intentando hacer pasar el golpe del 4 de febrero como un acto heroico y revolucionario. Se trata de una vulgar asonada militar similar a la Pinochet en el septiembre chileno, la de Galtieri en Argentina, la Velazco Alvarado en el Perú, o la de Delgado Chalbaud, Pérez Jiménez y Llovera Paéz en 1948 contra Gallegos.

Con una diferencia que la de Hugo Chávez y sus tropas matonas estaba asociada a civiles de ultraizquierda y a lo que quedaba de guerrilla marxista de los años 1960, aquello que Thays Peñalver en su libro Los doce golpes ha llamado certeramente “políticos armados”. El golpe del 4F es simplemente una continuidad, una actualización, de El Carupanazo y El Porteñazo, las dos sangrientas asonadas militares que intentaron poner fin a la democracia naciente bajo la presidencia de Betancourt, algo muy bien documentado en el libro Temporada de golpes. Las insurrecciones militares contra Betancourt de Edgardo Mondolfi.

Algún día, cuando la democracia regrese a Venezuela, y soltemos a los presos políticos de los sótanos de El Helicoide y Ramo Verde, y los exiliados volvamos a abrazarnos –seguramente llorando de alegría– con nuestras familias y amigos, el 4F será declarado el Día de la Infamia. O el de La Traición. El de La Barbarie. El de Los Felones. El de la Miseria Humana. Ya veremos. Lo decidiremos en consulta popular.

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