Habrá que buscarle un nombre contundente, porque así como hay fechas patrias que la mayoría de los ciudadanos de un país quieren y deben conmemorar con orgullo –el 19 de abril de 1810, por ejemplo–, hay otras que es necesario no olvidar. Pero por lo triste, dolorosas y trágicas que fueron para el destino de sus naciones.
Una de ellas es para Venezuela el 4 de febrero de 1992. El día o la noche del fallido golpe de estado conducido, entre otros militares felones, por un peligroso aventurero barinés llamado Hugo Rafael Chávez Frías. Ese día debería llamarse el Día de la Infamia. Y apenas recuperemos la democracia en Venezuela debe declararse fecha de luto. De silencio y meditación. De tristeza y de pesar.
Porque la asonada militar de febrero de 1992 fue una cuádruple traición. Primero, la deshonra que ejecutaron aquellos jóvenes militares contra la Constitución de la República, cuando violaron flagrantemente el juramento que hacen los egresados de la Academia Militar el día que realizan su acto de graduación y asumen la responsabilidad de formar parte de una institución responsable del monopolio de las armas del Estado para prestar servicios a la nación entera y no a una fuerza política o a una ideología en particular. Fue la traición a un juramento de honor.
Segundo, la traición –el engaño vil– al que sometieron a los solados que participaron en la asonada sin tener conocimiento de causa de lo que estaba ocurriendo. Fue una gran cobardía. Hugo Chávez, el responsable de conducir el ataque a La Casona y al Palacio de Miraflores, con el objeto de asesinar al presidente Carlos Andrés Pérez, llevó a la tropa desde Maracay bajo el engaño de que iban a hacer unos simulacros de guerra en Caracas. Y al final, ya lo sabemos, como no era su propia vida, expuso a muchos de los jóvenes soldados a la muerte cuando ni siquiera habían llegado a los veinte años de edad por una causa que ni siquiera entendían.
Tercero, y quizás lo más cobarde y miserable, la tercera traición, la imperdonable, haber atacado a compañeros de la misma fuerza militar venezolana, a jóvenes soldados que igual que los insurrectos, tenían familias, cumplían su servicio militar o formaban parte de tropas profesionales, y fueron a masacrarlos como si fuesen enemigos de guerra, habitantes de otro país amenazante. Cerca de ochenta venezolanos quedaron sin vida esa noche inútil. Algunos ajusticiados con un tiro en la espalda.
Y, cuarto, para saber de qué calaña de ser humano era Hugo Chávez al momento de la rendición en el Museo Militar (en un arreglo confuso que alguna vez se aclarará) cuando se hizo pasar, sin serlo, por jefe del levantamiento del cual solo era un miembro, mas no su conductor.
Cuatro traiciones en menos de doce horas. Pero así es la historia de la humanidad. Hitler entró al poder por vía de elecciones y luego, traicionando su país, dio un golpe de fuerza. Chávez intentó entrar al poder a través de un golpe militar y, al fracasar, después lo logró por vía de las elecciones. Fueron caminos distintos, pero ambos lograron lo mismo: el poder personal total. Tener los destinos de una patria entera, de toda una sociedad, en sus solas manos.
Hitler se suicidó después de haber generado la más cruel guerra internacional en la historia de la humanidad. No sabemos si Chávez también se suicidó, los mecanismos de la mente humana son insondables, como nos enseñaron El Bosco y Freud, pero está claro que puso en riesgo su vida propia haciendo campañas electorales cuando estaba amenazado por una enfermedad terminal. Alguien que no ame su vida propia no puede valorar la de los demás.
Chávez fue un mentiroso impúdico desde los primeros días de su primer gobierno. Cuando visitó por primera vez La Casona, la residencia oficial de los presidentes venezolanos, declaró públicamente que era demasiado lujosa y –como si fuese su propiedad– que la iba a donar para los niños pobres y resulta que no solo no lo hizo, sino que sus hijas terminaron apropiándose de la vivienda incluso después de su muerte.
Anunció también que iba a entregar el Palacio de Miraflores, que también le parecía muy lujoso, para hacer una universidad popular y no solo tampoco lo hizo, sino que terminó convirtiendo aquella casona afrancesada en un fortín por el cual los ciudadanos no podían pasar, siquiera por el frente, salvo cuando él mismo daba sus mítines desde un lugar llamado el Balcón del Pueblo, en una clara remembranza de otra fanática populista llamada Evita Perón. Una de sus fuentes de inspiración.
Hugo Chávez fue una maldición mayor. Hizo delirar a las masas venezolanas por entonces –con toda razón– desencantadas con la democracia representativa. Los venezolanos inocentes aplaudían a rabiar sus desplantes, celebraban sus ironías, deliraban ante la oferta de un futuro mejor, luminoso, justo, sin diferencias sociales, ni ricos ni pobres, sin corrupción, una sociedad perfecta, de bienestar que, como decía Chávez que decía Bolívar, llenara de felicidad a sus ciudadanos.
Y creó exactamente lo contrario. Una sociedad Frankenstein. Un cuerpo social en descomposición hecho como una colcha de retazos con los cadáveres de los totalitarismos del siglo XX –fascismos, comunismos, militarismos latinoamericanos– maquillados a las exigencias y posibilidades del XXI.
No creó un comunismo. Ni eliminó la propiedad privada. Creó una nueva burguesía más depredadora que todas las clases sociales altas que ya se habían conocido en la historia de Venezuela. Y terminó creando una sociedad de hambrientos y desplazados, que ya en un número de cinco millones son los nuevos parias del planeta superando en cuatro ceros a los migrantes de la guerra civil siria.
Pero lo que resume su legado, lo que comenzó a construirse aquella noche de la asonada militar de 1992, fue el regreso de los militares al poder total. Es decir, el fin de la democracia. Porque no había nada revolucionario o innovador en aquel levantamiento. Todo el esfuerzo por hacerlo pasar ahora como un acto épico análogo, por ejemplo, a la toma del Palacio de Invierno, no es más que una farsa y una manipulación.
El de febrero no se diferencia en nada, absolutamente en nada, a los golpes clásicos con los que los militares militaristas latinoamericanos, llámense Pinochet, Galtieri, Pérez Jiménez, Trujillo o Somoza se han tomado el poder impunemente. Solo que fue derrotado.
El de febrero de 1992 no es más que la continuidad de una patología golpista que desde la década de los años 1930 forma parte de la tradición militarista venezolana. Y es una reedición, incluso con las mismas consignas y el mismo brazalete tricolor, de los sangrientos golpes de estado de 1962, contra el gobierno de Betancourt, El Carupanazo y El Porteñazo, asestado igual por militares golpistas en alianza con civiles militantes del Partido Comunista y el apoyo silencioso de otros falsos demócratas como el recién desaparecido José Vicente Rangel.
No hay nada que conmemorar esta semana que mañana comienza. El 4 de febrero comenzó una tragedia nacional, una involución civilizatoria, el retorno a etapas que creíamos superadas de nuestra historia, el regreso a la hegemonía de la bota militar, el ruido de bayonetas y la arrogancia jactanciosa de los caudillos rurales.
Allí estamos, véannos, cinco millones de venezolanos deambulando por el mundo en búsqueda de una segunda oportunidad. El resultado de las cuatro traiciones de Hugo Chávez. A su escuela, a sus compañeros de armas, a la Constitución y a la nación.