Ya lo he contado otras veces. Pero me he propuesto volverlo a hacer, año a año, para que los más jóvenes escuchen. Unos días después del fallido intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, un grupo de universitarios que acudíamos con regularidad al Palacio Federal, sede del parlamento venezolano, a conversar con el senador Ramón J. Velásquez, volvimos a su despacho para escucharle.
Estábamos perturbados por las imágenes de los tanques intentado entrar a cañonazos al Palacio de Miraflores y por las fotografías de los cadáveres de jóvenes soldados tirados sobre charcos de sangre en el pavimento. Esperábamos con cierta inquietud la entrada de aquel hombre que había sido reportero, director del diario El Nacional, escritor, historiador, secretario de la presidencia de Rómulo Betancourt, varias veces ministro, parlamentario, y unos meses más tarde de aquel encuentro, por razones del azar, tendría que hacer de presidente interino de la república una vez que Carlos Andrés Pérez fue desalojado de la presidencia gracias a un complot en el que participaron jefes de su propio partido.
Así que apenas el futuro presidente entró a la sala y se sentó, sin muchos preámbulos, le pregunté: “Doctor Velásquez, desde su perspectiva ¿qué significado tiene la asonada militar que acaba de ocurrir?”
Entonces, nuestro maestro, que solía tomarse su tiempo para responder, tardó un poco más de lo normal, subió el dedo índice, tomo aire como buscando las ideas en los pulmones y, con su parsimonia de siempre, nos dijo:
–Miren, se los voy a resumir de este modo: Alguien levantó la tapa del infierno en donde a fuerza de padecer asesinatos, torturas, carcelazos, exilios y otras persecuciones, varias generaciones de venezolanos demócratas habíamos logrado encerrar los demonios del militarismo. ¡Ahora los demonios andan sueltos otra vez!”.
Se detuvo. Pasó la vista sobre nosotros. Creo que éramos dos historiadores, un politólogo y un sociólogo. El mayor tendría, máximo, cuarenta años, nuestras cabelleras bien pobladas, y al lado del doctor Velásquez quien caminaba hacia los ochenta, resultábamos jóvenes.
Entonces, el senador que era un hombre fuerte y memorioso tomó aire de nuevo, y mirándonos con la piedad de un médico que ofrece un diagnóstico comprometido, se preguntó: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”.
La sala se quedó en silencio. La frase, para decir lo menos, me produjo un cierto escalofrío. Era otra manera de evaluar lo sucedido. Y como quien hablaba tenía la auctoritas de haber sido protagonista de la historia política del siglo XX –desde la dictadura de Juan Vicente Gómez, hasta los cuarenta años de democracia– nos tomarnos en serio la premonición.
Ramón J., como se le conocía en el mundillo político, era un profundo conocedor del estamento militar, había publicado un exitoso libro –Conversaciones imaginarias con Juan Vicente Gómez– en el que hurgaba en la sique del caudillo militar que había metido en cintura al país durante 28 años. Y como secretario de la presidencia de Rómulo Betancourt había recibido la tarea de cuidar las relaciones con los uniformados. Porque, como solía afirmar, todas las semanas –todas– en la oscuridad de los cuarteles algún grupo o logia estaba tramando un golpe de estado.
Eso lo sabía muy bien Rómulo Betancourt. El primer presidente electo que logro terminar su gobierno, entre 1959 y 1963, sin que otro golpe de Estado lo sacara de juego como a Gallegos. Lo hizo a fuerza de derrotar en duras batallas, con el apoyo de los militares constitucionales, una decena de ataques armados. Unos, como El Carupanazo y El Porteñazo, 1962, manejados desde Cuba con el apoyo de la izquierda marxista que ya se preparaba para la guerrilla. Otros, como el intento de magnicidio en el Paseo Los Próceres, desde República Dominicana, con el apoyo de la Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de derecha, que encontraba en Betancourt una amenaza por su doctrina de condena a todo tipo de dictadura.
Ya caída la noche, de regreso a casa, la frase repicaba en mi cabeza como un eco persecutorio: “¿Cuántas décadas les costará a ustedes volverlos a encerrar?”: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”. Sin embargo, quizás para dormir bien, esa noche me dije a mismo que probablemente esta vez el doctor Velásquez se equivocaba. Que los militares que volvían a intentar tomarse el poder por las armas, no por los votos, habían sido derrotados e irían a la cárcel. Que, tal vez pronto, todo volvería a la normalidad democrática.
Pero, obviamente, el equivocado era yo, no él. Por estos días de febrero se están cumpliendo 31 años del golpe del 4F y de la pregunta por el destino de los “demonios del militarismo”, como acertadamente los llamó. Han pasado un poco más de tres décadas, los aún no cuarentones que escuchábamos aquella tarde de 1992 transitamos, ahora, el trecho de los sesenta a los setenta años de edad. Algunos tenemos canas. Varios estamos en el destierro. Unos como emigrantes. Otros, como exiliados políticos.
Y –aunque igual sufrido exilios, cárceles, torturas y asesinatos–, los demócratas venezolanos del presente no hemos logrado encerrarlos de nuevo. Los demonios siguen sueltos. Danzan, como los de Yare, gozosos en el espacio público. Los militares golpistas y sus sucesores, son otra vez —como en el perezjimenismo o el gomecismo—, dueños y jefes del país. Pero ahora de manera más delictiva. Tanto en el imaginario como en los hechos verificables, tienen mansiones, casinos, bodegones, carteles del narcotráfico, minas de oro, muchos están presos en calabozos de EE.UU. o perseguidos por la DEA, uno que otro investigado por crímenes de lesa humanidad.
Ramón J. Velásquez sabía más por viejo que por diablo. Esa tarde de febrero tampoco se equivocó.