¿Qué haría usted amigo lector si un día, pongamos que en un almuerzo de pocas personas, Eduardo Fernández, uno de los comensales, se queda en silencio mirando a través de una claraboya del restaurant y exclama con expresión de niño desconsolado: “¿Algunas veces me pregunto por qué el cielo es azul?”
¿Le daría un golpecito en el hombro y le diría: “tranquilo Eduardo, ya pasará”? ¿Continuaría comiendo imperturbable pensando que se trata solo de un desplante para llamar la atención? ¿Pensaría que al excandidato presidencial de Copei tiene problemas siquiátricos y guarda silencio? ¿O se lo tomaría a guasa y le respondería con frase de refranero popular: “¿No lo vas a saber tú, Edu, que eres artista?”.
No tengo respuesta. Porque desde que leí uno de sus artículos titulado “¿Por qué voy a votar?” y descubrí la extrema carga de inocencia con la que el expresidente de la Internacional Demócratacristiana explica el tema de las elecciones legislativas que se realizan hoy 5 de diciembre, no logro determinar si a Fernández le ha dado por burlarse de sus lectores, está en una fase de negacionismo similar al de quienes sostienen que el Covid-19 no existe, o para justificar moralmente su colaboración con el gobierno rojo practica una forma suprema del cinismo que hasta ahora desconocíamos en Venezuela.
Permítanme explicarlo. Eduardo Fernández, un dirigente político fundamental de la era bipartidista, y un presidenciable bien formado que fue sacado de juego por la pícara acción del anciano fundador de su partido, lleva largos meses tratando de convencer a sus lectores de que no hay nada más útil, cortés, educado, políticamente correcto, eficiente, incluso de buen gusto, como ir a votar –si es posible muy temprano y bien vestidos– el 6 de diciembre en las elecciones convocadas por el CNE de Maduro.
Pero Eduardo, que siempre ha asumido la política como un eufemismo, se comporta ahora más aún cual maestro zen imperturbable. Ya no recurre a estrategias argumentales directas para defender sus posiciones. Ni a razonamientos jurídicos rigurosos o principios de justicia social. El Eduardo que nos llama a votar es uno que no levanta la voz (aunque es verdad nunca la ha levantado). A quien siquiera se le escucha una inflexión. Todo lo que escribe suena a susurro. Es plano, como la recta de Puerto La Cruz-Ciudad Bolívar. Casi silente, como una monja de clausura. Tanto, que cuando intenta hablar mal del gobierno pareciera que lo está felicitando.
Es un Eduardo Fernández colocado cada vez más lejos de la imagen aquella de “Tigre” que Machado, el ministro de la inteligencia, le inventó para una de sus campañas y más cercano a alguien como Heidi, la tierna niña de redondos ojos diseño japonés que corretea por los Alpes cantando feliz entre las cabras “Abuelito, dime tú”.
En un momento decisivo del artículo, Eduardo, inmaculado, sin pecado original concebido, nos hace una confesión decisiva: “No he logrado entender cómo es que teniendo la información que tenemos (…) de que contamos con el 80% de los electores venezolanos que deseamos un cambio, se nos propone como ruta política un salto en el vacío, la abstención”.
Es un momento espectacular, como de ópera. Conmovedor. Si no fuese un asunto muy serio, casi provoca tomar al niño Eduardo de la mano, montarlo en un columpio, mecerlo suavemente y decirle quedamente al oído, para no asustarlo: “Dulce Eduardo, el mundo no es lo que parece, el sol no gira alrededor de la tierra, es al revés; la tierra tampoco es plana aunque tú mirando el mar puedas convencerte de que es así; y no todos los hombres son buenos –los hay malvados y tramposos y perversos–, y lo más importante: no todas las convocatorias a elecciones son inocentes aunque las puedas ganar, tierno niño”.
A Eduardo habría que explicarle, como quien le aclara a un infante la identidad de San Nicolás, una por una, las tesis que una organización como Ojo Electoral, en donde están hombres virtuosos, como el rector de la UCAB, tiene meses predicando sobre las razones por las cuales las elecciones de diciembre no son para nada confiables porque, independientemente de sus resultados, están sustentada sobre una serie interminable de violaciones de las leyes, la Constitución y las tradiciones democráticas, de ardides y engaños, de marramucias y sinvergüenzuras, que avalarlas resulta tan irresponsable o delictivo como que el Banco Central acepte un billete de 70 bolívares por verdadero y, además, le devuelva cambio al portador.
“Dulce Eduardo”, le diremos cuando el niño ya esté más sereno, “a ti que te gusta el fútbol: es como un partido entre el River Plate y el Boca Junior, jugado en La Bombonera, en donde el árbitro sea Maradona, y todos los delanteros goleadores, el técnico y el arquero estrella del River han sido hechos presos antes de comenzar el partido”. “Tú, dulce y tierno e inocente niño, que eres del River ¿lo jugarías?”, le preguntaríamos al final.
Mucho me temo que respondería que sí. Porque a Fernández creo que lo perdimos. Que, por algunos de esos extraños enigmas del alma humana explorados por Nietzsche con tanta ansiedad, ya El Tigre está más allá del bien y del mal. Encontró la serenidad beatífica en medio de la tormenta. Surfea sobre el temporal de fango sin mancharse los zapatos. Uno lee a Fernández y se imagina a un vecino que escucha absorto y ensimismado el adagio de Albinoni mientras el vecindario se incendia y los leños encendidos entran por su ventana.
Como muestra un botón. Unos párrafos más adelante, cuando deja los eufemismos a un lado y comienza a vendernos su mercancía electoral, nos dice que va a “votar en diciembre contra un gobierno malo y tramposo (sic)”. ¡Tan educado Eduardo! No dice, como Guaidó, contra unos asesinos, corruptos y narcotraficantes. O como la gente común en la calle, contra unos alacranes, acusados de crímenes de lesa humanidad, torturadores, pervertidos sexuales. Solo les dice “malo” y “tramposo”. Muy malo. Muy tramposo.
Pero lo más revelador viene después cuando escribe: “Voy a votar por una tarjeta nueva, fresca, no contaminada por la influencia nefasta del gobierno, la tarjeta de un movimiento político de reciente aparición que se llama Unión y Progreso, cuya presidenta es una dama encantadora llamada Mercedes Malavé González”.
Y en este instante sí que provoca decirle al travieso Edu ¡tan divino!, como diría una señora elegante acá de Bogotá. Fernández hace campaña electoral como si estuviese vendiendo una nueva marca de agua mineral que sustituirá a Perrier: “una tarjeta nueva, fresca, no contaminada!”. O como si estuviese escribiendo una crónica para Hola: “un movimiento político cuya presidenta es una dama encantadora” . Eduardo no vende una mujer con ideas, valiente, luchadora, capaz de enfrentar a la banda de delincuentes que nos gobierna. Fernández propone “una dama encantadora”.
Ya empachado de tanto dulce, tanta crema blanca y Nevázucar, tanta torta de cumpleaños, me voy buscar definiciones más precisas sobre nuestro personaje en los textos que atesoro de José Ignacio Cabrujas y encuentro tres frases para definir a Fernández. Una: “Es que ni Bach a la hora de componer armonía”, resume Cabrujas. Dos: “Sabido es, y ya dicho, que a Fernández, nadie le cree ni a la hora de predicar las bondades del limón”, sentencia después nuestro columnista de cabecera. Y tres: “Fernández, es Zelig, aquel personaje magistral de Woody Allen, capaz de sobrevivir a infinitos peligros y terribles peripecias, mediante un acomodo orgánico similar al del camaleón. ¿Aludo con esto a una falsedad consuetudinaria en la manera de comportarse del Secretario General de los socialcristianos? No. Aludo a un estado, a una impresionante ausencia de convicción en todo lo que este hombre dice u ofrece”. Mejor imposible.
Fernández votará hoy por su dama encantadora. Nosotros, la mayoría democrática, miraremos la escena con pena ajena a nuestro amigo y todos aquellos que como él se mueven, Cabrujas dixit, dentro de una “impresionante ausencia de convicciones”. En ellos solo queda acomodamiento extremo al auditorio. Bailan al son que les toquen. Ni Bach componiendo armonías los supera.