Ana Blandiana conoció desde muy niña, en la piel de su familia, la persecución por razones ideológicas. Y desde muy joven, sobre su escritura, la censura política a la creación literaria. Hoy, planeando con vitalidad sobre los 76 años de vida, se le percibe satisfecha por haber dedicado una buena parte de esos años a intentar que las nuevas generaciones de rumanos recuperen la memoria de los horrores que el comunismo instauró a su país.
En realidad se llama Otilia Valeria. Se cambió el nombre muy joven para eludir la censura. Nació en Timisoara en 1942. Escribe desde la adolescencia. Publicó su primer libro a los 22 años. Es oficiante por igual de poesía, narrativa y ensayo. Pero su prestigio literario mayor lo ha ganado básicamente con su obra poética.
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Antes de ir a escucharla en la edición 2018 de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, la Filbo, trato de saber un poco más de su obra. Solo he leído por casualidad algunos de sus poemas. En todos los textos que reviso esta tarde de viernes se repiten tres aseveraciones. Una, que el suyo, antes de cobrar notoriedad y prestigio literario internacional, era un nombre prohibido en su país. Dos, que su poesía se convirtió en un símbolo de la resistencia contra la opresión comunista, especialmente contra la tiranía de Ceausescu. Y, tres, que su voz es equiparable a las del checo Vaclav Havel y la rusa Anna Ajmátova en tanto que escritores símbolos de las luchas democráticas contra el totalitarismo en Europa occidental.
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El primer recuerdo político de Blandiana es decisivo. Lo escuché de su propia voz. Remite a sus seis años de edad. Un día su madre y su hermana salen de paseo. Ana se queda en la casa con su padre. Al rato tocan a la puerta. Son unos policías de civil. Dicen que tienen orden de registrar la casa. Entran. Lo revuelven todo. Y en un momento informan que necesitan un testigo para levantar un acta.
El padre, un sacerdote de la iglesia ortodoxa, la más numerosa en Rumanía, sugiere que busquen a alguien en la calle. Uno de los policías hace como si fuese a salir, pero regresa de inmediato diciendo que no puede abrir la puerta. El sacerdote sale a abrirla y, como tiene miedo de quedarse a solas con los intrusos, la niña Ana se va tras él. Los guardias que se han quedado aprovechan la distracción para sacar una pistola que llevaban oculta y la colocan en un cajón de la sala.
El policía que regresa de la calle, acompañado, dice que deben revisar todo de nuevo y, claro, encuentran la pistola. Entonces, en presencia del testigo, levantan el acta y se llevan al padre detenido por posesión ilegal de armas.
El padre pasa un largo tiempo en la cárcel y Ana se va haciendo adolescente. Crece atormentada por el sentimiento de culpa que le produce pensar que si no hubiese tenido miedo, y no se hubiese ido detrás del padre, tal vez los esbirros no hubiesen podido meter la pistola en el cajón y el sacerdote no hubiese terminado en prisión.
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En el comunismo los “delitos” de los padres igual los pagan los hijos. La iniciación de Blandiana como víctima de la censura del régimen fue también precoz. A sus dieciséis años. Cuando publica sus primeros poemas en una revista llamada Tribuna. De inmediato una circular oficial la declara “hija de un enemigo” y le prohíbe dos cosas graves para una escritora en ciernes: volver a publicar y cursar estudios universitarios en los sucesivos cuatro años. La censura no es por la obra sino por el hecho de que su padre el sacerdote había sido condenado a prisión por no “profesar” el materialismo dialéctico. Más exactamente, por creer en Dios.
En adelante, los incidentes de censura y persecución se harán frecuentes. En 1985, a causa de una saga de poemas publicados en la revista Anfiteatru, sus directivos son castigados y a la autora se le prohíbe, de nuevo, publicar. En ese instante comienza a forjarse la leyenda Blandiana de valiente luchadora: sus poemas circulan en samizdat, como se conoce entonces la literatura clandestina reproducida manualmente. El diario británico The Independent la internacionaliza al publicar un enjundioso texto en el que uno de sus poemas es estudiado verso a verso.
Tres años después, en 1988, a causa de un poemario para niños, Acontecimiento en mi calle se titula en español, vuelve la censura a su obra. Ahora sus libros son retirados de las bibliotecas públicas y la sola mención de su nombre queda prohibida incluso si es hecha en textos de crítica literaria. Una larga saga de acoso policial la espera.
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En 1991 Blandiana, ya muerto el tirano, pasa al activismo ciudadano y preside la Alianza Cívica, un movimiento que aboga por la recreación de una sociedad civil que había sido arrasada. Desde entonces, apoyada por el Consejo Europeo, dirige el Memorial de las Víctimas del Comunismo y la Resistencia en Saghet. Y sobre el Memorial, la memoria y la resistencia es que ha venido a hablar en la Filbo esta tarde del 27 de abril.
Antes de bajarme del taxi que me lleva Corferias en el occidente de Bogotá, como quien se toma un trago para ponerse a tono antes de entrar a una fiesta, leo al azar uno de sus poemas. “¿Recuerdas la playa?” se llama.
“¿Recuerdas la playa
revestida de cristales amargos
sobre los que
no podíamos caminar descalzos?
¿El modo en que
mirabas el mar
y decías que me escuchabas?
¿Recuerdas las gaviotas histéricas
girando en el tañido
de campanas de iglesias invisibles
y los peces como santos patrones
el modo en que
corriendo, te alejabas
hacia el mar
y me gritabas que te hacía falta
distancia
para contemplarme?…”.
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Seis de la tarde. La conferencia comienza. Espacios del Centro para la Memoria Histórica de Colombia. Aforo copado. Una sala experimental, de paredes y piso de madera. A oscuras. Pero ella, en el centro, en medio del presentador y de Ana Viorica, traductora y estudiosa de su obra que le acompaña en este viaje, está sentada bajo un paraguas de luz blanca y cenital que le confiere algo onírico a su presencia.
Blandiana lee, como si de poesía se tratara, un texto titulado “Un memorial para las dos Europas”. Ubica el significado profundo y personal del Memorial.
“El Memorial-Sighet (…) ocupa en mi vida el lugar de un libro no escrito y que comparte el significado que daban a esta locución los sabios medievales, es un manual de la memoria, más concretamente un abecedario para aprender a recuperarla”.
Explica cómo funciona el comunismo en la memoria colectiva:
“la victoria más grande del comunismo (…) ha sido la creación del hombre sin memoria, del hombre nuevo, del hombre con el cerebro lavado, que no debía recordar ni lo que sucedió, ni lo que tuvo, ni lo que hizo durante el periodo comunista. La memoria es una forma de verdad que tenía que ser destruida para destruir o manipular la verdad. La destrucción de la memoria –un crimen al mismo tiempo contra una nación y contra la historia– es la obra primordial del comunismo”.
Enuncia las motivaciones del Centro:
“Lo que nos hemos propuesto y buscado con desesperación es un medio de resurrección de las identidades de una generación a la que se le había lavado el cerebro y que ya no sabía ni de dónde venía, ni hacia qué se dirigía. Una generación incapaz de transmitir a las generaciones venideras lo que había que transmitir. El Museo del Memorial de Sighet es el lugar en el que los jóvenes entran en contacto por primera vez con un pasado que ni la escuela, ni los padres lograron transmitirles. Es una verdadera pedagogía del no olvidar. Ellos leen allí documentos, ven imágenes, escuchan el análisis y los testimonios acerca de los monstruosos mecanismos de la historia en la última mitad del siglo XX basados en el odio de clase y en la represión de los más elementales derechos del hombre. El odio es entendido como un combustible de la historia”.
El comunismo, concluye, es en sí mismo un aparato no solo de odio, también de destrucción:
“‘¿Por qué habéis hecho el museo en la ciudad de Sighet cuando otras cárceles fueron mucho peores?’. La respuesta es simple: ‘Porque Sighet marcó el comienzo’. Sighet fue el lugar donde con una claridad casi teórica se han puesto en práctica –desenmascarándose de este modo– los procedimientos y las etapas de la represión que, para llegar a ser verdaderamente eficaces, debían empezar a destruir, en primer lugar, todas las élites. Sighet es el lugar donde comenzó la eliminación de las élites políticas, culturales, religiosas, sociales, profesionales y morales. En Sighet se cercenó de una manera profiláctica la cúspide de la sociedad suprimiéndose de este modo la posibilidad de reconstruir la sociedad civil y así preparar el terreno del hombre nuevo”.
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A medida que nuestra poeta se explica y explica el sufrimiento de los rumanos, no hago otra cosa que pensar en la similitud entre lo que ocurrió en Rumanía entre 1944 y 1989 y lo que ocurre en Venezuela desde 1999. No es lo mismo, por el número de asesinatos políticos, por ejemplo. Pero es igual en cuanto a las lógicas represivas de persecución al adversario y las operaciones de manipulación ideológica de la población.
Estoy en Bogotá porque tuve que salir de mi país huyendo de una orden de encarcelamiento en mi contra formulada públicamente, en una cadena televisiva, por el presidente espurio Nicolás Maduro. Estoy en Colombia incrementando la cifra de venezolanos que buscan refugio huyendo de las privaciones, el hambre y las penurias a las que se halla sometida la población, y de la prisión y la tortura, los activistas políticos, en un país que hasta unos años antes de la aparición del llamado Socialismo del siglo XXI fue, a la inversa, el destino de millones de colombianos que emigraron buscando mejores condiciones de vida.
Para el momento cuando Blandiana vino, segunda semana de abril, se calculaban oficialmente 500 mil inmigrantes venezolanos refugiados en Colombia. En el presente, cuando escribo este texto, agosto del mismo año, la cifra ha remontado a un millón y medio.
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Blandiana termina. Me cuesta levantarme del asiento. Repaso en silencio Los heraldos negros de Vallejo: “Como si la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”. Me estremecen algunas de las frases que acabo de escuchar. Me asusta enterarme del tiempo por el que se mantuvo el régimen opresivo rumano: 45 años. El nuestro ya lleva 20. Me hiere como una cuchillada en cámara lenta la definición tan precisa que hace del papel del odio como combustible del poder rojo. Me entristece, y me alerta, la secuencia repetida cárcel-censura-represión-asesinato-destrucción de la memoria oficiada desde el poder político. Me siento, y siento a mi país, parte de la historia que se ha contado esta tarde. Pero sobre todo me identifico plenamente con sus descripciones sobre la destrucción de las élites nacionales y de la memoria histórica como mecanismo para la construcción de lo que en ambos lugares se llamó pomposamente “El hombre nuevo”.
Cuando Blandiana concluye el ritual de firmar ejemplares de sus obras me acerco. Le cuento de mi conmoción por el paralelismo entre lo que ella ha descrito y lo que sucede actualmente en Venezuela. Le digo que me gustaría escucharla profundizar en el tópico del totalitarismo como aparato de destrucción. Y le pido una entrevista. Me la concede. Al día siguiente, sábado 28 de abril por la mañana, nos encontramos.
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T.H.: Ayer le escuché decir que el comunismo rumano fue un descomunal aparato de destrucción. ¿Podemos desarrollar esa idea?
A.B.: Los comunistas se dedicaron a destruir sistemáticamente todo el tejido social existente. Destruyeron las élites. La sociedad civil. La memoria. Las empresas. Lo destruyeron todo.
T.H.: ¿Qué hicieron con las élites?
A.B.: Acabaron con ellas. Las élites políticas, intelectuales, económicas, campesina, educativas, fueron sistemáticamente destruidas. Primero deshicieron los partidos políticos. Los ilegalizaron y arrestaron a la mayoría de sus líderes. El edifico en donde funciona el Memorial de las víctimas, en Sighet, era la sede de una antigua cárcel. Allí encerraron a todos quienes habían sido ministros durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Metieron presos a los intelectuales que habían presidido la Academia. Era un proyecto preciso de descabezar la sociedad rumana porque sin esa élite la sociedad era una masa fácilmente manipulable.
Después reorganizaron la escuela y el sistema educativo. En las escuelas se dejó de hablar de la historia de Rumanía, de su pasado, sus referencias. Todo eso fue sustituido por la valoración de nuestra amistad con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No nos enseñaban cosas acerca de Rumanía sino de la URSS. No aprendíamos la geografía de Rumanía sino la de la URSS. Se introdujo el ruso como segunda lengua. Obligatoria. En la escuela primaria teníamos ocho horas semanales de clases de ruso. Pero nadie lo aprendía. Era una forma de resistencia.
T.H.: Y con las otras élites ¿qué ocurrió?
A.B.: Igual. Las cárceles se llenaron por años. Por escribir algo crítico o ser dueño de tierras ibas a la cárcel. A los campesinos se les encarcelaba si poseían 5 o más hectáreas de tierra. Muchos de ellos, que se negaron a entregarlas, se tuvieron que refugiar en las montañas y comenzar una resistencia armada. Era tan común ir a la cárcel que todas las familias acostumbraban guardar detrás de la puerta un kit de abrigos preparados para el invierno por si venían a buscar a un miembro de la familia para llevárselo.
Para que se haga usted una idea, según las cifras del Memorial, entre 1947 y 1964 cuando Ceausescu llegó al poder se había producido un millón de arrestos, de los cuales solo 660 mil habían sido medianamente juzgados, aunque fuese un simulacro. El resto había sido encarcelado sin juicio ni órdenes de captura. Pero en realidad las víctimas ascienden a unos cuatro millones, porque los familiares de los presos eran deportados, a los hijos se les negaba ir a la escuela o cursar estudios universitarios, o simplemente les expulsaban de sus casas, se les echaba a la calles.
T.H.: ¿Y el odio?
A.B.: Los comunistas entienden el odio como un combustible de la historia. Y el odio y el fanatismo son lo mas difícil de eliminar, sobreviven a las formas institucionales que ellos sembraron. El sistema desaparece pero sus métodos y las mentalidades siguen con vida. Por eso sostenemos que el estudio del comunismo y de sus prácticas se perfila como un método inteligente de comprensión y solución de los problemas recientes del mundo.
T.H.: Entonces el trabajo de recuperar la memoria es un acto de sanación.
A.B.: Definitivamente. El comunismo nos dejó a los rumanos una profunda herida en nuestros espíritus y en nuestra historia nacional. Y una herida no se puede curar, no se puede vendar para curarla, si no se quita la suciedad primero. Hay que limpiarla previamente, aunque ese proceso sea doloroso. Si la herida está llena de suciedad no se cura.
Lo importante no es solo que los culpables entren en la cárcel para que la sociedad renazca, lo importante es que se sepa lo que han hecho, que estos crímenes se hagan públicos, que se reconozca y explique su existencia, sus causas, sus métodos, para que no vuelvan a ocurrir.
T.H.: Por eso escribió “Mientras la justicia no logre ser una forma de la memoria, la memoria es en sí misma una forma de la justicia”.
A.B.: El hecho de que se sepa lo que ha ocurrido es una forma de hacer justicia a las víctimas. Que esos hechos hayan entrado en la conciencia pública, hayan cambiado la relación de los rumanos con un pasado tenebroso, es una forma de hacer justicia.
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Es sábado al mediodía. En el taxi de regreso a casa llevo en mis manos un ejemplar firmado de Proyecto de pasado, un libro de relatos con un texto introductorio, “Ana Blandiana, el lenguaje realista del relato fantástico”, escrito por Viorica Patea, de donde he sacado la información biográfica sobre nuestra autora.
Regreso conmovido. Acabo de estar con una persona que tiene la facultad de hablar de terribles acontecimientos, del lado oscuro de la existencia, con una dulzura inigualable, sin reproducir el odio del que fue víctima. Escucho de nuevo, en la grabación que llevo en mi celular, las frases finales de su pieza oratoria pronunciada el día anterior en esa habla que mezcla los tonos melodiosos del italiano con el inventario consonántico de las lenguas eslavas:
“no olvidemos que, mientras que en Occidente se anunciaba la muerte de Dios, en la Europa del Este se asesinaba salvaje y científicamente al Hombre. ¿Y quién puede decir si Dios o el hombre son más difíciles de resucitar?”
Me digo a mí mismo: “Se puede honrar a la víctimas del fanatismo salvaje sin cargar de amargura nuestros corazones”. Es lo que aprendí en estos dos días en la mirada dulce e inteligente de la mujer que enseña a los rumanos a leer en el abecedario de la memoria.
Hago silencio. El taxista parece acompañarme en el duelo. Y en la esperanza.