Desde que el chavismo le permitió a los grupos irregulares colombianos, las FARC y el ELN, operar libremente en territorio venezolano, de aquel lado del río Táchira se ha instaurado la percepción de que Venezuela es una suerte de víctima –un aliviadero, digamos mejor– de los conflictos políticos colombianos.
Algo similar ocurre en sentido inverso. El flujo migratorio que huye del “socialismo del siglo XXI” y la acción directa de los gobiernos de Santos y Duque en contra de la dictadura de Maduro, hacen que muchos colombianos resientan que Colombia se ha convertido igual en el país que recoge los platos rotos de la crisis venezolana.
Ambas percepciones son parciales. O por lo menos medias verdades. Porque en realidad, desde los tiempos de la Gran Colombia, como ocurre con la vida de los siameses, los destinos de ambas naciones han estado umbilicalmente entrelazados. Y desde 1830, cuando se hicieron repúblicas autónomas, el territorio de cada una ha servido de escenario para todo tipo de conspiraciones, escaramuzas y operaciones nacidas de los conflictos internos de la otra.
Para entendernos mejor, comenzaré recordando que los dos grandes procesos políticos que marcaron el siglo XX venezolano –la saga de gobiernos militares de la primera mitad, y el proyecto democrático de la segunda–, han tenido como preámbulo fundacional operaciones iniciadas en territorio colombiano.
La invasión que en los estertores del siglo XIX, llevó a los tachirenses al poder con Cipriano Castro al frente, y sentó las bases de la interminable dictadura de Juan Vicente Gómez, fue absolutamente fraguada, al menos militarmente, en territorio colombiano. Entre Cúcuta, Pamplona y La Villa del Rosario. Donde Castro, en siete años de exilio, reunió y entrenó un ejército de mil quinientos hombres que, luego de una cabalgata de meses, entró triunfante a la Casa Amarilla, el palacio presidencial de entonces ubicado en el centro de Caracas.
Igual ocurrió con el Plan de Barranquilla, el programa inspirador de la construcción de la democracia en Venezuela. Un documento redactado y firmado en la capital del departamento del Atlantico”, en el año 1931, al arrullo de las brisas marinas del Caribe colombiano, por doce veinteañeros exiliados. Incluyendo los bachilleres Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, quienes tres décadas más tarde se convertirían en los primeros presidentes venezolanos civiles que logran terminar sus gobiernos democráticos sin que los militares los derroquen.
Según lo cuenta el agente importador germano Heinrich Rödhe en sus memorias publicadas bajo el título Los alemanes en el Táchira, Cipriano Castro y sus lugartenientes andinos salieron de Cúcuta camino de Caracas y solo se detuvieron en San Cristóbal a recargar víveres y darle descanso a las bestias. Ya en la capital, se quedaron 41 años en el poder.
Los jóvenes para entonces militantes de ARDI, la Agrupación Revolucionaria de Izquierda, antecedente de Acción Democrática, cuando regresan del exilio a Caracas llevan bajo el brazo el documento que fija como ruta política la conquista de elecciones universales y directas, el voto femenino, una reforma agraria y libertades democráticas plenas. En 1958 lo hacen realidad. En 1999 Chávez les pone kriptonita roja y comienza el retorno al militarismo.
Hay otras circunstancias que no debemos olvidar. La primera, que la del presente no es la primera gran migración masiva de venezolanos a Colombia. En 1929 miles de familias tachirenses buscaron refugio en el Norte de Santander huyendo de la furia represiva desatada por el general Eustoquio Gómez, presidente del estado y primo del dictador, luego de un atentado contra su vida.
La segunda, que tanto Marcos Evangelista Pérez Jiménez, dictador por casi una década, como Carlos Andrés Pérez Rodríguez, dos veces presidente electo democráticamente, eran descendientes de colombianos. Además, Pérez Jiménez, no solo era hijo de una maestra santandereana sino que concluyó su primaria e inició el bachillerato en Cúcuta gracias a una beca que, por ironías de la historia, le había concedido al futuro aliado de Rojas Pinilla una fundación del Partido Liberal. El mismo de Jorge Eliécer Gaitán.
Así que, mirado en el largo plazo histórico, la presunción generalizada de que los militares que participaron en la Operación Gedeón –la supuesta invasión de mercenarios con el propósito de derrocar la tiranía de Nicolás Maduro–, habían sido entrenados en territorio colombiano desde donde, también supuestamente, partieron, se convierte en la ratificación de una constante histórica de intervenciones o colaboraciones mutuas.
Sin embargo, a muchos venezolanos que vivimos en Colombia nos llama poderosamente la atención que tantos analistas políticos locales hagan tal afirmación sin que, pasada más de una semana, se haya presentado prueba alguna.
Incluso nos resulta sorprendente que alguien ponga en duda que Colombia es, y sin duda seguirá siendo por largo rato, como en los tiempos de los jóvenes exiliados de los años 1930, con o sin apoyo oficial, un punto de confluencia desde donde el liderazgo opositor venezolano organiza y organizará sus fuerzas para la recuperación de la democracia y la reconstrucción nacional. Por eso las pensiones de La Candelaria, en el centro de Bogotá, dicen, están plagadas de agentes del Sebin, la policía política del militarismo rojo, y del G2, sus guías espirituales, del comunismo cubano.
Cuando quien esto escribe era apenas un adolescente, un viejo tachirense amigo de mi abuelo me contaba que el Mocho Hernández, veterano guerrillero antigomecista (adelantándose por décadas a lo que Rick, el héroe melancólico de Casablanca interpretado por Humphrey Bogart, dijo sobre París), solía exclamar antes de partir a un nuevo exilio: “Siempre nos quedará Cúcuta”.
Esta tarde, mientras hago la cuarentena del coronavirus en mi exilio bogotano, con los cerros orientales al fondo, imagino a Iván Márquez y Jesús Santrich mirando, desde el otro lado, melancólicos, el sol cayendo sobre el Arauca. Vislumbrando el día cuando terminen de rearmar la disidencia de las FARC y vuelvan a cruzar, ahora triunfantes y en sentido inverso, el río de la espuma, las garzas y del sol. Viajan al siglo XIX. Recuerdan a Cipriano Castro. Y se dicen a sí mismos, como para sentirse en paz con sus conciencias, si es que la tienen: “Lo que es igual no es trampa”.
La culpa no es del vecino sino de la vecindad. Digo yo.