La ola de ira, protestas, suspicacias y mofas que ha generado la entrada de Venezuela en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU es absolutamente comprensible. Se parte del principio de que el carácter de gobierno represor y violador de los derechos fundamentales debería ser, al menos en teoría, un impedimento ético para que el gobierno venezolano entrara en ese Consejo.
Lo explicó con absoluta claridad Louis Charbonneau, director para la ONU de Human Rights Watch, poco antes de iniciarse las votaciones: “un voto por Venezuela es un voto por la tortura, el asesinato y la impunidad que se han convertido en marcas registradas del gobierno de Nicolás Maduro”.
Pero, ya lo sabemos, la posición de Charbonneau funciona solo como advertencia. Porque en la práctica, el nombramiento de los miembros del Consejo de DDHH no es un reconocimiento al comportamiento correcto de los gobiernos sino el resultado de largas y complejas negociaciones institucionales que derivan de la propia estructura de la organización.
Es lo que explica que China, Egipto, la República Democrática del Congo y Venezuela, regímenes violadores de derechos sean hoy miembros del Consejo. Como antes lo fueron Cuba, Irak o Afganistán. O como el hecho de que Bolsonaro, el presidente actual de Brasil, otro país miembro, sea reconocido públicamente no como un modelo de apertura sino como gobernante homófobo y racista.
El nombramiento de los miembros de este Consejo no es una decisión ejecutiva de la directiva de la ONU, sino el resultado de una votación realizada en el seno de la Asamblea General de la organización en la que participan todos sus miembros. Ciento noventa y tres países. Sin importar si se trata de democracias, dictaduras, tiranías, comunismos o, en general, lo que hoy se conoce como regímenes iliberales.
Los gobiernos que quieren tener puestos importantes en la organización hacen largos lobbying, que algunas veces duran años, y de acuerdo a su capacidad para negociar ganan o pierden la elección. Así que ser nombrado miembro de este Consejo no convierte al país, como quiere hacer ver el gobierno venezolano, en referencia o baluarte de la defensa de los derechos humanos. Simplemente demuestra su capacidad de negociación.
Por otra parte, el ingreso al Consejo de DDHH no cambia en nada el contenido y los efectos del Informe sobre Venezuela presentado por la Alta Comisionada de los Derechos Humanos Michelle Bachelet. Primero, porque el Alto comisionado es el máximo funcionario de las Naciones Unidas en el campo de los derechos humanos. Es un cargo que tiene rango de secretario general adjunto, responde directamente al Secretario General de las Naciones Unidas y no rinde cuentas al Consejo.
Y, en segundo lugar, porque el informe, un alegato hecho con una metodología impecable, basada en el trabajo recopilado por largos años por diversas oenegés venezolanas e internacionales, demuestra de manera contundente que la persecución política, la tortura, el asesinato, el maltrato en la cárceles no es una eventualidad sino una práctica sistemática del gobierno de Nicolás Maduro. Una política de Estado.
Lo que sí revelan, y a esto debe prestársele atención, los 105 votos obtenidos por Venezuela es que el gobierno de Maduro no está, como pareciera, aislado internacionalmente. Lo está del mundo democrático y de las medianas y grandes economías de Europa y América –reunidos en la OEA, la Unión Europea, el Grupo de Lima–, pero mantiene un nutrido apoyo de gobiernos de países grandes y pequeños que forman el eje cada vez más grande de naciones con regímenes no democráticos.
Venezuela se ha convertido en una amenaza para la región latinoamericana. Perdió, además, su condición de país atractivo con un líder carismático. Ha pasado a convertirse en un “país problema” con un líder manchado de sangre. Y, sin embargo, concita todavía una solidaridad mecánica de muchos gobiernos que se explica por la confrontación contra los Estados Unidos y la correspondencia al apoyo que el chavismo ha dado a grandes genocidas como Bashar al-Ásad, o a sus vínculos con regímenes totalitarios como Corea del Norte, estatismos comunistas como China y Cuba, teocracias como la iraní, neoautoritarismos como la Rusia de Putin, o dictaduras tradicionales como la de Erdogam en Turquía.
Pero estos apoyos tampoco le lavan la sangre al régimen. Son apoyos por conveniencia y a distancia. Tan frágiles que una candidatura, la de Costa Rica, nacida apenas dos semanas antes de las elecciones, perdió ante Venezuela por nueve votos de diferencia.
El Informe Bachelet es una espada de Damocles que acompañará por largos años a la cúpula de militares golpistas y civiles de la ultraizquierda fanática a donde quiera que sea su destino. Es algo mucho más importante y contundente que un puesto en el Consejo DDHH ya que coloca a Nicolás Maduro y su régimen en un lugar equivalente al de Augusto Pincohet.
No solo porque le reveló al mundo la existencia de grupos de exterminio, como la llamada Organización de Liberación del Pueblo y las Fuerzas de Acciones Especiales, sino porque agregó, en la segunda edición del Informe, el crimen de lesa humanidad que significa el ecocidio que desde el propio gobierno se está produciendo con la forma de explotación salvaje del Arco Minero.
En medio de tantas desgracias, la buena noticia es que en el país ha crecido sustancialmente el número de organizaciones defensoras de los derechos humanos. Que las mismas son cada vez más profesionales y especializadas. Una forma de resistencia, memoria y acción de justicia que la barbarie roja no ha podido y creo que no podrá refrenar.