I. La polarización política es un fenómeno de consecuencias desastrosas para las poblaciones y los países. Las peores son aquellas que conducen a extremos insostenibles como las guerras civiles. Pero las que parecen menores, las que causan daños emocionales y hacen difícil la convivencia pacífica y civilizada entre miembros de una misma sociedad, aunque no esté en guerra, no son menos graves.
La sicología social ha hecho un compendio de los efectos más conocidos de la polarización. Ha explicado que reduce los niveles de comprensión de la realidad circundante: embrutece. Genera actitudes de solidaridad o de rechazo, automático y mecánico, sin análisis previo: nos vuelve arbitrarios.
Provoca reacciones de descalificación moral y odio irracional hacia quienes opinan diferente a nosotros: nos torna despectivos. Nos hace ver el mundo en blanco y negro, sin matices: nos hace extremistas. Naturaliza nociones del Bien y el Mal propios de los sistemas religiosos binarios que son transferidos a la política: nos vuelve fanáticos. Además, suscita estados permanentes de irritabilidad y crispación y nos despoja de toda capacidad autocrítica: la vieja sentencia bíblica de solo ver la paja en el ojo ajeno.
Son, en esencia, los mismos desequilibrios provocados por el fanatismo religioso y el pensamiento totalitario. Que, al fin y al cabo, resultan fenómenos análogos. Da lo mismo si un dictador, por ejemplo, ordena matar a sus adversarios políticos, el fanático religioso asesina a miles infieles y pecadores, o el líder racista envía a la cámara de gas a millones de seres humanos por considerarlos de una raza inferior. Las causas son diferentes pero las consecuencias las mismas.
II. Me ocupo ahora de este tema porque ya tenemos evidencias suficientes para concluir que los venezolanos opositores al régimen militarista de Nicolás Maduro somos ahora víctimas de una forma de polarización que podemos llamar “cainita”. Me refiero al desacuerdo patológico, recurrente y sistemático que ocurre entre familiares, amigos o miembros de un mismo bando político cuando la realidad se hace adversa a los intereses del grupo y el fracaso se repite como una constante.
Hablo de un tipo polarización que actúa como tratamiento patológico de los desacuerdos que surgen, no entre enemigos políticos de fondo, sino entre grupos que, por el contrario, se supone comparten ideología y tienen un enemigo común que debería llamarlos a actuar juntos para derrotar la opresión.
Utilizo el término “opresión” porque este tipo de patología, este odio intragrupal, ocurre generalmente como respuesta inconsciente cuando un grupo humano es sometido autoritariamente por otro, durante largos períodos, a pesar del esfuerzo del grupo oprimido por liberarse del grupo opresor.
A consecuencia de tantos fracasos consecutivos, los miembros del grupo sometido, humillado y ofendido –desesperado, pero sin salida– entran en una situación de profunda insatisfacción e inseguridad consigo mismos y, sobre todo, de desconfianza con sus iguales, especialmente con sus líderes, de quienes comienzan a desconfiar y hacer culpables de sus desgracias.
Es una desconfianza generalmente infantil, basada en suposiciones, pero comprensible porque es la resultante de largos períodos de exposición al fracaso y frustración prolongada en sus intentos de liberarse.
Como la liberación no llega y el grupo en el poder parece imbatible, para preservar su integridad emocional, y evitar el desmoronamiento anímico, las siques impotentes redirigen las culpas de su tormentosa situación, no a los responsables verdaderos –hasta ahora omnipotentes–, sino hacia alguien asequible, cercano, igualmente frágil, a quien sí se puede causar daño porque es más “tangible” que la “abstracción” del poder imbatible que combaten.
De esa manera el juicio político apunta en esta etapa de desencanto pleno no hacia la fuente del poder que sojuzga a la víctima –en el caso venezolano hacia la tiranía chavista y sus cúpulas de mando–, sino hacia otro sector de las víctimas – a otros opositores con posiciones diferentes, o la dirigencia política de los partidos, “vendidos todos” – frente a las cuales se desarrolla una profunda desconfianza, siempre mutua, que termina haciendo responsable de la opresión a las otras víctimas mientras libera por un tiempo de su responsabilidad al opresor.
Para decirlo en términos gráficos: actuamos como los presos que, aislados en su celda, culpabilizan uno a otros de su prisión porque inconscientemente asumieron que ya no pueden hacer nada contra el carcelero.
III. Un buen ejemplo de lo que nos ocurre, de nuestra vulnerabilidad sicológica del presente, ha sido la reacción de muchos venezolanos ante las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.
Quizás porque tenemos dos décadas de entrenamiento en el odio fratricida, con la misma pasión que lo hicimos antes entre chavistas y no chavistas, los venezolanos opositores al madurismo nos dividimos ahora entre el “trumpismo” y “bidenismo”- entre la opción republicana y la demócrata –, con una pasión tan grande que un observador externo podría concluir que en esa elección se definía el destino de Venezuela. Ahora sabemos que no es así.
Lo síntomas de la polarización han actuado de nuevo a sus anchas. No hubo entre los más apasionados de ambos bandos razonamientos, solo prejuicios. Tampoco intercambio sereno de ideas, solo descalificación mutua. Para unos, todo el que adversara a Trump y apoyara a Biden, era un “protochavista”. Un comunista de clóset, seguidor de un candidato amigo de Fidel Castro.
Y, a la inversa, para los otros en pugna, todo el que apoyara a Trump era un tonto útil que reproducía en Estados Unidos lo que hacen en Venezuela los seguidores de Chávez. Esto es, votar por un autócrata, vanidoso, racista, intolerante con sus adversarios, e irrespetuoso de la institucionalidad democrática, que no es otra cosa que un Chávez blanco y de derecha.
El punto curioso es que ambos bandos veían en el otro las señales inequívocas de tener debilidades chavistas. Ambos bandos, como la figura de la sombra lacaniana, encontraban en el otro el mismo fantasma, pero con diferente ropaje: un Chávez de derecha, colérico y dictador, a juicio de los que apoyan el bando demócrata; o, un grupo de barbudos cubanos que el lunes siguiente por la mañana tomarían asiento en la Casa Blanca y declararían su respaldo a Maduro, a juicio de los entusiastas del bando republicano.
Y, en realidad, no es así. Como muchos lo alertaron, nada va a cambiar radicalmente en la manera como Estados Unidos viene tratando el tema venezolano. Primero, porque buena parte de las medidas contra el régimen militarista son tomadas por instituciones –la DEA, el Congreso, el Departamento del Tesoro– que son autónomas del Ejecutivo. Segundo, porque tal y como se vio en la visita de Juan Guaidó al parlamento en Washington, las dos bancadas, la republicana y la demócrata, desconocen el gobierno de Maduro y reconocen a la Asamblea Nacional legítimamente electa como el único poder democrático en Venezuela. Y, tercero, la más importante, porque ningún presidente de EEUU –tal y como lo demostró Trump– va a tomar decisiones drásticas si antes las fuerzas opositoras internas no logran fijar un plan de vuelo que muestre un mínimo de acuerdos estratégicos entre todas las fuerzas enfrentadas. Sin una clara estrategia de las fuerzas políticas internas, que hoy no existe, ningún gobierno extranjero se va a lanzar en una acción suicida.
IV. Las elecciones pasaron. Muy pronto se sabrá a ciencia cierta si la estrategia con Venezuela cambiará. Pero queda el sabor amargo de un fenómeno de opinión pública que pone al descubierto la fragilidad emocional y cognitiva de una población –las clases medias venezolanas de la resistencia democrática– que, víctima del desencanto y las derrotas, ha perdido la confianza en sí misma y sus iguales, y ha adoptado los mismos métodos de negación al diálogo que le cuestionamos al chavismo.
Por eso creo que los venezolanos que queremos la reconstrucción de la democracia perdida debemos pasar la página de hooligans seguidores de Biden y Trump, y buscar amparo, unidad, paz interior y protección emocional en alguien, o algo, con quien estemos todos de acuerdo sin dudar.
Por eso propongo dedicarnos un tiempo a José Gregorio. Si me preguntan, ¿a quién quieres más, a Biden o a Trump? Yo responderé: “A José Gregorio”. Porque la lección más importante es que si no somos capaces de debatir serenamente sobre quién debe ser el presidente de otro país, mucho menos vamos a lograrlo en el momento de la reconstrucción nacional cuando tengamos que ponernos de acuerdo en cosas mucho más profundas y decisivas para nuestro destino.