Maneras de destruir culturalmente a una nación

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I. El chavismo lo tenía claro desde el comienzo. La decisión era destruir rápido –en el menor tiempo posible– la sólida obra cultural que en la era democrática se había edificado. Hacerla escombros rápidamente era la consigna.

Chávez lo había dicho muy claro: “El que no está con la revolución está en contra, entonces, ¡que se atenga a las consecuencias!”. Y los comisarios culturales rojos despegaron cual termitas hambrientas a cumplir la máxima del teniente coronel. Como los integristas islámicos cuando gritan “¡Allahu Akbar!” antes del atentado.

Emprendieron una verdadera razzia. Todos los meses, una tras otra, iban cayendo descabezadas o mutiladas instituciones y personas que no se arrodillaron a expresar apoyo incondicional a la tiranía. La angustia corría entre las agrupaciones no oficialistas. “Ya vendrán por nosotros”, era la frase resignada. Y claro que fueron por ellos.

 Un día, en Trujillo, un ateneo fue invadido por los colectivos de civiles armados por la “revolución”. Otro, un grupo de teatro independiente era desalojado, con violencia y sin diálogo previo, de su sede en Caracas. A seguidas, una bienal de arte de Valencia era clausurada sin explicaciones. Un artista plástico, al que un jurado “soberano” había aceptado en una exposición, terminaba vetado por el director del Museo Alejandro Otero, bajo el argumento de irrespetar a los próceres patrios. Una actriz fue expulsada de un casting, bajo órdenes personales del ministro, por haber firmado años atrás la solicitud de referendo revocatorio contra Hugo Chávez. Un legendario festival de gran prestigio internacional fue sacado de juego y moría asfixiado desde el poder, solo por miedo a su pluralismo. Los libros de un escritor fundamental como Rómulo Gallegos, eran retirados de una biblioteca pública por haber sido su autor presidente de la República y fundador de Acción Democrática. En las instituciones culturales de punta, muchas de ellas modelos de gestión en América Latina, sustituían al personal profesionalizado, con años de experiencia y estudios superiores, por funcionarios sin formación, analfabetos funcionales en temas de gestión cultural pero fieles adoradores del PSUV. Y paremos de contar.

A mediados de la primera década del siglo XXI, la barbarie ya había hecho estragos. Y, sin embargo, el Ateneo de Caracas, la organización cultural más antigua de la ciudad, se mantenía de pie ocupando el edificio que el Estado le había entregado en comodato en 1983. Hasta que entró en escena Francisco Sesto.

II. Sesto, un funcionario de mirada torva y personalidad nublada, que será recordado como una suerte de “barbarazo”del oficialismo rojo –porque arrasó con todo y, como en la canción de Wilfrido Vargas, “el queso que había en la mesa, también se lo comió”–fue el encargado de ejecutar el desalojo de su sede al Ateneo.

La decisión de asfixiar a la vieja institución cultural ya había sido tomada con el aval del teniente coronel. Era obvio que no soportaban la competencia. Ni la libertad creativa. El Ateneo era el centro cultural más atractivo, visitado y dinámico de la ciudad. Y quizás del país.

Salas de teatro y de cine de arte y ensayo siempre llenas. Espacio de ferias artesanales y festivales de música popular y ópera breve a todo lo largo de año. Galería de artes plásticas, referencia de las vanguardias y la innovación. Casa de una editorial y una de las librerías más dinámicas de país donde los escritores y editoriales de calidad querían presentar sus libros. Sede del Festival Internacional de Teatro, el más deslumbrante evento de las artes escénicas de América Latina. Y, además, centro del pensamiento y la reflexión que vibraba en numerosas salas de conferencias y usos múltiples siempre febriles de seminarios, foros, conferencias y jornadas académicas y científicas, sin parar. Y, precisamente por ese prestigio, el gobierno se había pensado muy bien cuándo y cómo ponerle fin. Ahorcarlo sin ruido.

Farruco, como llamaban sus cercanos al por entonces ministro de Cultura del régimen militarista, lubricaba de emoción por ejecutar personalmente el desalojo, eliminar los aportes que el Estado desde el comienzo de la democracia hacía para su funcionamiento, y poner fin a largos años del liderazgo cultural que, desde 1958, esta institución ejercía en la ciudad capital y en el país. Pero Chávez, debemos suponerlo, había pedido prudencia.

Entonces el funcionario fiel se ideó un plan. Primero, los colectivos paramilitares tomarían por asalto el Ateneo, dejando caos y destrucción a su paso, y echando “a patadas si es posible” a sus trabajadores. Luego, llegarían las fuerzas armadas –la Guardia Nacional o la policía– a recuperar el orden perdido; el pretexto sería evitar la confrontación violenta entre civiles: los invasores y los invadidos. Y, al final, entraría la institución, el Estado, a través del Ministerio de la Cultura a recuperar, “para el pueblo” –ese era el pretexto de todas las estatizaciones de entonces–, con el ministro al frente, el edificio del Ateneo.

Pero una delación de uno de sus empleados alertó a los ateneístas del plan de Sesto. Y el día previsto para la toma, el edifico del Ateneo amaneció rodeado de voluntarios, unos, profesionales de la seguridad aportados por alguna alcaldía amiga, otros, dispuestos a confrontar  a los colectivos paramilitares.

Entonces el ministro tuvo que abortar el plan. Terminó enviando una comisión a negociar, a ofrecer un plazo para ordenar la mudanza y lograr una retirada pacífica y educada de los inquilinos. La escena de los colectivos sacando “a patadas” a los “escuálidos” del Ateneo, la humillación a sus directivos, y la del ministro entrando triunfante a “territorio liberado” no ocurrió y el Komisario se quedó, seguramente para siempre, con un sueño más no realizado.

III. Este torrente de imágenes y recuerdos viene a mi memoria mientras participo en uno de los foros que el Ateneo de Caracas sobreviviente ha realizado por estos días para conmemorar sus 90 años de existencia. El de la tarde del martes 17 de agosto ha sido dedicado a revisar la experiencia del Festival Internacional de Teatro de Caracas, el FITC. El que sin duda fue, y sigue siendo, el más importante, cosmopolita, masivo y de calidad internacional, evento artístico estable que se haya realizado en la historia cultural de nuestro país.

En el foro hablan Camen Ramia, quien fuera su directora general; Eva Ivanyi y Claudia Urdaneta, conductoras del equipo artístico y de producción; y el actor y director, Héctor Manrique, promotor también de los últimos esfuerzos por mantenerlo con vida.

Los ponentes se pasean por las diversas ediciones que ocurrieron entre 1973 y 2013, con varias interrupciones en el medio. Recuerdan el papel de los fundadores, María Teresa Castillo y Carlos Giménez, la legendaria conductora del Ateneo desde 1958 y el joven director de teatro que vino de Córdoba, Argentina, a comienzo de los años 1970, cambiando formas y contenidos del teatro venezolano.

Repasan los nombres de las grandes compañías, directores, autores, actores y actrices, que una o varias veces pasaron por Caracas a mostrar su trabajo. Tadeusz Kantor, Kazuo Ohno, Lindsay Kemp, Ariane Mnouchkine, Tomaz Pandur, Enrique Buenaventura, Peter Stein, para pensar solo en directores que mueven las emociones y el recuerdo. Pina Bausch, Vittorio Gassman, Norma Aleandro, Andrzej Wajda, Mario Vargas Llosa, Manuel Puig, mezclando los grandes nombres de bailarinas, coreógrafas, actrices, escritores, directores y directoras de cine y de teatro, que también vinieron.

Se rememora también la manera como el Festival se apropiaba del espacio público de la ciudad y lo transformaba, al menos durante dos semanas, en escenario de prodigios. Vinieron a la memoria los canadienses de Carbone 14, en el Paseo Los Próceres; Mano Negra de Francia, en la avenida Bolívar; Bread and Puppet Theatre de Estados Unidos, en Tierra de Nadie de la UCV; Els Joglars de Cataluña, en la estación de Metro de Chacaíto; las visitas a los parques El Calvario y Los Caobos, para presenciar lo más avanzado, democrático y atrevido del planeta en asuntos de teatro de calle concebido para multitudes populares, no necesariamente público especializado en el teatro de repertorio de sala.

IV. De aquello ya no queda nada. Ni en el teatro, ni en la música, ni en las artes visuales, ni en la actividad editorial. De los tiempos cuando Caracas era una capital del arte internacional –de la salsa y el rock era El Poliedro; de la ópera, la sinfónica y la música popular tradicional el Teatro Teresa Carreño; de las artes visuales más avanzadas el Museo Sofía Imber y el Museo de Bellas Artes; y de la literatura de calidad, Monte Ávila Editores– solo queda el recuerdo.

El chavismo, como sucede con los destapadores de cañería de mala calidad, se propuso limpiar la “cloaca” que, según ellos, era el mundo cultural creado por la democracia. Pero en el intento se llevaron los conductos, el sistema de drenajes, los tanques de agua potable, acabando con todo lo dignamente existente. Y, lo peor, no fueron capaces de sustituirlo con algo mejor o por lo menos respetable. Trataron de hacer un festival internacional de teatro paralelo y no pudieron. Se les murió al nacer. Otro de cine, distinto al de Mérida que aún sobrevive, y tampoco.

El Festival Internacional de Teatro y todos los espectáculos internacionales que hicieron de Venezuela un gran referente cultural, volverán cuando regrese la democracia. No hay duda. Para entonces, Sesto y sus comisarios solo serán un mal recuerdo. Una pesadilla por exorcizar. Un cuento titulado “El perseguidor”, escrito sin la gracia de Cortázar ni la presencia genial de Charlie Parker. El personaje central será un arquitecto que sueña con ser un gran poeta pero termina de paramilitar malvado tratando de invadir un indefenso centro cultural.

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