Para cualquier analista imparcial –que se base en los hechos y los datos, no en opiniones interesadas– queda absolutamente claro que la crisis humanitaria compleja, incluyendo el fenómeno migratorio masivo, que ha azotado cruelmente a Venezuela en este siglo XXI comenzó mucho antes que Estados Unidos impusiera sanciones al régimen conocido como Socialismo del siglo XXI.
Que las cuatro destrucciones –la del aparato productivo y el sistema económico en general, la institucionalidad democrática, el estado de derecho, y la de los servicios básicos de electricidad, salud y educación– habían estallado ya, hasta extremos apocalípticos, cuando en el año 2017 Estados Unidos decidió comenzar con las sanciones.
Para el año 2017 ya Venezuela había vivido, desde hacía años, la experiencia de la escasez. Existían colas y restricciones para adquirir productos alimenticios en los mercados o para poner gasolina a los vehículos. También escaseaban las medicinas y un producto tan básico en nuestra dieta como la harina pan. Los enfermos de menores recursos desesperaban por la ausencia de tratamientos de diálisis y de medicamentos para el cáncer o el VIH asequibles a sus posibilidades. Y los índices de violencia e inseguridad, medidos en el índice de asesinatos por cada cien mil habitante habían alcanzado cifras hasta entonces inimaginables.
El mejor indicador, imbatible, lo encontramos en que para aquel año un país que no había conocido la migración masiva ya reportaba a una cifra mayor de 2 millones de connacionales desplazados a otros países tratando de encontrar los bienes, la seguridad, y la calidad de vida que el suyo les negaba. Solo en Colombia 670 mil venezolanos habían atravesado la frontera para quedarse a vivir sin saber por cuánto tiempo. Hoy somos casi tres millones.
Dos años antes en el 2015, lo recuerdo como si fuese ayer, las conversaciones con los amigos siempre estaban salpicadas de recomendaciones sobre a cuál supermercado había llegado harina pan, una bodeguita en Bello Monte donde aún se conseguía papel higiénico, o un mercado popular a donde el próximo sábado –probablemente– llegaría leche.
Ese mismo año de 2015 la devaluación del bolívar fue de 79 por ciento. La inflación fue de 181 por ciento. El tipo de cambio había crecido en 381 por ciento. El PIB por segundo año consecutivo seguía cayendo, esta vez a 6,22 por ciento. Y la escasez de productos sobrepasaba el 75%.
Fue cuando aparecieron nuevos oficios. Por ejemplo, los “bachaqueros”, personas que por los caminos verdes o el mercado negro conseguían alimentos y los revendían al doble o triple de su valor legal. Si no estabas dispuesto o no podías, por razones de edad o de salud, hacer las largas colas que de acuerdo al número final de tu cédula de identidad te daba acceso a tres bolsas semanales de harina pan o dos litros de leche, pues tenía que pagarle al bachaquero.
Por lo tanto, no hay que ser un gran especialista para concluir que la leyenda negra creada por el gobierno militarista venezolano –con el apoyo de sus aliados internacionales– que convierte las sanciones en la causa de todas las calamidades que azotan a los venezolanos, es una estrategia propagandista de justificación absolutamente similar a la que ha utilizado la dictadura cubana para eludir la responsabilidad de sus fracasos económicos y su incapacidad comunista para satisfacer las necesidades mínimas de una población azotada desde el inicio mismo de la revolución por la pobreza, el hambre y la escasez.
Que los voceros del gobierno utilicen ese recurso cínico y mentiroso, se comprende. Su estrategia desde que el Socialismo del siglo XXI se instaló en Miraflores en busca de la eternidad, ha sido la conseja goebbeliana de la mentira repetida mil veces para que mute en verdad. Los patriarcas civiles y los multimillonarios generales chavistas padecen de autohipnosis. ¡Se inclinan a la orilla del río Guaire, recogen entre las manos un buche de líquido marrón maloliente y exclaman como en una letanía “! Esto no son aguas negras, ¡esto son aguas de manantiales de Evian!”, “! ¡Esto no son aguas negras, estos son aguas puras de manantial de Evian!”. Y así sucesivamente.
Eso al final es comprensible. No les queda otra para justificarse a sí mismos. Pero que la misma operación sea avalada por profesionales con formación académica, que tienen que saber claramente – sin necesidad de llevarlas a un laboratorio– que esa agua está llena de heces fecales, eso sí es decepcionante. Y que, además, actuando como propagandistas, desmeriten la necesidad del retorno a la democracia como un hecho secundario ante los padecimientos de la población a causa de las sanciones, no es más que una trampa argumental que deja ver impúdicamente sus costuras.
Cito solo dos frases de un conocido economista en una carta pública dirigida al presidente Petro, días antes de la fallida Cumbre sobre Venezuela. Frase una: “Flexibilizar las sanciones económicas para generar recursos que permitan aliviar la crisis social no puede seguir condicionado a la mejora de las condiciones electorales”. Frase dos: “Resulta ruin e inhumano ante la gravedad de la emergencia humanitaria”.
¿Porque los académicos que apoyan al régimen militarista no alertaron sobre la tragedia humanitaria que ya ocurría cuando aún no había sanciones y tanta gente comía directamente de las bolsas de basura? ¿Por qué no protestaron cuando el gobierno rojo se negó a aceptar cualquier ayuda humanitaria que tantos países ofrecieron a pesar que ya se conocían, por ejemplo, las alarmantes cifras de desnutrición infantil? ¿Por qué no se denunció a tiempo los millones y millones de dólares que se extraviaron en la caja negra de la corrupción chavista que hubiesen paliado con creces la emergencia humanitaria?
Todos quienes pregonan, por ejemplo, que la migración venezolana, los distintos ciclos de escasez, la baja producción de PDVSA, todos los males que Hugo Chávez y sus sucesores sembraron estructuralmente en el país, son causadas por las sanciones forman parte de una comparsa de maléficas mentiras orquestadas para engañar incautos. Sin lugar a duda las sanciones afectan, pero ni remotamente se hallan en la causa fundamental de nuestras desgracias.