La teocracia iraní y el militarismo chavista

Hugo Chávez, el militar que condujo la destrucción de  Venezuela, nunca ocultó su enamoramiento personal por los hombres de poder sin límites. Especialmente por los tiranos. Por supuesto, siempre que fueran enemigos de los Estados Unidos. 

Suscitaban en él  una fascinación irresistible. Que no ocultaba.  Por ejemplo, eran obvios los sobresaltos que producía en su corazón la cercanía de Fidel Castro. Idilio  que al país le costaba caro pues se pagaba con petróleo gratuito a barcos llenos  para la isla caribeña. 

Fidel, un maestro de la seducción y la sicología del dominio a los otros, hizo de Hugo Chávez una mascota obediente. Y a su través Cuba, un comunismo que aprendió desde temprano a vivir parasitariamente, encontró en Venezuela la fuente de sobrevivencia que compensó y sustituyó la desaparecida la Unión Soviética. 

Sadam Husein también lo fascinó. Para goce pleno de su personalidad narcisa, las agencias de noticias se dieron banquete con las imágenes del jefe militar venezolano conduciendo en Bagdad un lujoso Mercedes Benz haciendo de chofer del jefe iraquí quien ya para entonces se había convertido en amenaza terrorista para Occidente.

Otros tiranos fueron objeto de su admiración. Una de sus manera más frecuentes de halagarlos era regalándoles réplicas de la espada de Bolívar.  Le entrego una a Gadafi, el déspota  libio que tuvo un trágico final víctima de sus propios métodos. Otra a Mugabe, el anciano que persistió treinta y siete años gobernando a Zimbabue hasta que uno de sus aliados lo destronó con un golpe de Estado. Una réplica más de la espada fue a dar a manos de Putin, el zar del poscomunismo. Y otra, para  su homólogo represor, Daniel Ortega, el Somoza del siglo XXI. 

Pero una de las fascinaciones mayores de Hugo Chávez era la teocracia iraní con la que inició una intrincada alianza que aún se mantiene y, en particular, por el presidente Mahmud Ahmadinejad  con quien sostuvo una estrecha relación personal. Tanto que el hombre fuerte de Irán, conducía personalmente las relaciones y negocios con Venezuela, viajaba a Caracas varias veces al año y, en algunas ocasiones, pasaba largas temporadas instalado en la suite presidencial de Hotel Meliá Caracas, ubicado en la avenida Casanova, por donde solía pasear con una pequeña caravana de camionetas descapotables. Como una especie de Rey Momo fuera del carnaval.

Eran tal cual para cual. Una amistad entre dos militares con pedigrí delictivo. Uno, Chávez, con una larga tradición subversiva en la oscuridad de los cuarteles preparando el golpe de Estado con el que intentó a poner fin a la joven democracia venezolana. El otro, Ahmadinejad, con una igualmente  larga  tradición de ejercicio terrorista creando lo que se conocería como el Basij, una fuerza paramilitar formada por voluntarios, fundada por órdenes del ayatolá Jomeini en noviembre de 1979.De esa amistad surgió también la alianza entre el chavismo y el grupo terrorista Hezbolá. 

Una alianza que dejó de ser secreta-a declaración de parte relevo de pruebas, dice un lugar común jurídico- el 25 de enero del año 2019, cuando después de la juramentación del presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó, como presidente interino de Venezuela, una delegación de activistas de la organización terrorista visitó la sede de la Embajada de Venezuela en Beirut para ratificar su apoyo a Maduro, el presidente usurpador.

No olvidemos que Hezbolá, o Hezbollah en su expresión menos castellanizada, que significa “Partido de Dios”, es una organización musulmana chií, la mayoría religiosa del Líbano,  que fue fundada en en 1982, como respuesta a la intervención militar israelí de ese momento. Los miembros del “Partido de Dios” fueron  entrenados, organizados y dirigidos por agentes de la Guardia Revolucionaria iraní, organismo del cual, no lo olvidemos, fue miembro fundador Ahmadinejad.

Todo esta retorcida urdimbre es lo que explica el apoyo incondicional del gobierno de Maduro a Bashar al-Ásad  en la guerra civil que desde el 2014 se produce en la República Árabe de Siria. En esa guerra, Rusia e Irán, apoyan al Gobierno sirio que combate al Estado Islámico -grupos islamistas apoyado por Turquía- y las fuerzas democráticas de Siria, apoyada por los EE. UU. Y Hezbollá es el gran instrumento militar iraní.

 En consecuencia, el gobierno venezolano, siguiendo el principio de “los enemigo de mi amigos son mis enemigos”, juega del lado de un gobernante que no tiene nada de demócrata, gobierna a Siria desde hace veinte años y seguramente aspira superar a su padre, Háfez al-Asad, quien también gobernó la sufrida nación del Medio oriente  durante 29 años hasta que sólo la muerte logró sacarlo del poder. Entre ambos ya suman medio siglo al mando.

Por qué extrañarnos entonces que el general Padrino, el jefe de la guardia pretoriana que mantiene en el poder la tiranía de Maduro, entre en éxtasis celebrando como un héroe al general iraní Soleimani, el hombre recién asesinado por los misiles de Putin, y afirme,  no se sabe si ingenua o cínicamente, que era un “hombre de paz”.  Alguien que “enseñó la virtud sobre la humanidad”

Al final los deseos del Comandante Galáctico son un legado. Un dogma.  No se discuten. Y la fascinación por los hombres de mando sin límites, por los tiranos, no es una opción, es una tradición ideológica del chavismo. Seguramente debe estarse preparando la entrega pos mortemde una réplica de la espada de Bolívar a este jefe militar iraní que en vida no la recibió.  

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