Aleksandr Lukashenko es presidente de Bielorrusia desde el año 1994. Seis periodos consecutivos. Y ahora viene ejerciéndolo de nuevo desde el 2020. Es decir, ha sido la única persona en este país pos soviético que ha ocupado el cargo de presidente desde 1994. Acumula veintiocho años en el poder y es conocido en la prensa internacional como “el último dictador de Europa”. Nadie ha logrado frenarlo.
Daniel Ortega ocupa el cargo de presidente de Nicaragua, también sin alternancia desde el 10 de julio de 2007. Lleva quince años consecutivos en el poder y recién ha sido electo para otro periodo más. Pero ya antes había ocupado la misma posición entre 1985 y 1990, y años atrás, en 1979, había sido coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, lo que sumado lo pone a competir con los años de poder de Lukashenko.
Ortega, condena a prisión a los políticos y periodistas que lo adversan, elimina la libertad de cátedra en las universidades, asesina impúdicamente a los universitarios que manifiestan en su contra en las calles de Managua, expulsa del país a sus mejores escritores, y nadie tampoco lo puede frenar.
Vladimir Putin, un ex espía de la KGB, gobierna desde hace una década de manera ininterrumpida la Federación Rusa. Igual que Ortega, persigue implacablemente a sus opositores, cuando puede los asesina o encarcela, y resucitando la tradición imperial expansionista de la URSS, con apoyo de los multimillonarios conocidos como “los oligarcas”, declara una guerra contra Ucrania, un país hermano, y se da el lujo de masacrar a la ciudadanía, bombardear edificaciones patrimonio cultural de la humanidad, asesinar impunemente civiles, mujeres y niños, ancianos y discapacitados, resucitar la amenaza de una guerra mundial nuclear. Y nadie en el mundo —ni los rezos del papa Francisco, ni las armas de la OTAN, las sanciones de EE.UU., o la fuerza multinacional de la Unión Europea— lo puede frenar.
Otro gobernante autoritario, el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, alineado con Putin, se acaba de reelegir de nuevo. Arriba ya a dieciséis años de gobierno ininterrumpido. Repite en el poder por cuarta vez a través de elecciones que, como las de Ortega y Lukashenko, todos saben que son amañadas. Sus campañas electorales se basan en la satanización de los extranjeros, especialmente de los inmigrantes musulmanes, los homosexuales, y en general de la comunidad LGBT. Y nadie lo logra frenar.
En Myanmar, antigua Birmania, un país de larga tradición militarista, este mes de abril ya habrá ha transcurrido un año y dos meses del golpe de Estado con el que las fuerzas militares depusieron el gobierno civil de la Liga Nacional para la Democracia. Tampoco nadie logra contenerlos.
En Venezuela, la historia es más o menos la misma. Una cúpula de militares golpistas y civiles ultraizquierdistas gobierna desde febrero de 1999, ha hecho huir de su país a más de siete millones de personas, muchos de sus jefes militares están presos en EE.UU por oficio de narcotraficantes y blanqueo de divisas, pero consigue crear una oposición prêt-à-porter y, gracias al dinero de la corrupción, generar una sensación de regreso a la “normalidad” que le garantiza seguir gobernando por lo menos hasta el año 2024 cuando cerrará un ciclo de veinticinco años —un cuarto de siglo— en el poder sin alternancia. Nadie tampoco, ni las sanciones internacionales, ni el desconocimiento a su gobierno por parte de sesenta democracias, los puede derrocar.
Habría que incluir a Xi Jinping, el presidente chino, quien gobierna desde hace más de una década a una nación peculiar, de capitalismo salvaje en lo económico, con Estado comunista de partido único en lo político. Recordar que Irán está dominada desde casi medio siglo por una teocracia islámica controlada por los ayatolás, los clérigos que representan la más alta religiosidad chiíta, quienes deciden quién y cómo se ejerce el poder. O recordar que en Cuba, desde 1959, un solo partido, el comunista, no le da respiro a nadie que no se someta a sus designios.
El recuento puede seguir. En Turquia, Erdogan gobierna desde 2014 y dictatorialmente desde 2017. En América Latina muchos se preguntan cuál será el camino de Boric en Chile. ¿Tomará la vía de la izquierda democrática a la manera de sus antecesores Lagos y Bachelet, o seguirá el camino del trío somoso-castrista-pinochetista formado por Ortega, Maduro y Díaz-Canel?
Lo mismo en Colombia. Si gana Petro, ¿habrá que prepararse para una edición a la colombiana del castrochavismo venezolano o podrá ocurrir un régimen que busque justicia y equidad sin destruir el aparato productivo, la institucionalidad democrática y poner a emigrar a millones de colombianos más?
El planeta no la tiene fácil. Entramos en una especie de nueva Guerra Fría que ya no es entre comunismo y capitalismo, sino entre democracias y totalitarismos, o por lo menos autoritarismos. Entre el mundo occidental y Eurasia. Ya no hay comunismos, se acabaron, solo quedan Cuba y Corea del Sur. La lucha ahora es entre capitalismos salvajes, como el chino, casi esclavista; capitalismos de Estados forajidos, como el venezolano; y capitalismos occidentales vinculados a Estados democráticos.
No es solo el calentamiento global, que ya es bastante, lo que nos amenaza como especie. Las primeras décadas del siglo XXI están representando una era de involución de la humanidad a etapas políticas que se creían superadas. Guerras cruentas. Autócratas que no creen en la alternancia gubernamental. Regresión a culturas xenofóbicas, homofóbicas, misóginas, de intolerancia religiosa y nacionalismos extremos. Y populistas que seducen a sus electores ofreciéndoles el cielo para luego montarlos en un cohete que los lleva en asunto de minutos directo al infierno.
Pero en realidad lo que interesa resaltar es cómo se está creando una Internacional de tiranías, dictaduras y autocracias que se apoyan mutuamente. Y, todo indica que, como ocurre con la intervención de Rusia en la política venezolana y colombiana, apoyando a los violentos que se suponían pacificados, nos vamos preparando para una nueva confrontación mundial. Parecida a la que obligó a los países occidentales democráticos —Inglaterra, Estados Unidos y en esa época a la Unión Soviética— a unirse en contra de las fuerzas nazifascistas que querían tomar el mundo por asalto en la primera mitad del siglo XX.
El choque de trenes parece inevitable. Colombia y Venezuela están en el ojo del huracán. Lo que no se ve claramente aún es una reacción orgánica de defensa de la democracia y la economía de mercado. El Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla; la Federación Rusa junto a China, Turquía e Irán; el ELN y las disidencias de las FARC operando libremente desde Venezuela; los carteles de la droga colombianos y mexicanos, junto al Tren de Aragua venezolano; el Socialismo del siglo XXI y el septeto coral de dictadores formado por Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Aleksandr Lukashenko, Viktor Orbán, Recep Erdogan, Vladimir Putin y Miguel Díaz-Canel, parecieran estar jugando en equipo sin resistencia estratégica que los enfrente.
Se necesita un actuar estratégico en el equipo contrario. Que obviamente todavía no es un equipo.