Solo cinco países se opusieron a la reciente resolución de la Asamblea General de la ONU para ofrecer ayuda humanitaria a Ucrania y exigir cese a las hostilidades del invasor ruso y sus ataques masivos despiadados contra la población y la infraestructura civil.
No es nada casual que los cinco países –Bielorrusia, Corea del Norte, Eritrea, Siria y por supuesto la misma Rusia– son gobernados por regímenes autoritarios ubicados entre las naciones con peores índices en asuntos de democracia.
Corea del Norte es uno de los totalitarismos comunistas más antiguos del planeta, gobernando desde 1948 por una sola familia, la dinastía de los Kim. Siria es gobernada desde hace veintitrés años por Bashar al Assad, detonate de una guerra civil que, según cálculos de Naciones Unidas, ya ha dejado más de 400.000 muertos. Eritrea, según Human Rights Watch, es una nación cuyo historial de derechos humanos está considerado entre los peores de estos tiempos. Bielorrusia, un satélite de Putin gobernado por un tirano convicto y confeso, Alexander Lukashenko, que somete a su país desde 1994 y es considerado internacionalmente como “el último dictador de Europa”. Y Rusia, la protagonista, es obviamente un régimen de fuerza hoy convertido en el promotor de una guerra cruenta y cruel que pone en riesgo la paz del planeta entero. Un club con miembros vergonzantes.
No incluyo a su aliado más emblemático en América Latina, la Venezuela del chavismo, un narco Estado, con una cúpula gobernante que ha hecho méritos para ser enjuiciados por crímenes de lesa humanidad, porque nuestra nación no puede participar en las votaciones de la ONU vetado como está por la deuda gigantesca que tiene con la organización.
Repito, no es nada casual. Porque si miramos al envés, la casi totalidad de los países que condenan abiertamente la bárbara invasión, con la Unión Europea al frente, son gobiernos democráticos y muchos de ellos, como Noruega, Finlandia, Canadá, Suecia, Dinamarca, desde hace tiempo figuran reiteradamente en el top ten de todos los índices, incluyendo el de The Economist, que miden rigurosamente la calidad de las democracias en el planeta.
La conclusión es elemental: la invasión rusa a Ucrania es como un test de enfermedades totalitarias. Si sales positivo, si apoyas la invasión, ya sabemos que en tu país, o no hay democracia, o está secuestrada, y probablemente sus jefes acusados o perseguidos internacionalmente por violaciones de los derechos humanos o acusados por crímenes de lesa humanidad. Y a la inversa.
Pero también hay un peculiar punto medio. Los países y líderes que juegan a la neutralidad o que se presentan como defensores de la paz a toda costa y, por tanto, se oponen al envío de armamento para apoyar la defensa ucraniana. Treinta y ocho países no votaron en contra de la resolución, pero se abstuvieron. Son países Pilatos. Que se lavan las manos y miran para otro lado cada vez que las fuerzas rusas destruyen una escuela o un hospital, asesinan civiles, violan mujeres o dejan sin electricidad y servicios de agua a los civiles de poblaciones enteras de una nación soberana.
En ese bando, el de los “neutrales”, se congregan, y tampoco es casualidad, países como China, otro régimen autoritario e imperialista, gobernado desde el 2013 por Xi Jinping, secretario general del Partido Comunista y jefe mayor del Ejército, que acaba de ser reelegido para un tercer período; partidos políticos como Podemos, la franquicia chavista en España, que se distancia de las posiciones solidarias con Ucrania del presidente Pedro Sánchez, su aliado; o, gobernantes democráticos en lo interno de su país, pero marcados por el apoyo a gobiernos de facto como el venezolano, como Lula, quien el año pasado en plena campaña electoral declaró que Zelenski era tan responsable como Putin de la guerra que estaba empezando. Y ya siendo presidente insistió: “Dos no pelean si uno no quiere”.
Ya sabemos que en temas de geopolítica nadie es absolutamente puro. Que en asunto de invasiones a otros países, ninguna potencia mundial puede lanzar la primera piedra. Pero la que estamos viviendo en el presente, no da espacio para la evasión. Es como si un país democrático le hubiese parecido muy bien la invasión de la URSS a Checoslovaquia en 1968. O los desafueros de Estados Unidos en Vietnam por la misma década.
Estamos ante una guerra capricho de un autócrata con vocación expansionista que no tiene contemplaciones y juega a chantajear a Occidente con su arsenal de bombas nucleares. Una apuesta bélica que ya les ha costado la vida a millares de sus connacionales y de ucranianos, en la que han entrado en juego de fuerzas como el Grupo Wagner, tropas de mercenarios que actúan sin piedad como brazo armado independientemente del ejército oficial ruso, y que hasta ahora han acumulado suficientes evidencias de barbarie como para que cuando terminen los tribunales internacionales procesen a sus conductores por crímenes de guerra.
Por esa razón, me ha parecido lúcido un artículo del filósofo esloveno Slajov Zizek, titulado “El lado oscuro de la neutralidad” (Revista Ñ, Clarín, 20.02.23) en el que condena como una obscenidad amoral a aquellos gobernantes y países que inculpan a Ucrania por los actos de destrucción rusos. O que tergiversan la heroica resistencia ucraniana argumentando que es un rechazo a la paz. Y recurren a la operación maniquea de colocar en el mismo plano a los agresores y a los agredidos. A los genocidas y a sus víctimas. Al violador y a las violadas. El viejo argumento de que las falditas cortas que portaba la chica son, en el fondo, las culpables de estimular al violador.
En América Latina no solo Lula ha tomado esa posición ambigua. Semanas atrás, Francia Márquez, la vicepresidenta de Colombia, con un discurso de corte pacifista en la Conferencia de Seguridad de Múnich, donde asumió una posición similar. No condenó la invasión de Rusia a Ucrania.
Slavo Zisek, un filósofo que años atrás se separó del marxismopara desarrollar sus teorías propias alimentadas por el sicoanálisis lacaniano, desmontó con lucidez la argumentación de los “neutrales”. En las actuales condiciones, la única manera de no “provocar” al agresivo vecino, explica Zisek, sería bajar las armas y rendirse, dejando a la nación propia en manos de un invasor que está dispuesto a una larga guerra que proyecta la movilización silenciosa de unos 650 mil soldados por año durante un tiempo indefinido.
Su conclusión es imbatible: rendirse al imperialismo no genera ni paz ni justicia: “Para preservar lo uno y lo otro, tenemos que abandonar la ficción de la neutralidad y actuar como corresponde”. Como corolario irónico, Zizek, se burla de las justificaciones de Putin, quien vende al mundo la ridícula idea de que la guerra es para frenar la pretensión occidental de acabar con la cultura rusa. Como si el régimen de Putin, un militarista, formado en la temida KGB, perseguidor implacable de sus adversarios, digo yo, tuviese algo que ver, dice Zizek, “con artistas de la talla de Tchaikovski, Pushkin y Tolstoi”.