La barbarie Putin

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Muchas caricaturas y memes que se han hecho virales lo representan como un engendro del matrimonio de Stalin con Hitler, y no les falta razón. Vladimir Putin ha dado pruebas de contener en su mente tanta crueldad racional como Stalin y tanta demencia genocida como Hitler. Porque no es solo contra los ucranianos que ha desatado su odio personalizado y su capacidad destructiva sin límites, es contra los propios rusos a quienes ha sometido a grandes penurias y persecuciones, a un autoritarismo feroz y, en el presente, a privaciones económicas extremas producto de las sanciones internacionales a las que ha conducido a su país en guerra.

En eso pensamos poco. Porque son tan penosas las imágenes del sufrimiento ucraniano, el exilio, la muerte, el ataque a civiles, que se nos olvida el sufrimiento de los rusos, especialmente de quienes no apoyan las guerras, adversan a Putin y tratan de manifestar su rechazo a la bárbara invasión a Ucrania.

Para el momento en que escribo esta nota se supone, por las informaciones de la prensa internacional, que cerca de 15 mil ciudadanos han ido a prisión por manifestarse públicamente contra la guerra y que existe una ley, aprobada el 4 de marzo, que castiga la expresión del sentimiento antibélico en Rusia hasta con quince años de prisión.

Igual como ocurre con Venezuela, una buena parte de la opinión pública internacional cree que los rusos han aceptado pasivamente el dominio autocrático de Putin. Y eso no es cierto. Las movilizaciones públicas y la resistencia de importantes líderes, periodistas, sacerdotes y defensores de los derechos humanos en contra del régimen totalitario de ultraderecha, sustentado por lo que la prensa denomina los oligarcas –magnates mafiosos descomunales cargados de millones de dólares generalmente mal habidos– han sido persistentes.

Debemos recordar que en el año 2011, cuando se anunció que Putin volvía a la presidencia en el Kremlin, decenas de miles de personas salieron a protestar. Y en el 2014, cuando Rusia se anexó a Crimea y promovió la guerra en el Donbás, las calles de las grandes ciudades rusas fueron escenario de multitudinarias manifestaciones antibélicas. Lo mismo que ocurrió en el 2021 cuando el líder opositor Alexei Navalny fue detenido a su regreso a Moscú. Y lo que ha ocurrido en días recientes en manifestaciones masivas contra la invasión a Ucrania.

Es lo que explica Ilia Krasilshchik, editor de un portal de noticias independiente, en un ensayo publicado por The New York Times, el pasado 17 de marzo, bajo el título “Los rusos debemos aceptar la verdad: fracasamos”. En ese escrito, pleno de tristeza y amargura, y de un profundo sentimiento de culpa, Krasilshchik, parte de la tesis de que es obvio que el Kremlin llevaba años preparando esa guerra, y entonces se pregunta: “Nosotros, los millones de rusos que nos oponíamos en público o en secreto al régimen del presidente Vladimir Putin, ¿fuimos solo testigos silenciosos de lo que estaba ocurriendo? Peor aún, ¿lo avalamos?”

Pero lo que me resulta más desgarrador de este texto, hecho obviamente desde la más profunda sinceridad y dolor, es cuando el propio Krasilshchik se dice, creo que a sí mismo más que a los lectores: “Quiero creer que hicimos todo lo posible para frenar a Putin, pero no es cierto. Aunque protestamos, nos organizamos, ejercimos presión, difundimos información y llevamos vidas honestas a la sombra de un régimen corrupto, debemos aceptar la verdad: fracasamos. No logramos evitar una catástrofe y no conseguimos cambiar el país para bien. Ahora debemos cargar con ese fracaso”.

Los venezolanos conocemos bien ese sentimiento de impotencia. Solo cambiando la palabra “Putin” por “Chávez” podríamos suscribir sin enmienda alguna el mismo texto. La catástrofe rusa ya ocurrió. Millones de rusos se irán de su país como los ucranianos. Europa occidental, que había bajado la guardia armamentista después de la Segunda Guerra Mundial, ya comenzó a aumentar las inversiones en seguridad y defensa. El mundo occidental otra vez estará armado hasta los dientes. Y la amenaza nuclear vuelve sobre nuestras cabezas como si Hiroshima y Nagasaki no nos hubiesen enseñado nada.

La caída del comunismo en realidad no ha significado el arribo de la democracia a Rusia. Es un país maniatado por un autócrata patológico. Un país donde no son posibles las manifestaciones públicas, donde Internet y la prensa libre están censuradas, donde – como en Venezuela, Nicaragua y Cuba– la libertad de expresión fue extinguida plenamente, donde los periodistas libres son declarados “agentes extranjeros”, miles de personas son detenidas y torturadas, y otros miles se han visto condenadas al exilio o la prisión por razones políticas.

No es casual que en América Latina los únicos gobernantes que apoyan de manera incondicional la invasión rusa a Ucrania sean el triángulo del mal encarnado por Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Díaz-Canel. No es casual que el candidato Petro en Colombia haga lo mismo. Que el peronista que dirige a Argentina y el militarista que conduce a Brasil hayan ido a visitar a Putin días antes de comenzar la guerra. Dime con quién andas y te diré quién eres. Pero lo grave para nosotros es que Venezuela es el más grande portaviones con el que cuenta Rusia en América Latina.

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