Lo que ocurrió en Colombia en la primera vuelta a las presidenciales fue una alerta decisiva. Aproximadamente el 74% de la población votó en contra del candidato Fico Gutiérrez, que representaba, aunque intentara deslindarse, a los partidos, clases y élites que habían gobernado a Colombia hasta el presente, con Uribe como figura emblemática a la que el imaginario popular mayoritario declaraba responsable de todos, o casi todos, los males de la nación.
Lo hicieron, en cambio, masivamente, por Gustavo Petro, que no es un outsider, sino una figura con un largo kilometraje en la vida política colombiana, trabajando persistentemente en consolidar una opción de una izquierda que llegase al poder por vía electoral. Y, por Rodolfo Hernández, ese sí es un outsider –atípico, inubicable en la cartografía política colombiana, fenómeno político curioso–, que emergió a última hora como canalizador del voto de quienes también estaban hartos de la política tradicional, pero no confiaban para nada en la opción izquierdista de Petro.
Fue un fenómeno electoral similar, o por lo menos análogo, a los que hemos visto sucederse a lo largo del siglo XXI en varios países latinoamericanos. Lo que ocurrió recientemente en Chile, donde las fuerzas de una nueva izquierda que apoyaron a Boric, un dirigente prácticamente juvenil, se llevaron por delante a la Concertación de Partidos por la Democracia, agrupación de centroizquierda, y a la llamada Alianza por Chile, de corte centro derechista, que se alternaron el poder en la restauración de la democracia luego de la dictadura de Pinochet.
Lo que había ocurrido antes en El Salvador, donde Nayib Bukele, otro dirigente joven, pero de derecha, tanto en las presidenciales como en las legislativas y las regionales, aplastó a ARENA y el FMLN, derecha e izquierda, las dos fuerzas que luego de firmar la paz a seguidas de una guerra civil, habían también gobernado alternativamente por décadas la nación centroamericana.
Y, lo que muchos años antes, hace ya casi un cuarto de siglo había ocurrido en Venezuela, cuando el sistema bipartidista sobre el que AD y COPEI habían erigido la democracia hizo aguas, le dio paso a un liderazgo mezcla de militares golpistas con civiles de ideología ultraizquierdista, que resultó peor remedio que la enfermedad y hoy tiene a cerca de siete millones de venezolanos deambulando por el mundo en busca de una segunda oportunidad.
Tres cosas hay que agregar sobre estas jornadas electorales. La primera la ha reconocido toda la prensa internacional, la solidez del sistema electoral y, en general, de la democracia colombiana. Las mismas fuerzas que alertaban sobre la no existencia de democracia en Colombia llegan hoy al poder, sin perturbaciones ni obstáculos, gracias a ese mismo sistema democrático que obviamente funciona.
La segunda, que el país queda igual fracturado y polarizado, si nos atenemos al hecho de que la diferencia porcentual entre ambos candidatos finalistas no llega siquiera a los tres puntos porcentuales, una diferencia en votos absolutos de apenas 750 mil y ambos candidatos terminan con más de 10 millones de votantes cada uno. Situación que tendrá en manos de Petro, ahondar en la herida ensanchándola, como lo hizo Hugo Chávez en su momento, o tratar de cerrarla, de sanarla, como ejemplarmente lo intentó Mandela en su primera presidencia.
Y, el tercer hecho importante, anunciado por destacados escritores locales antes de que se conocieran los resultados, es que Colombia ha entrado de lleno en el nuevo reino internacional de los populismos. El día anterior a las elecciones, Héctor Abad Faciolince, en su artículo “Populismo y rubeola”, definió el populismo como “la enfermedad infantil de las naciones” contra la que no existe vacuna conocida. Es un virus, advirtió en su escrito, de fácil contagio “que se debe vivir en carne propia” porque cuando los países vecinos enferman de populismo, el propio país no queda inmunizado. Y concluía: “Colombia está condenada, por cara o por sello, a vivir los cuatro próximos años bajo un régimen populista, bien sea de inclinaciones derechistas (Rodolfo Hernández) o izquierdistas (Gustavo Petro)”.
Para los venezolanos, la llegada de Petro al poder es, para unos, un enigma. Para otros, una amenaza. Primero, porque algunos (es inevitable después de lo sufrido en carne propia), lo ven como la posibilidad de un chavismo de segunda generación que lleve al caos también a Colombia. Otros, en cambio, creen que no va a ser igual porque las condiciones de ambos países son diferentes y Petro ni es un líder militar.
Segundo, es de angustia para los casi dos millones de inmigrantes y exiliados en Colombia, porque estaban satisfechos y agradecidos con las políticas migratorias del gobierno Duque y ahora no saben si estas políticas, que garantizaban legalidad, acceso a servicios y protección de derechos, se mantendrán en el tiempo o serán revertidas.
Y, tercero, porque no se sabe cómo jugará el gobierno de Petro en el escenario internacional de apoyos y cuestionamientos al régimen de facto venezolano: si mantendrá su posición y la de muchos de sus voceros que durante la campaña, y aún anoche, ya conocido los resultados, calificaban el gobierno de Maduro como una dictadura; o entrará en esa práctica de solidaridad mecánica con las tiranías de Ortega, Maduro y Díaz-Canel que algunos gobiernos aún democráticos, como el de AMLO en México, practican como parte de una nostalgia guevarista y antiimperialista estadounidense que se coloca por encima de la defensa de los derechos humanos y las libertades democráticas.
Por ahora solo queda esperar. El enigma de lo que viene para Colombia lo resume muy bien la ambigüedad de una de las frases de Petro en su primera intervención pública como presidente electo: “Vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia… No porque lo adoremos, sino porque tenemos primero que superar la premodernidad en Colombia, el feudalismo”. ¿Rezagos del pensamiento marxista?