Pinochet quemaba sus libros. El franquismo, como hizo con García Lorca, fusilaba a los autores. En Cuba, Tres tristes tigres circulaba clandestinamente. Los tiranos y las tiranías, igual los burócratas necesariamente mediocres que las hacen funcionar, le han temido siempre a los escritores y la buena literatura que no cede a sus prebendas ni teme a sus amenazas.
A los tiranos del siglo XXI, en la era de Internet, no les resulta fácil asesinar a escritores. Tampoco quemar o prohibir sus libros. Les crea un problema de imagen a escala internacional. Por eso como estrategia alterna, porque el temor es el mismo, prefieren aislarlos. Excluirlos. Desaparecerlos del escenario público. O como a las pistolas de sus matarifes, ponerles un silenciador.
Cuando llegó la noticia de que Sergio Ramírez había obtenido el Premio Cervantes, uno de los más importantes de nuestra lengua, los nicaragüenses comunes lo celebraron entusiastas. El diario La Prensa tituló a varias columnas. En las universidades aplaudieron frenéticos. El gobierno, en cambio, guardó absoluto silencio. A pesar de que era la primera vez que un nicaragüense recibía un reconocimiento semejante, y de que Sergio Ramírez había sido vicepresidente de Nicaragua en llave con Daniel Ortega, el silencio oficial fue absoluto. El miedo y la envidia lo silenciaron.
Algo semejante a lo que ocurrió en Venezuela cuando se supo que Rafael Cadenas, nuestro poeta mayor, había obtenido el Premio Reina Sofía. Las redes sociales se llenaron de mensajes de alegría. El Nacional, uno de los pocos diarios nacionales que el régimen no ha podido acallar, lo anunció en primera plana. Escritores y lectores venezolanos defensores de la democracia lo festejamos con entusiasmo. Pero el gobierno nacional, presidido por ese hombre de letras, de letras de cambio me refiero, llamado Nicolás Maduro, ni se dio por enterado.
Comprensible entonces que el poeta Cadenas no haya sido invitado a la Feria Internacional del Libro, Filven, que acaba de finalizar en Caracas, la ciudad capital de un campo de concentración llamado Venezuela.
Es una desgracia para sus organizadores y una suerte para él. Para los organizadores, porque el desplante pone en evidencia su mezquindad y pobreza de espíritu. En cualquier país decente un homenaje al poeta nacional que acaba de ser premiado internacionalmente hubiese sido la actividad central de una feria auspiciada por el Estado. Y, aun sin premio, cualquier feria o festival del libro internacional se crece en prestigio cuando logra tener entre sus invitados a quien la crítica internacional reconoce como “una de las voces literarias más importantes de la lengua de Cervantes”.
En cambio buena suerte para él, porque asistir, o incluso, peor, ser homenajeado en la Filven del presente significa convertirse de manera automática en escritor cómplice de una de las formas de apartheid literario por razones ideológicas más descarado, provinciano y vergonzante que se haya conocido en la historia de las ferias del libro de América Latina.
En la Filven, salvo que se trate de libros para niños, solo se presentan títulos de autores nacionales o extranjeros que respaldan el militarismo rojo. O por lo menos que hacen silencio cómplice frente a sus abusos de poder. Lo contrario es excepcional.
Un botón de muestra. En la sala de Monte Ávila Editores en la feria, que lleva el nombre de la poeta Ana Enriqueta Terán, se programó cinco veces a Alejandro Silva, chavista; cuatro a Miguel Ángel Guerrero, chavista; tres a Eleazar Díaz Rangel, Maryclen Stelling, Ernesto Villegas y Luis Britto García, comisarios culturales de la misma escuela. En contrapartida, durante los diez días de eventos, no se presentó ni un solo autor que no llevase en su cartera el carnet de la patria.
Por eso la Filven es tan pobre, endogámica y gris. Porque para los burócratas de martillo, hoz, petrodólares y miedo a la buena escritura, los venezolanos se dividen en dos: chavistas y traidores. Los escritores también. Aquellos que reciben premios internacionales: Rafael Cadenas, el Reina Sofía, el Juan Rulfo y el García Lorca; Alberto Barrera Tyszka, el Tusquets y el Herralde; Yolanda Pantín, el Casa de América, o los homenajeados por sus iguales de calidad, como Igor Barreto, figura de culto en el reciente Encuentro de Estudios de Literatura Iberoamericana realizado en la Universidad Javeriana de Bogotá, simplemente no existen.
Pinochet hubiese quemado sus libros. Fidel prohibido su circulación. Los tiranos ya no son como antes.