Las relaciones oficiales entre Colombia y Venezuela están en el peor momento de su historia contemporánea. Después de veinte años de poder continuo del autodenominado “Socialismo del siglo XXI”, las dos repúblicas que nacieron juntas y alguna vez formaron un mismo proyecto de nación, en el presente no sostienen ni el más mínimo vínculo oficial.
No hay siquiera, como en los momentos más difíciles de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en plena Guerra Fría, un teléfono rojo por el que se puedan comunicar sus gobernantes en momentos de emergencia común. Como dos familias de vecinos peleadas, que se ven por la calle y cambian de acera para no saludarse, ambos gobiernos y sus presidentes hace mucho que no conversan.
Ni siquiera para tratar de manera conjunta los dos grandes fenómenos que actualmente nos afectan por igual: la pandemia del coronavirus y la emigración masiva de venezolanos. Y, como Colombia, además, forma parte de los casi sesenta países democráticos de Occidente que no reconocen al de Maduro como un gobierno legítimo, y como Maduro se ha ensañado particularmente, de palabra y hecho, contra el pueblo y la nación colombiana, el único contacto oficial que se mantiene entre ambos países es a través del gobierno interino y “simbólico” de Juan Guaidó.
Las relaciones diplomáticas están mas que rotas. Las rompió unilateralmente Nicolás Maduro en 2019 dándole solo veinticuatro horas a los diplomáticos colombianos para que, como si de delincuentes se tratara, abandonaran de inmediato el territorio venezolano.
Las oficinas de las embajadas y los consulados de cada país en el otro, están cerradas. Los pasos fronterizos legales, incluyendo el Puente Internacional “Simón Bolívar”, bloqueados como si hubiese una guerra. Y sus aduanas, fuera de servicio. El intercambio comercial de la que fue alguna la frontera económicamente más dinámica en América latina, también desaparecidos. Solo los intercambios ilegales -tráfico de alimentos, narcóticos, medicinas, órganos humanos, ganado en pie, armas y grupos guerrilleros– siguen activos. Y por supuesto la indetenible movilidad de los millares de personas que diariamente transitan pendularmente por los caminos verdes conocidos como “trochas”.
Para el gobierno de Maduro la ruptura de relaciones no es un problema. Todos lo contrario. Es una metodología de sobrevivencia. Aislarse de los países democráticos del continente y distanciarse del organismo de justicia internacional que lo obligan a cumplir normas y derechos ciudadanos, forma parte de su estrategia para aferrarse al poder. La misma que practicó Castro en Cuba por décadas. La misma de Enver Hoxa en Albania.
Hoy en día Venezuela también tiene rotas las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Y con muchos otros países, como Perú, Brasil, Chile y Guatemala, se mantiene sólo una relación a nivel consular toda vez que esos países reconocen como embajadores venezolanos los designados por el presidente Guaidó.
También el gobierno desde los tiempos de Chávez se había retirado, año 2012, de la Corte Interamericana de Derechos Humano y hoy en día la representación en la OEA no está en sus manos del gobierno Maduro sino de la representantes Guaidó. Y organizaciones internacionales como Human Wright Watch tienen prohibida de manera absoluta no solo operar sino incluso el ingreso de sus directivos a territorio venezolano. A Maduro solo le falta gritar con orgullo: ¡Venezuela contra el mundo!
Pero para Colombia si es un problema el cese de relaciones. Y difícil. Muy difícil. En primer lugar, porque es el más afectado por la merma de las relaciones comerciales. De un intercambio de 6 mil millones de dólares que facturaban las empresas colombianas en Venezuela al comienzo del gobierno de Chávez, se ha pasado a la depauperada cifra de 241 millones de dólares en 2019.
En segundo lugar, porque al no haber del otro lado gobierno alguno que responda por sus ciudadanos emigrantes, las dificultades que acarrea la presencia de casi dos millones de venezolanos en suelo colombiano, la mitad de ellos en condiciones económicas difíciles y en situación de irregularidad, al gobierno y la sociedad colombianas les corresponde atenderlos prácticamente en solitario o con ayuda de algunos organismos internacionales.
Y, en tercer lugar, quizás la amenaza mayor, porque el territorio venezolano esta convertido no solo en la cabeza de playa, y seguramente futura base militar de Eurasia –especialmente de Rusia e Irán-, también en territorio libre de operaciones de dos grupos armados irregulares colombianos, el Ejercito de Liberación Nacional (ELN) y la disidencia de las FARC. A lo que hay que añadirle el papel creciente de la Guardia Nacional venezolana como suplidora cercana de armas a las bandas criminales que operan en el Catatumbo y la conversión del territorio venezolano en camino oficialmente protegida para el transporte de la cocaína que de sale de Colombia camino de Europa, África y Estados Unidos. En suma, una potente bomba de tiempo.
Era absolutamente previsible que una situación semejante llegara. Desde el comienzo de su gobierno Hugo Chávez comenzó a desarrollar un retórico en contra de las clases pudientes colombiana que a la larga sería una forma de satanizar a la nación completa y sus instituciones.
La primera estrategia, sólidamente puesta en escena, fue la de acusar a la “oligarquía colombiana” del asesinato de Simón Bolívar. “Bolívar no murió de muerte natural, ¡a Bolívar lo envenenaron los ingleses por ordenes de la oligarquía colombiana, de los abuelos de Uribe!”, repetía una y otra vez, frente a las multitudes, Hugo Chávez con su potente voz de instructor de hombres armados.
La segunda estrategia fue la de iniciar una campaña de reeducación de la población venezolana para convertir a los jefes de la guerrilla colombiana, especialmente de las FARC, en una suerte de héroes de la vecindad a los que el pueblo chavista debía apoyar
en sus luchas en contra, otra vez, la “oligarquía colombiana”.
En 2008, cuando el jefe guerrillero Raúl Reyes fue abatido por la fuerza pública, Hugo Chávez rindió un homenaje a su memoria, pidió un minuto de silencio a todo el país en cadena nacional, en un momento cuando las FARC tenía en captura a mas de 2000 ciudadanos secuestrados, incluyendo varios estadounidenses.
Tan grande fue en ese momento la solidaridad que Hugo Chávez ordenó retirar temporalmente a su embajador en Bogotá en gesto de protesta por el bombardeo del ejercito colombiano al campamento donde murió Reyes en la frontera con Ecuador.
Unos meses después, a Hugo Chávez que le encantaban las arengas heroicas, hizo sonar tambores de guerra contra Colombia, movilizando tropas a la frontera con Cúcuta, y asegurando que lanzaría misiles contra Bogotá si el ejercito colombiano “se atrevía” a incursionar en suelo venezolano en persecución en caliente tras los guerrilleros que Chávez escondía en los estados Apure y Barinas muy cerca de la frontera.
Y, por si quedaran dudas, como corolario, el primer acto diplomático contundente de Nicolás Maduro, una vez hecho presidente, fue la expulsión, el 19 de agosto de 2015, por métodos brutales y humillantes, con técnicas que recuerdan las noches oscuras del fascismo, de más de un millar de colombianos a quienes se les obligó a atravesar el río Táchira en hora de la madrugada con los pocos enseres que lograron salvar a cuestas.
Es un expediente de agravios. No será fácil para Colombia el futuro de sus relaciones con Venezuela mientras su país mellizo sea manejado por un gobierno de facto que obviamente, ocultarlo sería auto engañarse, prefiere tener relaciones con la disidencia de las FARC que con un gobierno legítimamente electo.
En el caso de Maduro tal vez haya algún complejo freudiano expresado en el hecho de que nunca hable en público de su madre cucuteña ni de sus orígenes colombianos. Pero eso ya es asunto de siquiatras. La sociología no da para tanto.