Desde la perspectiva de un venezolano adversario del régimen militarista, por tanto creyente en la democracia, las reacciones internacionales de indignación ante el atropello policial a un ciudadano estadounidense en medio de las manifestaciones de protesta por el asesinato del afroamericano George Floyd, pueden ser objeto de diversas y, en apariencia, contradictorias interpretaciones.
De una parte, celebratorias. De alegría y esperanza ante la evidencia de que cada vez más personas, al menos en Occidente, tienen la sensibilidad social necesaria para condenar cualquier violación de los derechos humanos, sin importar el color de piel de la víctima, ni el modelo político que comete el atropello.
Y de la otra, de desencanto. Al verificar que la agresión policial a un ciudadano, que es golpeado y abandonado en la vía, un suceso que en tantos países genera rechazo, si ocurriera en Venezuela pasaría absolutamente desapercibido. No llegaría siquiera a noticia de telediario. Tampoco conmovería a nadie. Ni dentro ni fuera del país. Simplemente porque la agresión brutal de la policía a los manifestantes es desde hace muchos años tan común, frecuente y rutinaria, tan parte del paisaje, del día a día, que después de veinte años de gobierno de la ultraizquierda marxista aliada con los militares golpistas en Venezuela ya es casi una tradición nacional que en nadie suscita indignación suficiente como para salir a protestar.
Entonces, y aquí vienen las consideraciones contradictorias, lo que de una parte podemos interpretar como un avance, de otra la leemos como una involución. Porque se supone que los derechos fundamentales –a la vida; a la libertad de expresión, conciencia, creencias religiosas y políticas; a la educación, la alimentación, y la salud–lo son porque están por encima de las leyes y constituciones nacionales, porque deben ser cumplidos y garantizados por todos los Estados independientemente de sus ideologías, y porque frente a ellos no hay relativismo posible.
Sus violaciones, las de los derechos, ya sean hechas en nombre del capital y las libertades económicas individuales –como en las dictaduras militares de derecha–; o en nombre de la igualdad, los condenados de la tierra y el proletariado –como en los estatismos comunistas–, tienen el mismo valor y deben ser objeto de similar condena.
Un fusilamiento en masa es tan criminal si lo hacen las fuerzas armadas de Pinochet en el estadio de Santiago de Chile; las de Francisco Franco en Granada, en medio de la guerra civil española; o si la ejecutan los guerrilleros de Fidel Castro en los paredones de La Habana. Ninguna diferencia.
Por eso está muy bien que una persona, aunque defienda la democracia, las libertades individuales y la economía de mercado, pueda condenar –precisamente por eso– los abusos de poder y las prácticas discriminatorias y racistas que han sobrevivido con vitalidad sorprendente en el gran país del Norte.
Pero resulta un trago amargo constatar que las cerca de trescientas personas que perdieron uno de sus ojos a causa de los perdigonazos de los carabineros chilenos en las recientes protestas de fin de año pasado; los al menos ciento veinte dirigentes sociales que según la ONU fueron asesinados en Colombia en 2019; o los cinco mil doscientos ajusticiamientos extrajudiciales cometidos en Venezuela por los aparatos de seguridad del Estado, según la relatoría de Michelle Bachelet, no produzcan una conmoción en el mundo democrático similar a la que ha suscitado el hombre empujado por un policía también blanco en una calle de Nueva York.
El 23 de enero del año 2002, circuló una terrible grabación hecha también con un celular en una manifestación opositora en Venezuela. Una mujer guardia nacional, se acerca a los manifestantes, toma a otra mujer por el cabello, la tira al piso, la arrastra hasta donde están otros grupos de guardias, la patea sucesivas veces sin que ninguno intervenga, se monta sobre ella, la inmoviliza con sus rodillas y con el casco antimotines que se acaba de quitar la golpea en la cabeza. Luego le da de puñetazos en el rostro.
Y no pasó nada. Nadie manifestó en ningún lugar del mundo. Las redes sociales no se reventaron de ira. ¿Por qué el silencio? Un gran misterio ¿Será que en tiempos de hegemonía de CNN y las redes sociales un atentado contra los derechos humanos es más atentado, y unos derechos humanos son más derechos, cuando su violación ocurre en el centro del mundo, en el corazón del Imperio, y no en la periferia?
¿Será que para el “progresismo” mundial antinorteamericano el empujón de un policía gringo blanco es más crimen político que el de una guardia nacional morena de Maduro?
¿O será que para los extremos ideológicos los derechos humanos son portátiles: se defienden solo cuando quienes los violan son nuestros adversarios? Para la izquierda radical, tanto la omnívora como la vegetariana, los golpeados en Chile por el gobierno de Piñera o en Bolivia por el gobierno pos Evo Morales son más victimas que los golpeados por Maduro, Ortega y Fidel? Y a la inversa, ¿para las derechas radicales, tanto las cosmopolitas como las de talante rural, las víctimas de Uribe eran un mal necesario mientras que las de Castro, un salvaje abuso de poder?
Como diría Chico Buarque: “Oh, ¿qué será, qué será?”.