A mediados de los años 1970, los venezolanos, al menos los que podían, eran conocidos internacionalmente por su capacidad para viajar por el mundo y gastar sin titubeos los dólares que, gracias a la renta petrolera, entraban por torrentes al país.
Para entonces, la Guerra del Yom Kipur había hecho subir abruptamente los precios del combustible en los mercados mundiales, la Gran Venezuela era un fenómeno desbordante, crecía una clase media cuyos ingresos subían al mismo ritmo que los precios del barril, y a nuestros connacionales ansiosos de mercancías ya se les conocía en Miami con el mote de los “’ta barato, dame dos”.
De aquellos días guardo en mi memoria –como si fuese ayer, dice el lugar común–, la escena de un hombre que, en la séptima avenida de Bogotá, gritaba “¡Huele a petróleo! ¡Huela a mucho petróleo!”. Y luego, con saludo reverente, ofrecía su tienda a un grupo de turistas que –por el acento, vestimentas y sobrecarga de bolsas desbordadas de compras recientes– eran indudablemente venezolanos.
Por entonces nuestro país era una fiesta. Y un oasis. Mientras los centroamericanos se mataban en guerras civiles, en el cono sur los militares en el poder masacraban a sus adversarios, los balseros cubanos seguían arriesgando sus vidas en el mar y en Colombia las guerrillas blindaban el arsenal criminal que en la década siguiente desplegarían sin piedad, Venezuela vivía en paz.
Tenía una democracia sólida. Una economía boyante. Y abría sus puertas a todo tipo de inmigrantes. No importa por cuál causa o nostalgia llegaran. Cultivadores canarios, panaderos de Madeira, comerciantes libaneses, cocineros sicilianos. Colombianos, ecuatorianos y peruanos de bajos recursos buscando empleo. O, exiliados políticos sureños, al refugio de nuestras libertades.
Por supuesto que entonces nadie se quería marchar del país. Las únicas olas migratorias ocurrían temporalmente. Eran las de los miles de beneficiarios del Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho y los paseantes que, cada uno de acuerdo a su nivel de ingresos, abarrotaban en verano los aviones hacia Estados Unidos y Europa; los autobuses camino de los comercios de Cúcuta y Maicao o los ferris para llegar a las playas y los bodegones de la Isla de Margarita, entonces convertida en Puerto Libre, a la caza de chocolates Toblerone, güisqui escocés y quesos holandeses de ocasión.
Hasta que llegó el primer baño de realidad. Ya Luis Herrera Campins, en 1979, el día que se hizo presidente de la República, lo había anunciado: “Recibo un país hipotecado”. Y nosotros, los más desprevenidos, claro, nos preguntábamos: “¿Y cómo así? ¿No y que éramos ricos?”.
Entendimos que no, o que no tanto, cuando en febrero de 1983, en el llamado “Viernes negro” entramos en la primera gran devaluación de la era democrática. Y en el país se comenzó a sospechar que en el primer gobierno de Pérez se gastaba más de lo que producíamos. Juan Pablo Pérez Alfonzo, el fundador de la OPEP, desató su cruzada personal alertando que –por no saber usar estratégicamente “el excremento del diablo”–, nos estábamos empobreciendo como nación y degradando como sociedad a causa de una cultura rentista y mono productora.
Por su parte, casi monotemático, Arturo Uslar Pietri, el intelectual paradigma del siglo XX, nos recordaba semana a semana que el día cuando cayeran los precios del petróleo la hambruna sería tan grande que la Cruz Roja Internacional tendría que venir a socorrernos. Pero muy pocos los escuchábamos con atención. A nadie le gusta que en medio de un opíparo banquete a un aguafiestas se le ocurra recordar los síntomas de la indigestión.
Íbamos mal pero seguíamos bien. Hasta el final de la década 1980 los venezolanos aún llamábamos la atención. Si viajábamos, los locales nos preguntaban por las reinas de belleza que arrasaban en los certámenes mundiales, todavía subsistía la leyenda del pozo petrolero que todos teníamos en el patio de nuestras casas, y también querían saber de los protagonistas de nuestras exitosas telenovelas o de la vida de El Puma u Oscar D’León y, en el Caribe, de nuestros peloteros en las Grandes Ligas.
En el tránsito al siglo XXI, con la entrada de Hugo Chávez al escenario político, primero, y luego a la jefatura de gobierno, nuestra imagen internacional cambió radicalmente. Ni por los “’ta baratos”, el petróleo, las misses o los big leaguers. Ahora todo el mundo en el extranjero preguntaba por Chávez. Venezuela era Chávez. Sacabas el pasaporte o escuchaban tu acento y de inmediato, incluso en el país más distante, alguien pronunciaba: “Ahhh, ¡Chávez!”. En los primeros años, con entusiasmo; ya avanzados sus gobiernos, con cautela; y al final, con desconcierto: “¿Qué es lo que está pasando allá?”.
Chávez se marchó (unos piensan que al infierno a pagar sus culpas, otros que a un altar eterno a la diestra del Che) y por un tiempo la representación sustituta fue la de Maduro. Una imagen generalmente despreciable. Cuando llegué a Colombia, huyendo de una orden de cárcel del gobierno rojo, al ubicar mi nacionalidad, algunos taxistas de inmediato pronunciaban: “¿Y cuándo van a salir de ese Maduro?”.
Fue cuando empezó el gran éxodo, hablo de mediados de 2017, y Maduro también se desdibujó como imagen. Ahora Venezuela y los venezolanos éramos los emigrantes. La escasez. El país arruinado por el Socialismo del siglo XXI. La larga marcha a pie de quienes buscan en otros países, lo mismo que tantos antes buscaron en el nuestro: una segunda oportunidad para rehacer la vida.
No importa que haya en el extranjero empresarios acaudalados, profesionales de alto nivel, emprendedores innovadores, académicos de punta, artistas exitosos. En el presente la imagen del venezolano remite a pobreza, sufrimiento y exilio. A fracaso histórico. Riqueza perdida.
Con la crisis del coronavirus, al menos en Colombia, Ecuador y Perú, remite a paria y desamparado, que para sobrevivir a la cuarentena debe volver a su país. Y ahora con la caída de los precios del petróleo, el mundo, gracias a los informes irrefutables de la OPEP, descubre que el país que alguna vez fue potencia petrolera ahora no produce siquiera gasolina para satisfacer su mercado interno.
En asunto de cuarenta años, veinte de ellos azotados por las nubes de langostas depredadoras vestidas unas de rojo, otras de verde oliva, la imagen estereotipada del venezolano pasó de un cliente que pide en una tienda por departamentos “’ta barato, dame dos” a alguien que implora desde una acera, en Bogotá, Cali o Bucaramanga: “Aunque sea una monedita, vecinito”. O “padre”. O “Mi rey”.
Ojalá y pronto, una nueva imagen triunfe: la del venezolano productivo que contribuye al desarrollo y crecimiento de los países donde arriba y la de los venezolanos que, desde adentro y desde afuera, se preparan para reconstruir a su país. Como los alemanes o los albaneses lo hicieron con los suyos luego de la debacle totalitaria. Entonces, todos, habremos aprendido.