“En Venezuela se juega la vida la religión revolucionaria izquierdista que tiene a Cuba como su Vaticano”. Esta frase, precisa, gráfica y contundente, resume la tesis básica que su autor, Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño y experto internacional en resolución de conflictos, desarrolla en un artículo premonitoriamente titulado “Cubanos Go Home”.
En dicho artículo, publicado originalmente por el diario El País, replicado luego por el portal 14 y medio, Villalobos se pregunta por qué los gobiernos de Ortega en Nicaragua y Maduro en Venezuela han preferido aceptar el aislamiento internacional, soportar las más duras sanciones económicas, acumular entre ambos más de 700 muertos y 1 millón de presos políticos, y utilizar sistemáticamente la tortura en respuesta en las más prolongadas y continuas jornadas de protesta civil que recuerde la historia de América Latina, antes que negociar una transición digna.
El mismo autor se responde: “Porque el obstáculo no está en Nicaragua, ni en Venezuela, sino en Cuba”. La seguridad, bienestar y sobre vivencia personal de miles de dirigentes y burócratas del comunismo cubano depende directa e irreversiblemente de la sobrevivencia de los regímenes de Nicaragua y Venezuela. De allí la terquedad impasible, la resistencia ensañada, y la disposición al asesinato y la tortura de los regímenes conducidos por el par de tiranos sin escrúpulos.
Cuba, y este es el corazón de la tesis compartida por lo más lúcido del pensamiento social latinoamericano, pasó de ser un proyecto político que en el espíritu emergente de los años sesenta del siglo XX luchaba contra el colonialismo a convertirse ella misma en un aparato de dominio colonial.
Lo hemos vivido en carne propia los venezolanos. Vimos cómo Fidel se convirtió a los ojos de todos, en las transmisiones de Aló presidente, el talk show conducido por el desaparecido Hugo Chávez, en el gran manager y oráculo del país; como fueron desembarcando más de 20.000 cubanos, entre maestros, médicos, policías, torturadores y espías, a cumplir funciones de gobierno; como le hemos enviado gratis más de 100.000 barriles diarios de petróleo, 35.000 millones de dólares, para que el régimen convertido en planta parásita sobreviva; como se fue obligando a nuestros militares a saludar con el eslogan cubano de ¡Patria, socialismo o muerte!; incluso, vimos en la Misión Cultura a instructores cubanos enseñar a niños venezolanos a tocar cuatro y bailar joropo quebrando cintura como si estuviesen al ritmo de un son montuno en Camagüey.
A los burócratas cubanos, creadores de una sociedad incapaz de producir su propia subsistencia, gerentes de un país que entre 2006 y 2018 ha visto declinar su PIB de 12% a 1,1% y crecer su déficit fiscal de 1,3% a 12%, les importa un pepino los niveles de vida y el bienestar del pueblo nicaragüense y venezolano.
Que Venezuela y Nicaragua se destruyan como lo están haciendo, que nuestros habitantes sean los nuevos parias del siglo XXI, que los derechos humanos en ambas naciones sean pisoteados, no es un problema para ellos porque al final en su lógica de sobrevivientes se trata solo de un capítulo más en el largo intento de la burocracia cubana por impedir en su país una transición hacia la democracia y la economía de mercado que acabaría con su largo y sonriente más de medio siglo de estatus y confort.
La conclusión es inevitable. La maldad extrema se ha mudado de bando ideológico. Si en los años sesenta y setenta del siglo XX, cuando los horrores del comunismo ya se habían vuelto paisaje, la invasión a Vietnam, el golpe de Pinochet, las dictaduras del Cono Sur y Centroamérica apoyadas por Estados Unidos y el apartheid en Suráfrica colocaban las violaciones dominantes de los derechos humanos del lado de la derecha, ahora, en las primeras dos décadas del siglo XXI, los gobiernos de Nicaragua y Venezuela las han colocado del lado de la izquierda.
En otro artículo contundente publicado en The New York Times en español bajo el título “El argumento anti-Trump ya no funciona en Venezuela”, la escritora venezolana Gisela Kozak desnuda las posturas maniqueas: “La izquierda democrática del mundo debe rechazar la simplificación que ve la situación de Venezuela como un asunto de derecha contra izquierda. Si el norte esencial de la izquierda es la justicia social, olvidarse de los venezolanos en penuria solo por contradecir el respaldo de Donald Trump significa dejar a un lado la justicia en nombre de la ideología. Debemos desechar la visión binaria que ha justificado demasiado tiempo a una tiranía”.
O a muchas, agrego yo.