Hay indicios suficientes para suponer que sí. La cúpula de militares golpistas y civiles ultraizquierdistas que mal gobierna a Venezuela ha corroborado que pueden mantenerse imperturbables en el poder por muchos años más sin verse obligados a convocar elecciones libres.
Que las únicas variables verdaderamente amenazantes para su continuidad –la posibilidad de una intervención militar extranjera, una rebelión popular o un golpe militar– han quedado en este 2020 descartadas como posibilidad.
Y que, luego de un largo período de forcejeos entre el gobierno usurpador y el interinato simbólico de Guaidó, Maduro y los estrategas que le rodean entendieron que lo habían logrado: que no habrá golpe, rebelión, ni intervención extranjera. Al menos por ahora.
Por tanto, es su obvia conclusión, la única tarea pendiente para terminar de blindar el poder absoluto, y bloquear cualquier posibilidad de alternancia en los próximos años, es eliminar los focos de resistencia y rebelión encarnados en el G4 y las demás organizaciones políticas verdaderamente opositoras que actúan en Venezuela. A eso van ahora. Es el próximo paso.
Y allí está la clave: la cúpula chavista no ve amenaza real inmediata. Solo restos de barricadas aún encendidas que es necesario terminar de apagar. Hasta ahora la oposición representada en lo que se conoce como el G4, trató se seguir un guión que pasara por una transición negociada del militarismo a la democracia. A la manera del Chile pos Pinochet o de la España pos franquista. Pero, lo sabemos bien, el poder no cedió. No hubo –ni habrá en los próximos años, debemos advertirlo– convocatoria a elecciones libres.
Otra parte del país abrigaba ilusiones con otro guion: la posibilidad de una operación hecha por fuerzas militares extranjeras, especialmente los marines de EEUU. Tampoco ocurrió. Ni ocurrirá, debemos advertir igual. Pompeo, Pence, el propio Trump y los generales del Comando Sur, dejaron a sus fieles creyentes esperando a los marines que nunca llegaron.
Así que en la mesa de estrategias del protectorado cubano que ahora es Venezuela, donde se sientan igual analistas rusos, iraníes y turcos, comprendieron que todavía hay margen para seguir gobernando por la fuerza. Que ningún país en su sano juicio se va a exponer a ser acusado de intervencionista en medio del inestable equilibrio mundial del presente. Y que la resistencia democrática venezolana tendrá que arreglárselas sola. En consecuencia, esa es la hipótesis, el próximo 10 de diciembre comienza la Dictadura mayor.
¿Qué llamo Dictadura mayor? Una etapa de gobierno rojo en la que se cierran de manera definitiva las libertades de acción ya reducidas de las fuerzas políticas de la resistencia democrática venezolana, pero sin clausurar plenamente –en apariencia, solo en apariencia– el juego democrático.
¿Cómo se mantiene en apariencia el juego democrático? Muy fácil: el régimen ya construyó una oposición propia –financiada, apoyada, manejada y cultivada por el Estado forajido– que mantendrá para el público de galería la ilusión de que existen partidos políticos, disidencia legítima y convocatoria a elecciones. Y, convertirá a la otra, la verdadera –es lo que viene–, en una oposición ilegal, clandestina, “subversiva”, a la que “debe” perseguir. Aún más que en la actualidad.
Visto serenamente es el marco de una dictadura perfecta, como alguna vez denominó Mario Vargas Llosa a la del PRI mexicano, que duró 70 años y nunca dejó de convocar elecciones.
Para entender cómo llegamos aquí, y no abandonar el combate, es prudente recordar que el modelo autoritario que el teniente coronel Chávez y sus aliados fueron construyendo en Venezuela no siguió el camino clásico de las revoluciones comunistas. Ni el de las dictaduras militares latinoamericanas.
Aquellas –las dictaduras y las revoluciones comunistas– comenzaban con una degollina, asesinando sin contemplaciones y suspendiendo de inmediato el juego democrático. En Cuba de Fidel hubo paredones y millones de ciudadanos, incluyendo todo el empresariado de importancia, huyeron de inmediato de la isla. En Chile de Pinochet, el mismo primer día bombardearon el palacio presidencial y llevaron al estadio de Santiago a por lo menos trescientos activistas de la Unidad Popular que fueron fusilados sin piedad. Como si fueran capitalistas en Cuba.
La entrada del chavismo no fue así. En Venezuela de 1999 no hubo Toma de la Bastilla, asalto al Palacio de Invierno, guerrilleros barbudos entrando triunfantes, ni familias enteras de las clases medias y altas huyendo desesperadas por Maiquetía o tomando ferrys hacia Aruba o Trinidad.
El golpe de Estado del 4F de 1992 había fracasado y el proyecto de la “revolución bolivariana” tuvo que tomar el camino electoral. Entonces “la revolución” se propuso como meta –obligada por los hechos– seguir apostando a la conquista del control político total, pero haciéndolo poco a poco. Sin apuro. Utilizando, no las armas, sino los propios mecanismos de regulación que la democracia establece. No el zarpazo del tigre, sino el abrazo de la boa constrictor.
El teniente coronel de Sabaneta, inspirado en lo que ya había hecho Fujimori en Perú, intuyó que en el siglo XXI las democracias ya no mueren como antes (a balazos) sino que resulta mas prudente asesinarlas utilizando su propia institucionalidad (sin mucha sangre) mediante pequeñas dosis de veneno administradas con paciencia.
Y así comenzó un paso a paso que tendrá para ellos, el próximo 6 de diciembre, un final feliz. Primero fue la instalación de una Constituyente legítimamente electa que facilitó el control absoluto de todos los poderes públicos mediante ardides jurídicos como el famoso Congresillo, que eliminó y sustituyó de un plumazo todos los jueces por militantes del PSUV.
A continuación, siempre paso a paso, siguió el control absoluto del sistema de medios (aligerado por los empresarios que vendieron); la limpieza “étnica” de la industria petrolera (utilizando como pretexto un Paro Nacional); el control absoluto de las Fuerzas Armadas mediante varias purgas previas (facilitadas por las insurrecciones develadas); el control casi absoluto de la distribución de alimentos (haciendo de las bolsas CLAP un instrumento de control social); la asfixia de los partidos y la dirigencia política exterminada poco a poco mediante cárceles, torturas, exilios y compras de conciencias (en eso sí han sido clásicos); y el control absoluto de los negocios ilícitos –narcotráfico, contrabando, explotación ilegal de oro, la corrupción administrativa– traspasados en su mayoría a manos de los militares, la boliburguesía y los llamados “enchufados”.
No hubo, ni hay, ni va a haber, comunismo. Como en Cuba. Con una economía centralizada única. Sin propiedad privada. Gobernado por un Partido Comunista y una nomenclatura. Solo hay y habrá capitalismo de Estado con nuevos propietarios al mando y nuevos ricos a granel libando vinos caros hasta el amanecer en los predios del Hotel Humboldt.
No hubo, ni hay, ni va a haber, un gobierno militar férreo a la usanza del Cono Sur. Prusiano y disciplinado. Como el de Pinochet, Galtieri, o Bordaberry. Solo hay y habrá un nuevo régimen de control social autoritario –sustentado por los militares en alianza con los diversos ejércitos irregulares colombianos y las células terroristas de Eurasia – con una base de bochinche y rebatiña delincuencial, un Estado malandro de militares y paramilitares rateros, que incorporará poco a poco el modelo de Estado comunal para terminar de desmantelar lo que queda de democracia representativa.
El chavismo, es necesario entenderlo con claridad, no es un calco de nada, ni de la Cuba fidelista ni del nazismo alemán. El chavismo es un proyecto al que la realidad de los hechos fue obligando a ser original. Si el golpe de 1992 hubiese triunfado tal vez se hubiese instalado una dictadura militar y habría sido más fácil luchar contra ella porque nuestros padres y abuelos sabían como luchar contra dictaduras.
Pero la revolución bolivariana no triunfó por las armas, lo hizo por vía electoral, y a fuerza de creatividad e innovación en las tecnologías autoritarias de gobierno terminaron creando este engendro perverso, una hidra de muchas cabezas, a la cual todavía no le hemos podido siquiera dar una denominación convincente.
Una hidra que siempre nos desconcierta. Un Frankenstein que ha logrado sobrevivir a los laboratorios de la CIA y el Mossad, a los estrategas de la Unión Europea y el Pentágono, al poder económico de los millonarios de Venezuela y Colombia, y, lo más duro, a las luchas larguísimas, masivas, sacrificadas, sufridas, de la población democrática venezolana y sus diversas formas de dirigencia.
Ahora se acabó. Los anuncios de juicios inminentes contra Guaidó y los diputados de la Asamblea Nacional legítima; el incremento de los encarcelamientos y torturas a opositores; la instalación del nuevo parlamento el 5 de enero, abre el juego a una nueva etapa en la que conoceremos el rostro definitivo del modelo chavista sin Chávez. Recuerdo bien lo que decía Cabello con su mirada de sicópata: “Acuérdense que nosotros somos locos, Chávez era el único que nos contenía”. Se refería a sí mismo, a Maduro y a Rodríguez, los hermanitos siniestros.
Las cartas están echadas. La farsa electoral seguirá. El desconocimiento de las democracias al régimen rojo, también. Por lo pronto, la única acción política sólida – inocua en el corto plazo, pero necesaria para mantenernos movilizados–, es participar de la Consulta Popular. Luego, esperaremos indicaciones de la dirigencia política que sobreviva. Y estaremos atentos a la tarea de crear una estrategia absolutamente nueva que responda con inteligencia a la nueva etapa represiva del régimen.
Ya no sirve para nada echarle la culpa a los otros derrotados. Seamos sinceros: ningún bando lo logró. Nos despertamos por la mañana y el dinosaurio sigue en Miraflores. Un buen momento para recordar aquella consigna de los grupúsculos de ultraizquierda de los años 70 del siglo pasado que recorría las calles de Caracas gritando: “¡Desechar las ilusiones, prepararse para el combate!”.
O, como dijo Pence: “Olvídense de salidas mágicas”.