La neolengua roja rojita (o la otra represión)

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Hay formas de represión política y control social ejercidas por los gobiernos de facto que son evidentes por dolorosas. La cárcel, la tortura, el exilio y los asesinatos, por ejemplo. Son más visibles por lo difícil que resulta ocultarlas y se tornan la materia prima de los reportes de los organismos internacionales de derechos humanos.

Pero hay otras menos visibles. Que en muchos casos resultan imperceptibles para las mayorías, pero no por eso son menos dañinas y rinden a los autoritarismos tanto fruto como las represiones duras en sus objetivos de lograr el poder total y la sumisión de las poblaciones.

Son generalmente operaciones de manipulación ideológica, guerra sicológica, técnicas de olvido inducido y “lavado de cerebro”, en las que los regímenes autoritarios invierten igual grandes recursos y energía. Porque, para decirlo con palabras que alguna vez le escuché al poeta Eugenio Montejo en una entrevista, “lo primero que hacen los autoritarismos es enturbiar a lenguaje”.

El fascismo y el comunismo, los dos grandes totalitarismos del siglo XX, fueron maestros en esa tarea de pervertir el lenguaje poniéndolo a su servicio. A estudiar ese fenómeno y sus mecanismos se dedicaron con especial esmero, agudeza y genialidad diversos escritores, filósofos y, en general, maestros del pensamiento del siglo pasado. Elías Canetti escribió Masa y poder. Hannah Arendt desarrolló el concepto de  La banalidad del mal. Y Teodoro Adorno, Ensayos sobre la propaganda fascista. 

Pero una de las obras paradigmáticas, a las que recurrimos cuando se quiere volver sobre el fenómeno es, sin lugar a dudas, 1984, la novela distópica del escritor inglés George Orwell, que podríamos considerar un clásico sobre la manipulación de la conciencia humana por obra de los totalitarismos.

En 1984 Orwell desarrolló el término “neolengua” para describir lo que definió con precisión como un sistema lingüístico creado como lengua oficial –es decir obligatoria– de una nación totalitaria, con la intención no solo de proveer un instrumento de expresión e imposición de las creencias y hábitos mentales de los ideólogos del régimen sino, al mismo tiempo, imposibilitar la existencia, la mera posibilidad de expresión, de formas alternas de pensamiento.

Inspirado en estas tesis de Orwell, el sociólogo venezolano Oscar Lucien recién publicó un libro ­—Neolengua roja rojita. Un glosario chavista, lo ha titulado—, en el que sostiene que uno de las primeras acciones explícitas de este totalitarismo sui generis, conocido como “Socialismo del siglo XXI”,ha sido, efectivamente, enturbiar el lenguaje.

Crear una lengua paralela. Revertir el significado de las palabras para que signifiquen otra cosa. Convertir el discurso político en un potaje indigesto para terminar logrando la construcción de un sistema lingüístico propio explícitamente concebido como aparato de manipulación.

La operación articuló una batería de nuevos términos; un proceso de sustituciones toponímicas; un abanico de frases hirientes y degradantes; elogiosas autorreferencias heroicas, místicas y guerreras, y, sobre todo, la generalización de la palabra sucia y el lenguaje despectivo y soez.

Expliquémoslo mejor. Desde que tomó el poder en 1999, incluso antes, desde el fallido golpe de Estado de 1992, Hugo Chávez y toda la cúpula gobernante comenzó a introducir términos como “majunche” o “escuálido”; “patriota cooperante” o “guardianes de la patria”; frases como “rodilla en tierra” o “círculos bolivarianos”; periodizaciones históricas como “cuarta” o “quinta República”; anatemas despectivos como “apátridas” o “traidores a la patria”, exaltaciones publicitarias como “vergatarios”, simplificaciones como “la derecha”, aplicadas a todo el mundo opositor; o simplemente la utilización del lenguaje militar para el mundo civil: las campañas eran “batallas” y los testigos electorales “lanceros”. Ah, y los triunfos opositores “victorias de mierda”.

La conclusión a la que Lucien nos quiere llevar, es que no hay nada inocente en esta cháchara. Que no se trata de juegos de palabras al azar. Todo lo contrario, que detrás de esta lengua nueva hay una armazón conceptual subyacente, que al tiempo de denigrar moralmente a los adversarios y satanizar todo acto de disidencia, apunta a crear un nuevo orden moral, un desprecio al mundo civil y un culto al pasado heroico de los próceres de la Independencia sobre el cual se erigió el culto a la personalidad del líder y el desprecio al pasado democrático.

Para llegar a sus conclusiones, el autor va construyendo una especie de diccionario del horror en el que cada una de las palabras seleccionadas va siendo diseccionada una a una junto a la gramática que las orquestan. Así, encontramos el fondo de la operación, la acepción intencional de los términos que como dardos envenenados de ideología han sido impuestos y popularizados desde el poder. Palabra y formas del habla que, una vez convertidas en código lingüístico dominante, operan como eficientes transmisores y formas cotidianas de comunicación que vehiculan la nueva concepción de la historia y la política que el régimen se propuso construir.

En el prólogo que escribí para este libro por solicitud de su autor —Enturbiar el lenguaje, lo titulé—, concluyo que por largo tiempo escuchamos la palabrería irrefrenable de Hugo Chávez como un mero divertimento caprichoso. Para decirlo en el habla popular venezolana, como “una joda”. Pero, lo sabemos ahora, esa era solo la apariencia. Adentro de lo aparentemente ingenuo, viajaba el veneno. Lo alertó Orwell, con justificada angustia ya ocurrido el nazismo: una vez que la neolengua ha sido adoptada y la lengua anterior queda olvidada, se hace impensable —o por lo menos muy difícil— que surja o exista un pensamiento crítico, herético o divergente de los principios del régimen.

El pensamiento en cualquiera de sus formas se construye a partir de la palabra. Con las palabras. Y si el significado de las palabras comienza a depender directamente del poder, la posibilidad de trasgresión crítica, incluso solo desde el pensamiento, queda totalmente maniatada. Esa es la lección.

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