La nación detenida que se mueve por dentro

Leer en otro formato.

I. Como un velero inmenso detenido en medio de la nada. Quizás en un estuario. Las velas rotas. No hay vientos. El motor descompuesto. Sin plan de navegación. Ni de retorno a puerto. Encallado en la arena. Y además olvidado internacionalmente por las organizaciones de salvamento. Así me imagino en el presente esa embarcación llamada Venezuela.

Pero no es un barco fantasma como aquel que filmó Steve Beck en 2002. La embarcación  tiene tanta vida como la que había dentro del Titanic. Tantas dinámicas diarias como las que Primo Levi en su libro Si esto es un hombre describía dentro del campo de concentración de Auschwitz. O como las que ocurren en Orange is the new black, aquella cárcel escenario de la exitosa serie de Netflix.

Que el velero esté detenido y sus miembros sometidos a un poder de mando absoluto y único, que vigila y controla a todos los tripulantes, como si el país estuviese en guerra, no significa parálisis. Hay actividad. Es lo que cuentan quienes van de visita. Que la vida en la nave es cada vez más estratificada y desigual. Los de arriba y los de abajo. Capitalismo salvaje. Efectivamente como en el film del Titanic.

A quienes van en primera clase el dinero les sobra. La buena vida también. Las ofertas de comida, ropas de marcas y licores delicados son exuberantes. Hay bodegones que lo tienen todo: champañas rosadas, caviares rusos, quesos franceses, jamones españoles. Hay electricidad permanente e internet satelital. Las noches son de fiesta y libación hasta el amanecer.

Y quienes viajan en tercera clase sufren, en cambio, toda clase privaciones. Comida escasa. Ropas raídas. Largas horas diarias sin servicio de electricidad, intenet, ni agua potable. Cualquier enfermedad es un riesgo de muerte. Las enfermerías no tienen medicinas y a la mayoría les falta el dinero. En el medio, vamos a decir que en segunda clase, viajan los que pueden sobrevivir dignamente. Aquellos que siguen intentando empresas, tienen cargos ejecutivos importantes, reciben remesas en dólares o pesos colombianos de sus familiares desde el extranjero, o aún conservan empleos que les permiten arreglárselas sin bajar al límite de pobreza en donde se encuentra la mayoría. Al final, cuando el dinero sobra y hay que lavarlo siempre cae algo a los pisos de abajo.

Están quienes se las arreglan haciendo comidas, prestándole servicios u ofreciéndoles bienes a los de arriba y a los del medio. Quienes hacen rifas, organizan “vacas” para ayudar a darle de comer a profesores universitarios jubilados, crowdfunding para quienes no tienen con qué pagar sus tratamientos de enfermedades penosas, colectas para enterrar a sus muertos.

II. Pero hay otros tipos de movimientos que nos hacen sentir que todavía no todo está perdido. Son los que siguen creando, reflexionado, ya desde la academia, ya desde organizaciones sociales y asociaciones civiles, desde empujes personales, que no dejan de pensar en el arte, la belleza, las soluciones y el bienestar colectivo.

En la semana que hoy concluye tuve la oportunidad de asistir, desde mi destierro en Bogotá, gracias a la maravilla de las plataformas que permiten los encuentros a distancia, a dos eventos, un “jamming poético” y un foro de reflexión titulado “Ciudades brillantes”, en medio de los cuales nadie recordó, ni siquiera tuvo tiempo de referirse directamente, al gran velero encallado. Mientras ambos eventos transcurrían todo hacía pensar que, en cambio, navegábamos, viento en popa, con el cielo transparente, por un Caribe de aguas cristalinas, camino de Margarita. Esa fue mi sensación.

El jamming, un evento organizado desde hace ya no sé cuantos años por un grupo de mujeres comprometidas con al arte poético en el Ateneo de Caracas, contó en esta edición con la presencia de Igor Barreto, Verónica Jaffé, Blanca Strepponi, Gina Saraceni y Vasco Szinetar, voces que nos recuerdan la inmensa calidad de la poesía venezolana.

Que subrayan por qué hemos tenido a Ramos Sucre y Eugenio Montejo, a Rafael Cadenas y Juan Sánchez Peláez, a José Barroeta y Yolanda Pantin. Verlos juntos leyendo sus textos, interactuando con alegría y desparpajo, me hizo sentir no solamente orgulloso de personas que conozco desde que todos éramos muy jóvenes, unos más otros menos, sino absolutamente acompañado, recompensado podría decir, en este vacío que me produce no poder regresar a mi país.

En “Ciudades brillantes”, un ejercicio llamado “mesas de ciudad”, diestramente conducido el miércoles 27 por María Isabel Peña, cuiadadora de ciudades, nos reunimos un grupo diverso de urbanistas, ingenieros, comunicadores y sociólogos, para hablar del futuro de Caracas. Y la palabra que se me vino a la cabeza es un término con el que los españoles denominan a los testarudos: “cabezotas”. Pero lo pensé en un sentido positivo. No de tercos sino de persistentes.

Que en medio del desastre que vivimos, este grupo de activistas no abandonen sus temas; que Zulma Bolívar, urbanista, siga insistiendo en el Plan Estratégico que la ciudad necesita; Celia Herrera, ingeniero, haciendo propuestas para que el transporte urbano sea de más calidad; Cheo Carvajal persista en caminar la ciudad y asegurar la participación ciudadana; José Miguel Divasson, también ingeniero, en el tema de los servicios públicos; y María Isabel Peña, la terraza que nos une, en el  pensamiento sobre la ciudad, me pareció un lujo y un acto de resistencia, persistencia y dignidad que no deja de emocionarme. Es por lo menos esperanzador.

III. Hace muchos años, cuando Jorge Rodríguez aún no había destruido el Festival Internacional de Teatro de Caracas, vino un grupo de teatro de Zagreb. No recuerdo su nombre. Ofrezco disculpas.  Les pregunté cómo podían seguir haciendo teatro en medio de la guerra cruenta que ocurría en los Balcanes. Una actriz me explicó que ya se habían acostumbrado. Que al principio, cuando caía una bomba cerca, a quinientos metros o un kilometro, suspendían por un rato el ensayo y se escondían en el sótano. Tenían un año preparando Esperando a Godot, de Beckett. Después, dijo con una sonrisa de triunfadora: “Pero lo superamos. Después cuando la bomba estalla quien lee  se agarra de la silla que tiembla y simplemente recita más fuerte. Y seguimos. El arte es más importante que la guerra, ¡no lo olviden!”. Y se despidió con un beso.

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