Hubo una época en Venezuela, en la era democrática, cuando la muerte de un dirigente, un gobernante o una autoridad pública perteneciente a un determinado grupo político suscitaba entre los demás partidos y sus entes directivos solidarias expresiones de respeto y condolencias.
Si moría un líder adeco, por ejemplo, el partido Copei emitía un comunicado de pésame. Y a la inversa, si moría uno de Copei, de URD, del MAS, incluso del Partido Comunista que cargaba con la guerrilla en su pasado, todos los demás participaban su pésame e, incluso, si las exequias eran públicas, asistían respetuosamente a acompañar a los deudos.
Recuerdo, con cierta vaguedad, un artículo al respecto, escrito por el periodista Vladimir Villegas, en ese entonces miembro de la Asamblea Nacional por el bloque chavista, donde recordaba que al morir su padre, Cruz Villegas, diputado por el partido Comunista, fue velado en el Palacio Federal, sede del Congreso Nacional, y miembros de todos los demás partidos se sucedieron haciéndole guardias de honor.
Pero esa convivencia educada se acabó. Lo ha ratificado la avalancha de celebraciones, mofas, chistes despectivos, memes crueles, montajes graciosos y biografías satíricas sobre su vida, suscitadas por la reciente muerte de Tibisay Lucena, expresidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE) y Ministra de Educación Superior. Toda una fiesta del escarnio.
El asunto obviamente no es nuevo. Ni unilateral. Comienza a ocurrir apenas Hugo Chávez y el chavismo entran al poder. Incluso antes, desde la campaña electoral de 1998, cuando los rojos fueron introduciendo el odio de clases, la intolerancia y estigmatización del adversario, el lenguaje violento y soez, con el claro propósito de deshumanizar al oponente y estimular un proceso de polarización indispensable a todo modelo autoritario.
En aquella campaña, Hugo Chávez dio sus primeros pasos como sacerdote del odio anunciando que freiría en aceite hirviente las cabezas de los dirigentes de Acción Democrática. Después, comenzó a burlarse de la muerte de figuras públicas que le adversaban. Todos recordamos que, en medio de los funerales del Cardenal José Ignacio Velazco, figura mayor de la jerarquía eclesiástica venezolana, dijo con gesto despectivo marcado por el odio que su alma –la del cardenal– se iría al infierno, reconociendo quizás en un lapsus sobre su maldad personal, que allá se encontrarían ambos.
La entonces diputada Iris Varela, en la misma Asamblea Nacional, celebró en voz alta la muerte del diputado Alejandro Armas, figura disidente de la bancada del Polo Patriótico Varela. La hoy jefa de las cárceles, dijo algo así como que “se lo merecía por traidor”.
Algo similar, pero más hiriente, declaró Andrés Izarra, entonces presidente de Telesur, cuando con ensañamiento premeditado, en los días que se esperaba la muerte de Franklin Brito, el agricultor que hizo una larga huelga de hambre reclamando sus tierras expropiadas por el gobierno, declaró sonriente: “Es que Brito ya huele a formol”.
La guinda de la torta la colocó el embajador Roy Chaderton, a quien se suponía hombre de buenas maneras, cunado declaró también sonriente: “Es que una bala en la cabeza de un opositor pasa rápido y suena hueco”.
Sería muy largo citar todas las barbaridades que Chávez y sus voceros proferían a la muerte de algún activista político, pero, poco a poco, el desprecio por los muertos y la burla por sus vidas, se pasó también al bando de los ciudadanos demócratas –no recuerdo expresiones similares de los dirigentes– que con todos los recursos de las redes sociales comenzaron a hacer lo mismo que los chavistas.
Creo recordar que las primeras expresiones masivas ocurrieron a raíz de la muerte del diputado Luis Tascón, el responsable de haber hecho pública la lista de los venezolanos que firmaron pidiendo la realización del referendo revocatorio para que fuera utilizada por el gobierno para castigar a “los enemigos”. Es decir, a negarles empleo, acceso a la salud o contratos dentro del sector público. El más grande “apartheid” político en la historia de América Latina.
La lista, en un acto delictivo que en cualquier país con independencia de poderes merecería una sanción, se la había entregado al entonces presidente del Consejo Nacional Electoral (CNE), Jorge Rodríguez. Muerto Tascón, por cierto, joven, lo burlaron, vilipendiaron y casi que en una caricatura alguien aparece con la lista en la mano (en realidad era un cd) vomitando sobre una tumba.
Más nunca hubo respeto, piedad o, por lo menos, silencio ante la muerte de los adversarios. Desde muy temprano la Asamblea Nacional y el Poder Ejecutivo rojo nunca permitieron, como se hace en todos los países democráticos y civilizados, que los restos de los presidentes de la República que morían fueran despedidos con honores en la sede del parlamento, símbolo y núcleo de la democracia.
Murieron Rafael Caldera, Luis Herrera Campins, Ramón J. Velásquez, Carlos Andrés Pérez, y sus despedidas fueron realizadas modestamente en el Cementerio del Este, por sus familiares y amigos o, en el caso de Carlos Andrés Pérez, una breve velación en una de las sedes de su partido, Acción Democrática.
Por eso, si humanitariamente es lamentable, en cambio, sociológicamente es muy interesante revisar el grueso corpus de memes, frases sueltas, montajes de video, artículos anónimos de espontáneos, chistes ingeniosos y otros mensajes que por centenares afloraron durante varios días seguidos a la muerte de la funcionaria Lucena. Nos sirven para verificar el sustrato de odio, ira, crispación, desprecio, indignación, deseos de venganza y a la vez indolencia que sustenta la sique política del venezolano, de una parte de los venezolanos, del presente.
No voy a describirlos para no incurrir en lo mismo que relato críticamente. Pero sí es necesario decir que se trata de un ajuste de cuentas asociado al actuar de Lucena, obviamente sesgado al frente de un organismo, el CNE, el árbitro electoral, que debió haber sido conducido por alguien neutral y no por una militante oficialista. Es una mácula que la acompañó en los días de sus funerales y quizá acompañé su memoria para siempre.
Nadie se salva. Jorge Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional, en un acto que demuestra que el árbitro electoral no tiene independencia, hizo una declaración condicionando el apoyo del CNE a las elecciones primarias del bloque democrático al hecho de que la dirigencia de la plataforma unitaria pidiera disculpas a la memoria de Tibisay Lucena por todas las ofensas recibidas. “O piden disculpas o no hay servicios del CNE para los opositores”, dijo el funcionario.
Y en las redes, de inmediato le respondieron con un meme en el que, acompañado con la foto del secuestrado en deplorable estado, se le pide a Jorge Rodríguez que “envíe una carta de disculpas, más el dinero del rescate, por los tres años de secuestro del industrial William Niehous”, conducido en los años 1970 por su padre, el otro Rodríguez, entonces capitán del comando secuestrador.
Nada que celebrar. Ni de un lado ni del otro. Burlarse de los muertos es, como alguna vez hizo Fujimori en Lima, patear un cadáver. Estamos ante un fenómeno de degradación colectiva. Parte de la descomposición moral y la ruptura del tejido social a la que ha sido sometida Venezuela en estos ya casi 25 años de hegemonía militarista autoritaria se expresa en esta falta de empatía, piedad cristiana, compasión y respeto al dolor ajeno. O, lo que es lo mismo, la pérdida del valor sagrado de la vida ¿Cuándo lograremos restituirlo?