En Colombia odian, desprecian y se burlan de Nicolás Maduro con la misma intensidad, vehemencia y convicción que en Venezuela. Quizás con más fuerza aún. Porque en Venezuela el oficialismo dispone del aparato comunicacional de gobierno que lo defiende. En Colombia no.
En asunto de un año todo ha cambiado y, salvo uno que otro miembro de lo que Teodoro Petkoff llamaba la izquierda borbónica (porque ni olvida ni aprende), es casi imposible encontrar a alguien sensato que defienda su tiranía. Ni siquiera Petro, quien, a pesar de su esfuerzo por diferenciarse de la derecha, en la campaña electoral asumió públicamente que el gobierno de Maduro era una dictadura. Y frente al reciente acuerdo del Grupo de Lima desconociendo su presidencia, Petro cuestionó la solidaridad mecánica con el ultraderechista Jair Bolsonaro, pero no el contenido del acuerdo.
Y a pesar de que muchos colombianos de izquierda desconfiaban de cierta prensa nacional, a la que consideraban excesivamente ensañada contra el régimen rojo, la descomunal presencia de migrantes venezolanos y el doloroso fenómeno de los Caminantes, que ascienden por las carreteras de los Andes, algunos con los pies llagados de tanto andar, ha creado otro clima de opinión que ya no se basa en los medios sino en los relatos apocalípticos que los venezolanos parias del siglo XXI transmiten sobre lo que dejaron atrás en el país del cual huyeron despavoridos.
Desde el 10 de enero las fotografías de Maduro son omnipresentes en los medios. Semana, la tradicional publicación semanal con decisivo peso en la opinión pública colombiana, lo muestra en la portada de su segunda edición de enero. Debajo de la banda presidencial un titular de gran tamaño reza “Solo contra el mundo”. Seguido de un texto demoledor: “Aislado, con el pueblo en contra y en medio de una tragedia humanitaria, Maduro se atornilla en el poder mientras lleva a Venezuela a la ruina”. Luego, páginas adentro, lo rematan con un reportaje titulado “Maduro soberano fracaso”, en el que adelantan la conclusión de que el modelo autoritario venezolano tiende a parecerse cada vez más a los totalitarismos de las naciones petroleras de Oriente medio.
La actitud de los colombianos también parece haber cambiado en la medida que se hace más transparente que el fenómeno venezolano no es asunto de mal gobierno sino una tragedia humanitaria producto de una aventura totalitaria. Ya no es tan frecuente escuchar taxistas que, apenas identifican nuestro acento, nos reclamaban por no haber salido del problema por la vía rápida. “Acá ya nos lo hubiésemos echado al pico”, solían decirnos en tono de reproche.
Ahora el tono es otro. Quienes vivieron en Venezuela, o tuvieron un familiar que lo hizo, recuerdan con nostalgia el gran país que tenían por vecino y se preguntan si podremos recuperarlo. A quienes mejor les fue, y todavía tienen propiedades del otro lado del río Táchira, añoran las playas de Margarita o los cayos de Chichiriviche. Todos se toman cada vez más en serio nuestro drama, casi como un asunto personal, pues cada vez más entienden que no nos enfrentamos a un gobierno común sino a un aparato totalitario sofisticado que tiene la nación secuestrada con la ayuda de la inteligencia cubana, rusa, iraní y turca.
Mientras tanto Colombia, y especialmente Bogotá, se va convirtiendo en una especie de gran centro, de nueva referencia, de la Venezuela del exilio. Cada mes junto al número total de inmigrantes crecen los activistas de la resistencia democrática, incluyendo diputados, jueces del Tribunal Supremo, jefes de partidos políticos, empresarios, militares, académicos, escritores y periodistas que han venido al territorio vecino a comenzar de nuevo. O a hacer tiempo mientras el régimen rojo termina de morir.
Son la punta del iceberg del más grande fenómeno migratorio entre dos naciones con frontera común que se recuerda en América Latina. Para hacernos una idea gráfica, es como si la población completa de Maracaibo hubiese sido trasladada a Colombia. Por eso aquí también se escucha con frecuencia creciente, en acentos de los dos países, el grito de guerra que hace referencia a la progenitora del tirano cuyo lugar de nacimiento sigue siendo un enigma.