I. Nos cuesta aceptar la existencia del mal. Nos cuesta mucho reconocer que el ensañamiento pervertido de unos seres contra otros ha sido, y es, un componente ineludible de la experiencia humana.
Tendemos a creer que el mal vive lejos. Que en nuestra agenda telefónica no está el número de un asesino en serie. Hasta que un día la maldad te estalla cerca. Te amenaza. O te deja lesiones irrecuperables.
Entonces comienzas a pensar en ella y a tratar de protegerte de sus colmillos infectos. Entiendes que lo que te ha ocurrido, el daño que te han infligido –la patada en el trasero, el tiro en la nuca, los largos días rumiando soledad en un calabozo sin razón– no son producto del azar, sino el resultado de una lógica macabra.
II. La lógica que secuestra la psique de un individuo o un colectivo, no sabremos si a conciencia o no, engolosinado con el placer del mal. Es lo que entiende con sangre la mujer, y sus cercanos, que ha sido abusada sexualmente por un perturbado. Las familias de las personas que mueren asesinadas por un fanático terrorista. O aquellos que aún lloran por los millares que fueron desaparecidos o expulsados de su patria por un gobierno totalitario. Ya de Hitler. Ya de Videla. Ya de las guayaberas rojosangrantes de los hermanitos Castro.
En estos últimos casos, el mal ya no es un hecho psicológico, individual, como el de aquel Hannibal que Anthony Hopkins convirtió en señal de nuestros tiempos. No. En el horror político hablamos de un fenómeno colectivo. De una gramática perversa del ejercicio del poder, que ya de por sí tiende a ser perverso. Hablamos de cómo centenares de personas que alguna vez fueron buenas y nobles se convierten en despiadados criminales, o en sus cómplices, en nombre de un fin que justifica los medios. Olvidándose, como dice Rafael Cadenas, de que si usas medios sucios, ensucias los fines también.
Eso, exactamente eso, es lo que estamos viviendo los venezolanos bajo el socialismo del siglo XXI.
III. ¿Era necesario asesinar a tantos venezolanos que solo manifestaban su descontento en las calles? ¿Necesario mantener presos a casi quinientos solo por pensar y, en consecuencia, actuar diferente? ¿Crear un aparato de maldad como los colectivos dedicados a violar adolescentes en represalia por asistir a manifestaciones antigobierno? ¿Obligarnos a irnos del país a tantos ciudadanos bajo la amenaza de llevarnos a prisión? ¿Hacer de la tortura una práctica normal?
IV. Confieso que hasta la llegada del chavismo no había reflexionado seriamente sobre el mal. Lo había hecho sobre la violencia delincuencial. Pero no sobre el mal. Porque, en el fondo, siempre creí que los malos nacían. En lo más tonto de mi pensamiento, juraba que el niño Pinochet, el niño Stalin o Fidelito eran muy malos. Les robaban a sus amiguitos en las fiestas de cumpleaños los juguetes. Los golpeaban en los baños. Y por eso al llegar a grandes hicieron lo que hicieron.
Pero ahora, gracias al chavismo, ya sé que no es así. Que, como bien explica Hannah Arendt en El juicio de Jerusalén, la mayoría de los malvados en política, de los que se llenan las manos y la conciencia de sangre, no lo son por una razón psiquiátrica, sino porque se han adherido a una lógica que les obliga a banalizar el mal.
Es tu amigo de otra época, defensor de los derechos humanos, luchador por las causas indígenas y afroamericanas, amante de Whitman y de la democracia, conocedor de Gramsci y de los renovadores del marxismo, traductor de los más delicados poetas franceses, que ahora viejo, flácido, estrábico y calvo –a imagen y semejanza de quien esto escribe– tiene que suscribir al pie de la letra –en eso sí no me parezco a ellos– los dictámenes de un militar narcotraficante o de un presidente con déficit de horas escolares que no puede distinguir entre una metáfora y una hipotenusa, solo porque un día, como quien se adhirió a la mafia o a un cartel de narcos, ya no sabe cómo hacer para salirse de aquel siniestro club sin que lo acusen de delitos que tal vez sí, tal vez no, un día –tal vez sí, tal vez no– cometió y ahora solo le queda como única alternativa, para poder mirarse en el espejo sin avergonzarse de sí mismo, banalizar el mal. Y lo logra.